A todos nos atrae lo bello, lo hermoso, lo perfecto. Cuando salimos al campo admiramos la belleza de un paisaje en el esplendor de la primavera, en el ocaso del otoño o en el rigor del invierno. Nos quedamos pasmados de la hermosura de una flor, del agua que mana de una fuente.
Si estamos en la ciudad y vamos a un museo
nos maravillamos ante la pericia del artista que ha sabido plasmar tan admirablemente el color, la forma, la luz, las dimensiones en sus pinturas. Lo mismo nos ocurre al entrar en una catedral, o en cualquier edificio construido por arquitectos ingeniosos tanto si son antiguos como modernos. Lo bello nos atrae.
Pero lo bello es frágil, efímero, no es eterno. En algunas cosas lo es más que en otras pero nada dura por siempre. Esto nos produce una cierta nostalgia. Quisiéramos que las cosas bonitas perduraran.
Solamente Dios es eterno como reza el salmo 89: “Desde siempre y por siempre tú eres Dios”. Y en él radica toda la belleza. Se dice de Jesús: “Tú eres el más bello de los hijos de los hombres”. Es bien cierto, pero este Hijo de hombre fue triturado y en la destrucción de su cuerpo apareció la gran belleza del amor, lo único que perdurará para siempre.
Texto: Hna. María Nuria Gaza.