“La envidia y la soberbia ensucian la vida” Curar la vida consagrada

Curar la vida consagrada
Curar la vida consagrada

Y para curar se necesita amar, pero para amar hay que conocer y conocerse, cómo me van a amar si nunca he compartido, ni me he abierto ni he amado.

La vida consagrada desde su inicio ha presentado retos que son precisamente los que marcan su peculiaridad e incluso su grandeza. La vivencia de los consejos evangélicos, la vida de oración, la vida comunitaria, la misión…

En muchos momentos y aún ahora, la misión marca para muchos religiosos lo esencial de la vida entregada y sin querer desmerecerlo es hora de reubicar algunas cosas. Misiones hay muchas y variadas, para todo tipo de personas y algunas aún sin respuesta… pero la misión en la vida consagrada debe estar bien apuntalada, hoy más que nunca, en la vida de oración, en una vida centrada en Cristo, pues son muchos los que, con otros ideales, dan también magníficas respuestas a las carencias y miserias de nuestro mundo.

Un día dimos un sí grande y generoso al Señor, que quizás se nos ha ido empequeñeciendo, algunos dirán que la experiencia les ha hecho más pragmáticos, menos aventureros y menos ilusos, otros mantendrán esa llama fresca y donadora de vida, con una sonrisa que sale directa del corazón. Lo que es claro es que no podemos dejar apagar esta llama de vida ni cerrar puertas al futuro.

Si la vida centrada en Cristo sostiene la misión también lo hace una verdadera y necesaria vida fraterna y comunitaria. Una comunidad que trabaje profundamente la comunión, término tan gastado que pierde a menudo su sentido original y ya muchas veces no nos dice nada. Comunión es participación en lo común, es ser y estar con los otros… y eso requiere sentirse en casa, hacer el esfuerzo de contar la vida y sus anhelos y abrirse a nuevas perspectivas.

La vida religiosa en España tiene una media de edad elevada, hay que reconocerlo sin reparo, ¿significa eso pérdida de vida? No, si lo anterior se vive profundamente. Pero el tener años y la escasez de vocaciones hacen que se pierdan algunas perspectivas que pueden ahogar la vida. La ilusión debe perdurar, la edad debe asumirse con gozo y satisfacción por el camino recorrido y la experiencia adquirida que hay que compartir con apertura a los nuevos retos de la sociedad actual. Pero hay que también dejar paso a las nuevas generaciones, a veces ya no tan nuevas, pero por ser pocas, demasiadas veces obviadas. Qué triste es dar por terminados proyectos por no creer en los que vienen detrás, un problema no nuevo, pero si más delicado pues el detrás no es potente en número como en otros tiempos y le cuesta más hacer valer y compartir su punto de vista.

Traspasa el alma escuchar a religiosos, algunos con cargo, que no cuentan con los que les vienen detrás. No han apostado por ellos, por motivos diversos: cortes generacionales, cuestiones históricas, momentos de Iglesia que abrieron puertas y ventanas y aún hoy dan vida pero que en algunos casos generaron religiosos estériles que no consiguieron engendrar o contagiar ilusión por la vida consagrada.

En otros casos graves, la envidia ha hecho demasiada mella. La envidia paraliza y enferma, encierra el espíritu y hace sufrir, el envidioso queda encerrado en su mundo, se carcome y no deja fluir la vida ni abrir horizontes; el que padece la envidia sufre por dentro y pierde la capacidad creadora otorgada a cada ser humano, imagen de Dios.

Como afirmó el papa Francisco al inicio de su pontificado, “la envidia y la soberbia ensucian la vida”. Él mismo, en su carta apostólica a todos los consagrados (2014), afirma que “que la crítica, el chisme, la envidia, los celos, los antagonismos, son actitudes que no tienen derecho a vivir en nuestras casas”.

Y es en la casa, en la comunidad de cada congregación o instituto dónde debe empezar la misión. ¿Qué labor misionera vamos a desarrollar en este mundo tan necesitado, si nos somos capaces de ser felices con nuestros hermanos, en nuestro lugar de vida, en nuestra comunidad?

Y resulta que cuando afirmas que uno de los problemas graves es la envidia, te dicen que no puede ser. Porqué, preguntan. Y los motivos son varios, pero en realidad es uno, el haber perdido el centro de nuestra vida: Cristo. Y esa envidia genera tristeza y estancamiento.

Lo primero es aceptar que la envidia existe en nuestras comunidades, seguramente por muchos motivos que sería bueno discernir y plasmar en nuestras conversaciones, pero eso requiere valentía y transparencia. Es claro que haber perdido el centro de nuestra vida, el habernos despistado de la fe y el amor primero lleva a envidias porque quizás hay heridas que no han sanado, hay momentos históricos que nos han marcado y han disminuido nuestra capacidad de ser felices. Cada uno debería buscar qué pasó, concretarlo y sanarlo: momentos históricos que cortaron alas, anhelos esfumados, estudios no permitidos o no concluidos, horizontes amplios, impulsados con vigor por el Concilio Vaticano II, pero que no prosperaron o no obtuvieron lo esperado, una vida vivida con abnegación y que no obtuvo reconocimiento ni continuidad, la no aceptación de la edad que se tiene y creerse eternamente joven… tantas cosas que corrompen y hacen sufrir el corazón humano. Cosas reales que hay que poder compartir y buscar la manera de curar.

Curar para ser comunidades dónde la diversidad sea un valor que ayude a darnos en la misión, cuidando lo más exquisito que tenemos, la vida de oración vivida en comunidad. También cuidando las comunidades, donde reine la alegría, el diálogo, el sabernos decir las cosas, el asumir los achaques y el respetar opciones. Unidad en lo esencial y libertad en lo demás, que resulta que la misión es amplia y a veces sólo lo es la nuestra, qué bonito es ver comunidades que gozan de los carismas de cada uno y no critican a los diferentes.

Curar esa es la cuestión para dar vida y tenemos al doctor ideal, ese que sana y consuela, Jesús, el que toma nuestras riendas si dejamos que las coja. Todos necesitamos ser curados, pero para esto hay que ser muy claros y transparentes.

Curar para no perder días, horas, la vida, apagando fuegos comunitarios, rehaciendo o simplificando estructuras, cuestión muy de moda hoy día, seguramente necesario, pero entonces tenemos un problema dentro que no nos deja ver, a veces, lo que sucede o se necesita fuera.

Y para curar se necesita amar, pero para amar hay que conocer y conocerse, cómo me van a amar si nunca he compartido, ni me he abierto ni he amado. Qué fácil decirlo y qué difícil llevarlo a cabo.

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