Santos sin altar

A Dios se le encuentra en todas partes, en el templo y en la calle, en la oración y en el cuidado del necesitado, en la liturgia y en el combate por la justicia.

“Los santos sin altar” es el título de un libro que ha publicado el sacerdote valenciano Emili Marín. Me lo ha regalado con mucha ilusión. El libro está dedicado al dominico Juan Bosch, experto en sectas y ecumenismo. Se trata de un homenaje a 12 figuras recientes de nuestra Iglesia, que probablemente nunca serán canonizadas, pero que también puede ser presentadas como modelos de santidad (entre otras el sacerdote Antoni Llidó, asesinado por el régimen de Pinochet, el cardenal Tarancón o el obispo Rafael Sanus). Ellos y muchos otros son buenos modelos de como ser cristianos en situaciones sociales, eclesiales y políticas difíciles.

La santidad es algo propio de todo cristiano. Y a Dios se le encuentra en todas partes, en el templo y en la calle, en la oración y en el cuidado del necesitado, en la liturgia y en el combate por la justicia, en la predicación y en la manifestación en favor de los derechos de las personas. Decir que sólo en la primera parte de estos binomios hay santidad es reductivo y falso. Otra cosa es que la mayoría de los santos canonizados se encuentren en la primera parte de los binomios. Pero los canonizados son una minoría entre los santos. Para empezar, todo bautizado es santo y está llamado a la santidad. Los cristianos somos santos que caminamos hacia la santidad. Somos y caminamos hacia lo que somos. Todos. Somos de Dios y caminamos hacia Dios, el único santo.

Son más los santos sin altar que los santos con altar. Bien se podría decir, a propósito de los santos con altar, que no están todos los que son. No me atrevo a añadir que no son todos los que están, pero sí a decir que, entre los que están, no todos suscitan la misma devoción. Eso de la devoción depende de la sintonía, de la simpatía que suscita en cada uno la persona propuesta como modelo de santidad. Por eso, cada uno tiene los santos de su devoción. Los de mi devoción no son ni mejores ni peores, son más bien aquellos con los que me siento más identificado. En el fondo, la devoción me retrata.

Eso de que la devoción me retrata no tiene nada de malo, pero es una advertencia contra los enaltecimientos y las descalificaciones. A lo mejor, o a lo peor, los que no me gustan no son tan malos, y los que me gustan no son tan buenos, si no para mí, al menos para otros. Hablar de santos de mi devoción es como decir que las cosas tienen el color del cristal con el que uno las mira.

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