una cosa son las revoluciones y otra los revolucinarios Algo más sobre los diez años de Francisco

preguntarnos y examinar también cómo hemos reaccionado nosotros ante esa pequeña revolución jesuánica de Francisco

Ha sido una buena idea dedicar un tiempito a los diez años de Francisco. Ha surgido así una serie de reflexiones, positivas y negativas, que ayudan a hacerse una idea más global, al saber cómo perciben otros una serie de datos que, a lo mejor, yo percibo de manera algo distinta.

Pero quizás falta algo importante en esta conmemoración: preguntarnos y examinar también cómo hemos reaccionado nosotros ante esa pequeña revolución jesuánica de Francisco. ¿Por qué? Pues porque la historia que es maestra de la vida, enseña que, aunque las revoluciones pueden ser algo magnífico y necesario, los seres humanos solemos ser bastante malos revolucionarios: primero porque preferimos exigir más que colaborar, y además porque a los dos días, ya estamos peleándonos entre nosotros.

Por eso nos encontramos con que, hasta hoy, todas las revoluciones han fracasado en buena o mediana parte, aunque todas aportaron algo pero, por debajo de lo que de ellas se esperaba. Nombres como Lenin o Stalin, Pancho Villa o Madero o Carranza, Danton o Marat o Robespierre, Daniel Ortega…, no son hoy admirados con gratitud sino simplemente citados como información. Y cuando se les veneró no fue por aclamación popular sino por imposición autoritaria (guardo el testimonio de una comunista atea que volvió a plantearse el tema de la fe cuando visitó el mausoleo de Lenin en Rusia, y compendió que eso de la superstición no es cosa exclusiva de la religión, sino típica del ser humano). Ahí está también mi amigo Lutero, que tenía más razón que un santo, pero que lo hizo bastante mal. Y el revolucionario que parece más admirado y que más ha conseguido es aquel Jesús de Nazaret que fracasó de la manera más ostentosa: tanto que ni sus mismos seguidores parecen creer que el suyo sea el camino a seguir.

Simplificando un poco, toda revolución tiene una doble tentación:

a) conseguir lo que busca, de manera autoritaria e impositiva mucho más que por convencimiento y por aclamación democrática. Dando pie así a que se las acuse de “vuelta de la tortilla”, más que de manjar nuevo.

Y b) concebir la revolución como una realización inmediata de todos mis deseos, olvidando que nada exige más sacrificio que una auténtica revolución. Lo que antes llamé exigir más que colaborar.

Me preguntaron el otro día si temo que haya un cisma en la Iglesia de hoy. Respondí que no creo que haya cisma, pero que el peligro es real. Y ese peligro no viene de la derecha eclesial (que, por mucha ayuda económica que le venga de EEUU, bastante en evidencia está quedando la pobre), viene de que los mismos revolucionarios no serán capaces de entenderse entre sí.

Un ejemplo puede ser el entusiasmo con que hace poco invocábamos la palabra “sinodalidad” (camino conjunto de todos) y hoy hemos visto iglesias que parecen concebir la sinodalidad como “camino conjunto de los míos y yo” nada más. Y no digo esto como crítica a nadie, sino para que comprendamos aquello de Jesús: que la senda que conduce a las revoluciones es una senda estrecha y escarpada, no una autopista de cuatro carriles.

Reconozco que, dada mi edad (89) solo puede quedarme una vidita muy corta: suelo decir que estoy ya en la sala de embarque del aeropuerto esperando que llegue una azafata, que conecten unos ordenadores y comiencen a llamarnos por filas, o por edades, por condición física o cuidado de niños pequeños… Y mientras llega mi momento me entretengo haciendo alguna llamada o enviando algún guasap. Reconozco que hay dos o tres cambios concretos que mucho me gustaría ver antes de partir, pero acepto que, si yo no los veo, tampoco pasa nada.

Comprendo que muchos que hayan leído hasta aquí tendrán unas ganas enormes de decirme: “cállate de una vez viejo imbécil”. Y respondo (creo que con cariño): “no temas hermano, que en diez líneas me callo”. Pero, a lo mejor, dentro de 25 años podríamos volver a hablar de esto. Y déjame insistir en el consejo de autoexamen que di al principio.

Solo un minuto más para una postdata, dirigida sobre todo a los historiadores de la Iglesia: sería muy bueno que en adelante la historia de la Iglesia sea un verdadero “lugar teológico” y no una mera colección memorística de papas, concilios, herejías y fechas. Que se estudie la vida interna de cada época eclesial y no solo los sucesos externos que tuvieron lugar en ella. Creo que eso tiene un gran poder formador.

Bye bye.

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