La paz, un imperativo absoluto

Una guerra resulta tanto más odiosa cuando los mezquinos intereses humanos pretenden justificarse con argumentos religiosos. Apelar a Dios, tenga el nombre que tenga, para matar, es una profanación de su nombre, una blasfemia y un insulto a la inteligencia.

En las guerras, como en casi todo, hay uno que empieza y otro que responde. Siempre hay un agredido y un agresor y, en este sentido, no se pueden equiparar responsabilidades. Pero no es menos cierto que las guerras no surgen por generación espontánea. Hay siempre unos elementos previos que la favorecen y la desencadenan. Y una vez desencadenada la guerra, no todo es lícito entre los beligerantes (Gaudium et Spes, 79). Al final, todos terminan perdiendo, aunque aparentemente parezca que gana uno. Lo más serio, lo más condenable, lo menos justificable, es la pérdida de vidas humanas inocentes (niños y enfermos incluidos), que se encuentran implicadas en el conflicto sin haberlo buscado ni deseado. Aunque sólo fuera por esas vidas la guerra es condenable e inaceptable.

Una guerra resulta tanto más odiosa cuando los mezquinos intereses humanos pretenden justificarse con argumentos religiosos. Apelar a Dios, tenga el nombre que tenga, para matar, es una profanación de su nombre, una blasfemia y un insulto a la inteligencia. Porque un dios que justifica la guerra es un diablo disfrazado. Ya la Escritura cristiana dice que Satanás se disfraza como ángel de luz (2 Cor 11,14). El mal siempre trata de justificarse presentándose en forma de bien. Y el mal absoluto apela a valores absolutos, unos religiosos y otros no religiosos (defensa de la patria, de la democracia, de la civilización).

Las guerras tienen consecuencias más allá de los contendientes directos en litigio. Las consecuencias económicas de la guerra en Ucrania están afectando a los países más pobres, debido al encarecimiento de los alimentos y de productos básicos. Hay consecuencias todavía peores, que van más allá de los países en guerra, como ha quedado claro con los asesinatos a personas inocentes en lugares alejados de Israel. Las guerras ajenas despiertan en algunos sentimientos de odio, actitudes fanáticas y pérdida de sentido de la medida y del juicio.

Siguen siendo actuales y más necesarias que nunca estas palabras del Concilio Vaticano II: “debemos procurar con todas nuestras fuerzas preparar una época en que, por acuerdo de las naciones, pueda ser absolutamente prohibida cualquier guerra”. Y añadía un camino para ello: “todos han de trabajar para que la carrera de armamentos cese finalmente” (Gaudium et Spes, 82), pues “la carrera de armamentos es la plaga más grave de la humanidad y perjudica a los pobres de manera intolerable” (Gaudium et Spes, 81). Se trata de hacer de la paz un imperativo absoluto, como decía Juan Pablo II.

Ya sé que lo que acabo de decir es una utopía, o sea, algo deseable, pero de muy difícil realización. Pero la utopía no sólo es algo difícil, es también posible si se ponen determinadas condiciones. Lo malo es que estas condiciones que harían posible la utopía no interesan a los poderosos. Porque el negocio de las armas y el negocio de la guerra da mucho dinero a unos pocos y, como contrapartida, empobrece a muchos.

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