Asunción: apuntando a la meta

Recordar la meta ayuda a soportar las dificultades que encontramos en el camino. La vida, a veces, es dura. No sólo en el mundo, también en la Iglesia coexisten el trigo y la cizaña.

La Asunción de la Virgen María apunta al destino al que todos aspiramos. Lo que todos buscamos es vida y vida en plenitud. A esa meta ha llegado ya María. Recordar la meta ayuda a soportar las dificultades que encontramos en el camino. La vida, a veces, es dura. No sólo en el mundo, también en la Iglesia coexisten el trigo y la cizaña. Lo justo y lo injusto no puede ser eliminado de la vida histórica de la Iglesia. Ante la injusticia, a veces, nos encolerizamos; otras veces la soportamos con resignación. Pero siempre duele porque hiere. Una forma de mitigar el dolor es precisamente pensar en la meta

Hace unas semanas tuvimos ocasión de comprobar como un gran deportista (Rafael Nadal) tuvo que aceptar sufrir para conseguir la victoria en el importante torneo de Roland Garros. Es posible que san Pablo aludiera al esfuerzo y sacrificio que debían hacer los atletas para competir en Olimpia cuando escribe: “los atletas se privan de todo; y esto ¡por una corona corruptible!”. Y añade enseguida, comparando al cristiano con un atleta: “nosotros, en cambio, por una incorruptible” (1 Cor 9,25). ¿Cómo es posible sobrellevar las dificultades, los sin sabores que, a veces, nos asaltan, incluso injustamente como antes he dicho? Como si fuéramos atletas. O sea, pensando en la corona, en la meta, en el destino. Pensar en la alegría que nos espera al llegar al destino, ayuda a la mente a dejar de dar vueltas a lo que nos entristece.

María es una buena referencia de nuestro destino. Al definir el dogma de la Asunción, Pío XII, utilizando una antropología común, definió que la Madre de Dios, “terminado el curso de su vida terrenal, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celeste”. La vida terrenal termina con la muerte. Pero para el cristiano la muerte no es una barrera, sino una puerta, un puente a la gloria celeste, a la salvación. Y en ella entramos con toda nuestra realidad, con todas nuestras dimensiones, en cuerpo y alma. Porque si nos faltase algo, la salvación no sería completa. La salvación, la gloria celeste (para emplear la terminología de Pío XII) tiene que ser un proyecto de felicidad estable, completa, permanente, en el que todas las dimensiones de la persona queden saciadas.

A esa felicidad estable y completa apunta el dogma de la Asunción. Mientras tanto, mientras estamos en camino, conviviendo con lo injusto, pensar en la meta pueda ser un buen lenitivo para las penas de la vida, y un estímulo para centrarnos en lo importante y no dejarnos desanimar por lo pasajero.

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