Que las guerras sigan no significa que el Señor no realice obras maravillosas. Significa que los seres humanos obstaculizamos la acción de Dios y no cumplimos su voluntad. Porque el Señor cuenta siempre con nuestra libertad.
María superó la muerte y, habiendo superado la muerte, nos está diciendo que al final vence el amor. Por eso, la Asunción de María es un anuncio destinado a colmar de dicha y esperanza a todo ser humano.
Dios siempre se sirve de mediaciones humanas. No se puede identificar la mediación humana con la palabra de Dios, pero la Palabra de Dios no puede llegar sin la imprescindible mediación humana.
De padres creyentes salen hijos ateos, indiferentes o no religiosos. Cuando esto ocurre hay padres que se preguntan cómo es posible que sus hijos no abracen la fe: ¿qué hemos hecho mal?, ¿dónde hemos fallado?
La piedad popular invoca a la Santísima Virgen como Stella maris, un título expresivo de la esperanza cierta de que, en los borrascosos acontecimientos de la vida, la Madre de Dios viene en nuestro auxilio, nos sostiene y nos invita a confiar y a seguir esperando.
La compasión coexiste con otro elemento que es causa de mucho sufrimiento, y que parece estar en el origen de todos los males de la humanidad, a saber, el egoísmo. El egoísta todo lo centra en uno mismo, reduciendo a los demás a mera posesión e instrumento.
Son posibles varias hipótesis sobre quiénes eran los “hermanos y hermanas” de Jesús. Bien justificadas, todas pueden ser válidas siempre que sean compatibles con el dato fundamental de la fe: Jesús “fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de María, la virgen”.
En este mundo, los cansados y agobiados solemos ponernos nerviosos y perder la paciencia. Al lado de Jesús aprendemos otra forma de vivir y de reaccionar ante las contrariedades de la vida.
Santo Tomás de Aquino escribió una preciosa oración para prepararse a celebrar la Eucaristía, plagada de piedad y buena teología. Con motivo de la fiesta del “Corpus”, y como una buena preparación para celebrarla devotamente, copio aquí la oración de Tomás de Aquino.
En la Iglesia hay un carisma, una vocación, una llamada a entregar la vida al Señor haciendo de la oración el eje fundamental de la vida. Este carisma es propio de monjas y monjes.
El Espíritu ilumina el futuro, nos conduce hacia el porvenir, abre caminos a la esperanza, suscita nuevas utopías, clarifica qué cosa es seguir a Jesús y qué cosa es arqueología.
Dios actúa y se hace presente en el mundo, en la historia y en nuestras vidas por medio de su Espíritu. Al mismo tiempo, el Espíritu Santo es el modo como hoy Cristo resucitado sigue estando presente en su Iglesia.
La justicia de Dios no condena, no excluye, no rechaza. Lo que hace es “justificar” al ser humano, hacerle justo, grato a sus ojos. La justicia de Dios es su perdón.
Jesús es el hambriento y sediento de justicia por antonomasia, como aparece desde su bautismo hasta el final de su vida, tal como lo reconoce el centurión romano que, al ver su manera de morir, exclamó: “ciertamente este hombre era justo”.
Un Lázaro resucitado no puede atravesar puertas, porque Lázaro vuelve a esta vida terrena. Jesús resucitado no vuelve a esta vida terrena, se encuentra en otra dimensión, la dimensión de Dios, donde ya no se muere más.
Jesús no ha resucitado en nuestro mundo, porque entonces volvería a morir. Ha resucitado en la eternidad de Dios, donde ya no hay envejecimiento, ni desgaste, ni cambio, ni desajustes.
En estos tiempos donde abundan aquellos que, en nombre de la religión, crean divisiones y separaciones, no estaría mal que los que en estos días celebramos los misterios centrales de nuestra fe, mirásemos al Crucificado que, desde la cruz, rompe toda violencia y perdona sin límites.