La verdad, según quien la dice

Cuando lo que importa es “quién lo dice” y no “lo que dice”, la verdad queda desvinculada del bien y de la realidad, y pasa a depender del deseo del dictador de turno.

Santo Tomás hace suya una frase que atribuye a San Ambrosio: “toda verdad, la diga quién la diga, procede del Espíritu Santo”. La verdad vale por sí misma, la diga quién la diga. Por eso no podemos sacrificarla a intereses personales o a lealtades institucionales. Solo si ponemos la verdad por encima de los intereses particulares es posible mantener un verdadero diálogo, llegar a entenderse y construir una democracia auténtica. Y, sin embargo, a veces uno tiene la impresión de que en nuestros días no importa la verdad, sino la defensa de determinados intereses, aunque estos intereses sean perjudiciales para muchos o se hagan a costa de la verdad. Pero como nadie podría defender como bueno algo que claramente fuera falso, esos intereses mueven a presentar la mentira como si fuera verdad. Y por eso, lo que importa es quién dice o defiende esa supuesta verdad que, en realidad, es una flagrante mentira.

Cuando lo que importa es “quién lo dice” y no “lo que dice”, la verdad queda desvinculada del bien y de la realidad, y pasa a depender del deseo del dictador de turno. O sea, del que tiene el poder para servirse a sí mismo. De modo que la verdad se define en función del interés: verdad es aquello que me interesa que sea verdad. Aparecen así narraciones que buscan justificar comportamientos inmorales, intereses egoístas, abusos de poder o decisiones despóticas. En los parlamentos de las naciones asistimos con demasiada frecuencia a una lucha de “verdades” que niegan o maquillan la realidad de los hechos. La verdad es lo que “los míos” defienden.

La política, que debería estar al servicio del bien común, de la fraternidad social y de la paz universal, se convierte muchas veces en una pura búsqueda del poder. Y, como para conseguir el poder de una forma presentable es necesario tener el mayor número votos, los candidatos prometen cosas que ellos y sus propios votantes saben que no podrán realizar. Estos votantes están dispuestos a aceptar todas las mentiras con tal de que vengan “de los míos”, de los que me resultan más simpáticos y cercanos. El criterio del voto no es la verdad, sino la emoción o el sentimiento, a veces el sentimiento favorable que me produce el destinatario de mi voto o el desagradable que me produce aquel al que no voto. Tomás de Aquino advierte, con toda razón, que los argumentos son válidos “no a causa de la autoridad de quienes lo dicen, sino a causa de la razón de lo dicho”. Pues de lo que se trata no es de saber quién dice las cosas, “sino en qué consiste la verdad de las cosas”.

Antonio Machado dejó esta reflexión: "Tu verdad no, la Verdad; y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela". La fuerza de esta sentencia está en el “ven conmigo a buscarla”. Este es el buen camino para encontrar la verdad: escuchar al otro, ir más allá de mis propios pensamientos, de mi pequeño horizonte, de mis intereses inmediatos. Cuando estoy dispuesto a escuchar al otro, cuando estoy en condiciones de dialogar y no de imponer, voy por buen camino hacia la verdad.

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