Lectores y predicadores de la Palabra

Las lecturas de la Eucaristía no pueden encomendarse a cualquiera. El criterio no es la buena voluntad del lector o ser un buen feligrés. El criterio es ser un buen lector.

Por medio de las lecturas bíblicas proclamadas en la liturgia, Dios habla a su pueblo y Cristo mismo anuncia su Evangelio. La Escritura es el órgano humano de la inmensa Palabra divina.

Se comprende, pues, la importancia de tener buenos lectores de la Palabra de Dios. Un mal lector, además de aburrir y cansar, obstaculiza que la Palabra llegue a los oyentes. Una palabra que no llega es una palabra inútil. Leer no es fácil. Requiere preparación, entrenamiento y, sobre todo, comprender lo que se lee, porque si el lector no comprende lo que lee, quizás pueda leer materialmente el texto escrito, pero lo hará sin la debida entonación, sin guardar las pausas adecuadas, sin la pasión que requiere una lectura que anuncia buenas noticias.

Las lecturas de la Eucaristía no pueden encomendarse a cualquiera. El criterio para leer no es ser amigo del celebrante, o ser hermano del que recibe el sacramento del matrimonio. El criterio es ser un buen lector. A nadie se le ocurriría encomendar los cantos de la celebración a una persona que no supiera cantar. Pues las lecturas no deben encomendarse a nadie que no sepa leer. Por este motivo existe en la Iglesia el ministerio del lector. Ministerio, o sea, un servicio litúrgico para bien de la comunidad cristiana. Ministerio, o sea, se trata de que hay unos encargados competentes para realizar una determinada tarea.

Dígase lo mismo de los predicadores de la Palabra. También necesitan preparación. Porque la homilía es la prolongación y actualización de la Palabra que se ha leído y proclamado. Tras la lectura por el buen lector, viene la predicación por el buen predicador. Su misión es hacer ver a la asamblea que esta Palabra que acaba de oír es decisiva para su vida, es una palabra que le interesa enormemente. Para poder convencer a los fieles de la importancia que tiene para sus vidas la Palabra oída, el predicador tiene que estar previamente convencido de la importancia que tiene para él mismo, para su propia vida.

El predicador no es alguien que imparte una lección o lee un texto que otros han preparado, sino alguien que comparte una experiencia espiritual, alguien que hace arder los corazones de los oyentes, expresando unos sentimientos comunes, una misma reacción ante la Palabra entre él y el resto de la asamblea.

No estaría mal que las parroquias organizasen cursillos para tener buenos lectores y las diócesis cursillos para actualizar la formación de sus predicadores.

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