¡Ay qué larga es esta vida!

La fiesta de todos los santos y la conmemoración de los fieles difuntos son una ocasión para recordar que la verdadera cuestión frente a la muerte, no es la muerte misma, sino el modo de vivir y la esperanza con la que morimos.

A la mayoría de nosotros, por mucho que dure la vida, siempre nos parece corta. Cuando lo pasamos mal no deseamos acortar la vida, deseamos acortar el sufrimiento. Incluso los que se suicidan no quieren quitarse la vida, lo que quieren es quitarse de encima lo insoportable de la vida. Y para eso no encuentran mejor método que quitarse la vida. Pero si a quienes van a quitarse la vida, les ofrecieran palabras de esperanza y alivio para sus penas, seguro que no lo harían. Eso vale también para esas leyes que posibilitan la eutanasia. Pues el remedio para las personas que sufren no es facilitarles la eutanasia, sino ofrecerles buenos cuidados intensivos, buen acompañamiento, cercanía y cariño.

Dejo esto porque ahora me interesa responder a la pregunta de quién puede decir, sinceramente, que la vida es larga. Solo puede decirlo aquel que espera una vida mejor y sabe que a esta vida mejor solo se accede saliendo de esta. En esta línea van estos versos de Teresa de Jesús: “¡Ay qué larga es esta vida!, / ¡qué duros estos destierros!, / ¡esta cárcel, estos hierros, / en que el alma está metida! / Sólo esperar la salida / me causa dolor tan fiero, / que muero porque no muero”. Y estos otros: “Aquella vida de arriba, / que es la vida verdadera, / hasta que esta vida muera, / no se goza estando viva”.

La fiesta de todos los santos y la conmemoración de los fieles difuntos son una ocasión para recordar que la verdadera cuestión frente a la muerte, no es la muerte misma, sino el modo de vivir y la esperanza con la que morimos. Según como haya sido nuestro modo de vivir, así será nuestra esperanza. Por eso, lo problemático no es tanto la muerte, sino la manera de afrontarla. Para quienes viven “sin Dios y sin esperanza” (Ef 2,12), pues una cosa conlleva la otra, la muerte es algo no deseado y suele vivirse como un ataque desde el exterior, como algo angustioso y oscuro. En la medida en que nos aceramos a Dios y nos asemejamos a Cristo, tal angustia desaparece. Y así es posible experimentar la muerte como la realización no traumática de nuestra hambre de trascendencia, como paso hacia la plena divinización.

Si creemos de verdad, como dice la liturgia, que “la vida no termina, se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrena, se nos prepara en el cielo una mansión eterna”, entonces es posible pensar en “la hermana muerte” (Francisco de Asís), o exclamar: “muero porque no muero” (Teresa de Jesús), o decir, como San Pablo: “para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. Deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor” (Flp 1,21.23). Al respecto cabe también recordar esta palabra de Jesús: “Si me amaráis, os alegraríais de que me fuera al Padre” (Jn 14,28).

De estas cosas sólo puede hablarse con mucha seriedad y con mucha serenidad. La esperanza cristiana no es un antídoto contra la tristeza, sino contra la desesperación.

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