La mesa, pálido reflejo del Reino de Dios

El Reino de Dios se parece a un banquete, pero no a cualquier banquete, sino a uno en el que caben todos, especialmente los más necesitados

Para hacer entender a sus oyentes lo que era el Reino de Dios, Jesús de Nazaret utilizaba comparaciones con realidades cotidianos accesibles a todos. Una de las comparaciones más frecuentes es la del banquete. El reino de Dios se parece a un banquete, a una mesa compartida. Pero, y ahí está lo fundamental, un banquete el que caben todos, sobre todo caben los más necesitados. Por eso Jesús invitaba a uno de sus anfitriones a que cuando diera un banquete no invitase a sus amigos ricos, sino “a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos”, o sea, que su invitación fuera desinteresada y gratuita, ya que ellos no pueden corresponder. Y Jesús añadía: la recompensa te llegará “en la resurrección de los justos” (Lc 14,12-15).

Sucedió entonces algo sorprendente e inesperado. Uno de los comensales, “habiendo oído esto” (o sea, la recomendación de Jesús a su anfitrión), le dijo: “¡Dichoso el que pueda comer en el reino de Dios!”. Este comensal acertó plenamente: si ya en este mundo es posible que haya banquetes así, mesas en las que quepan todos, lugares en los que nadie pase hambre, espacios en donde se haga verdad eso de que el pan es nuestro, o sea, de todos y, por eso, hay pan para todos, si eso puede ser verdad ya ahora, estamos ante un anticipo de la maravilla que será el reino de Dios.

Un banquete como el que Jesús propone, espontáneamente nos orienta hacia otro banquete, el del reino de Dios. Si en este mundo es posible un banquete de “puertas abiertas”, sin exclusiones, entonces es claro que en esa comida habrá un desbordamiento de alegría. Esta alegría es un pálido reflejo de la alegría que nos espera en el reino de Dios. Por eso, sí, “dichoso el que pueda comer en el reino de Dios”. Por cierto, este banquete del reino se anticipa en la Eucaristía.

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