La eficacia de la evangelización
La tarea del misionero es anunciar el Evangelio con sus mejores disposiciones, sin cansarse nunca de hacer el bien. La conversión es responsabilidad de cada uno.
| Martín Gelabert
Cuando preguntamos por la eficacia de la evangelización no podemos pensar en resultados inmediatos o deslumbrantes. Los resultados pueden venir a corto o largo plazo. Pero lo lógico es que sean a largo plazo, porque la auténtica conversión requiere tiempo, implica desprenderse de muchas ideas y actitudes, es un cambio radical de vida. La fe cristiana necesita tiempo para madurar. Jesús nos pone en guardia contra nuestras impaciencias. No quiere que se arranque la cizaña antes de hora, como pretenden sus discípulos. Hay que dar tiempo al crecimiento. Solo en la hora final será posible la siega y la separación (cf. Mt 13,24-30). Por eso, los frutos de su trabajo puede recogerlos el predicador o puede no ver la cosecha. Uno es el sembrador y otro el segador (Jn 4,37).
Como muy bien dice el Papa Francisco no debemos obsesionarnos por los resultados inmediatos. Tenemos que estar prestos a soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas, o los cambios de planes que impone el dinamismo de la realidad. Pero hay más: tenemos que saber que Dios puede actuar en medio de aparentes fracasos. La fecundidad es muchas veces invisible, “no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo... A veces nos parece que nuestra tarea no ha logrado ningún resultado, pero la misión no es un negocio ni un proyecto empresarial, no es tampoco una organización humanitaria, no es un espectáculo para contar cuánta gente asistió gracias a nuestra propaganda; es algo mucho más profundo que escapa a toda medida. Quizás el Señor toma nuestra entrega para derramar bendiciones en otro lugar del mundo donde nosotros nunca iremos”.
La tarea del misionero es anunciar el Evangelio con sus mejores disposiciones, sin cansarse nunca de hacer el bien. La conversión es responsabilidad de cada uno. Sin duda, como dice San Gregorio Magno, el Señor viene detrás de sus predicadores, pero la acogida del Señor ya no depende del predicador. Santo Tomás de Aquino constataba con perspicacia que, viendo el mismo milagro y oyendo la misma predicación, unos creen y otros no creen. Para que se suscite la fe, la predicación es necesaria, pero no suficiente, porque el creer es un acto libre. Lo que sí depende del predicador es anunciar el Evangelio de forma elocuente e inteligible. Esa es su tarea ineludible y es la mejor manifestación de su amor al Señor del que da testimonio.