Muestras de un tenor de vida admirable

Lo que muchos discursos y documentos, bien trabados y pensados, no logran, lo puede lograr la manera de vendar una herida.

El conocido como “Discurso a Diogneto” es un escrito del siglo II que un cristiano culto dirige a un alto personaje de la sociedad romana. Desconocemos el nombre del autor y el del destinatario, pero eso resulta secundario, pues lo importante es la descripción que el autor del escrito hace de la vida de los cristianos. Son gente muy normal, dice. No se distinguen de las demás personas por su modo de comer, de vestir o de hablar. Aceptan las costumbres de los lugares en los que viven. Son buenos ciudadanos: obedecen las leyes de la ciudad. Y, sin embargo (añade el autor) “dan muestras de un tenor de vida admirable”.

Los cristianos viven como los demás, pero no son como los demás. El autor del “discurso” ofrece una serie de llamativas paradojas para explicar el admirable tenor de vida de los cristianos. Cito libremente algunas: se casan y engendran hijos como todos, pero no practican el aborto; comparten la comida, pero no el lecho; son pobres y enriquecen a muchos, carecen de todo y abundan en todo (eso solo es posible porque comparten lo que tienen y, por eso, entre ellos nadie pasa necesidad); son maldecidos y bendicen (o sea, devuelven bien por mal); viven en el mundo, pero no son del mundo; aman a su patria, pero no hasta el punto de perder la cabeza por ella, pues saben que solo hay una patria verdadera de la que todos somos ciudadanos y, por eso, tratan a todos (a todos: incluso a quienes les desprecian) como hermanos.

Este escrito plantea un aspecto fundamental de la vida de los primeros cristianos. Para seguir a Jesús no hace falta vivir de forma extraña, ni hacer cosas raras. Es posible santificarse en medio del mundo e iluminar todas las cosas con la luz de Cristo. Lo importante no es solo lo que hacemos, sino el modo como lo hacemos. Es posible vendar fríamente una herida; es posible vendar la herida e interesarse por el herido. Si nos interesamos por el herido, probablemente el herido se interese por nosotros; y, al entablar conversación, podemos terminar compartiendo lo que somos, nuestros intereses, esperanzas e ilusiones. En este compartir puede aparecer el nombre de Jesús.

Lo que muchos discursos y documentos, bien trabados y pensados, no logran, lo puede lograr la manera de vendar una herida. El “tú a tú”, la cercanía amistosa, en ocasiones es el mejor camino de evangelización. Y la cercanía implica interesarse por el otro desinteresadamente, sin buscar sacarle algo, sin proselitismos baratos, sin segundas intenciones. Antes de ofrecer respuestas, hay que conocer las preguntas que el otro plantea; antes de dar catequesis hay que conocer al otro.

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