Cuando digo Dios

El abismo del misterio divino excede toda teología, todo dogma, toda letra de la Escritura.

Cuando digo Dios lo digo todo y, sin embargo, no digo nada. Lo digo todo, porque Dios es el Todo y todo es por él. Todo tiene en él su origen, todo se sostiene gracias a él, todo tiende hacia él. En él todo se recapitula. Y, sin embargo, no digo nada, porque lo que digo es paja, insignificante, no se parece en nada a lo que él es. Si cuando digo Dios alguien entiende algo, es porque no he hablado bien de Dios. Esta es la situación paradójica del decir Dios. El abismo del misterio divino excede toda teología, todo dogma, toda letra de la Escritura.

Aunque sea paja, cuando yo digo Dios digo, en primer lugar, Padre. Pero no como ninguno de los padres de este mundo. Incomparable con cualquier padre y con el que todos los padres, para ser tales, deberían compararse. Y digo Padre porque Jesús me lo enseñó a decir. “Sabed que el Señor es Dios, que él nos hizo y somos suyos”, dice el Salmo 99. El nos hizo, pero no como hace el director de un laboratorio. Nos hace por amor. No por necesidad. Somos suyos: pero no como las cosas tienen un propietario. Somos suyos con una relación de filiación. Como el hijo es del Padre. Pero también el padre es del hijo. Es nuestro Dios porque es nuestro Padre. Así se explica que el primer mandamiento no diga: adorarás al Señor tu Dios, sino: amarás al Señor tu Dios. El señorío va detrás del amor, detrás de la paternidad. Decir Padre es recordar que antes de ser Señor es Amor.

Cuando digo Dios digo también Hijo. Porque en el rostro de Jesús he encontrado la mejor traducción humana de lo que es Dios. Y como él llamaba a Dios su Padre, entiendo que traduce humanamente lo divino porque él es Hijo. Pues un Padre se refleja en el Hijo. Y el Hijo se parece al Padre no en lo físico, sino en el talante, en el modo de ser.

Cuando digo Dios digo, finalmente, Espíritu. Porque creo que este Dios incomprensible e inaccesible, este Dios del que nada decimos cuando decimos algo, no sólo se ha reflejado humanamente en Jesús de Nazaret, sino que es también próximo, cercano, más íntimo que mi propia intimidad. Y porque es tan íntimo, tan unido a mi espíritu como sólo puede hacerlo otro Espíritu, por eso es posible experimentarlo, vivirlo, sentirse unido a él con la unidad del Amor.

Cuando digo Dios, muchos me hablan de la Iglesia. Lo comprendo. Pero ¡qué triste confusión! Pues sólo Dios es santo. La Iglesia es de Dios, pero no es Dios y, además, es pecadora. Más aún, la Iglesia no puede reducirse, limitarse a algunos de sus miembros. ¡Otra triste confusión!

Cuando digo Dios, lo digo todo y sé que no digo nada porque mi vida refleja muy poco de lo que es Dios. Y, sin embargo…, sin embargo, algo de Dios se refleja en mi. Me gustaría que mi vida fuese eso que dice Eckhart: “Dios se convierte en Dios cuando las criaturas dicen Dios”. Decir Dios: ¡que maravilla, que responsabilidad, que difícil! ¡Que gran esperanza!

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