El hecho religioso en María Zambrano

AVISO: este artículo es largo y denso. Apareció hace cosa de un mes en la revista catalana de teología y en la Revista latinoamericana de EL Salvador... Pero me ha parecido que una autora tan buena como ella merece quedarse no solo en papeles sino también en la nube. Si un lector se cansa puede mirar solo los subtítulos

El libro de esta gran autora, El hombre y lo divino, puede ser una de las puertas de acceso al hecho religioso en nuestra sociedad secular. El libro tiene, a mi modo de ver, páginas de gran valor antropológico. Pero quizá una de sus primeras frases: “una cultura depende de la calidad de sus dioses” (p. 27) llevó sin querer a la autora a un estudio prolijo y hoy poco interesante de los dioses griegos, precisamente desde su aprecio a la cultura helena.  Aunque se pueda justificar así la aparición de la tragedia por la insuficiencia de esos dioses griegos[1], no sé si esa prolijidad por un tema secundario, ha hecho olvidar otras páginas bien valiosas que quisiera recuperar y recorrer en este comentario. Por otro lado, ella misma reconoce en el prólogo a la segunda edición (1973) que ese es el título que mejor convendría a toda su obra.

La sistematización en capítulos de estas reflexiones es mía y no del libro de Zambrano.

 I.- AUTOTRASCENDENCIA DEL SER HUMANO

Zambrano parece intuir que hay una cierta dimensión de lo real que hoy llamaríamos mistérica y ella prefiere llamar divina, y otra compleja dimensión del ser humano que parece corresponderse (o relacionarse) de algún modo con esa de lo real. De ahí le brota la pregunta:

¿Por qué ha habido siempre dioses, de diverso tipo ciertamente pero, al fin, dioses?... Y la respuesta le parece clara: Todo atestigua que la vida humana ha sentido siempre estar ante algo, bajo algo más bien…: la presencia inexorable de una estancia superior a nuestra vida que encubre la realidad y que no nos es visible (31).

La formulación me parece bien precisa en su intencionada vaguedad: “algo” que no nos es accesible, pero que nos hace sentirnos como bajo una presencia que es ineludible y que, además, parece encubrir la realidad. ¿Por qué si no, esa tendencia a hablar del hado, el destino, “la suerte”? Eso la lleva a matizar que:

Los dioses han sido, pueden haber sido, inventados, pero no la matriz de donde han surgido un día, no ese fondo último de la realidad que ha sido pensado después como ens realissimum (32). Y más adelante aún reforzará esa afirmación: la estancia de lo sagrado, de donde salen las formas llamadas dioses, no se manifiesta un día u otro; es consustancial con la vida humana (235).

Esa matriz o fondo último le revela al hombre algo que parece elemental pero es decisivo: su no divinidad. Es inevitable recordar al Zaratustra de Nietzsche clamando “si hubiera Dios ¿cómo podría soportar el no serlo yo?”, cuando leemos que: es su propia impotencia de ser Dios la que se le presenta y representa, objetivada bajo un nombre que designa tan solo la realidad que él no puede eludir (24). Y no puede eludirla porque eso es el hombre con su carga, con la carga de padecer su propia trascendencia (387).

¡Qué bien dicho eso de padecer la propia trascendencia! Ineludible e inaccesible. Pero esa impotencia le revela al hombre una complicada dialéctica de su propio ser: por un lado, ante lo divino (el hombre) queda inerme (24). Por otro lado: el hombre -ser escondido- anhela salir de sí y lo teme… Y de aquello de que no puede escapar, espera (32).

Inerme y esperante. Esa última reacción doble (de esperar cuando no se puede escapar, y de anhelar y temer trascender), me parece una buena fenomenología de lo hondo de la primera religiosidad humana. Donde Lucrecio había escrito “timor fecit deos”, Zambrano parece ir un poco más allá: no es el simple temor a amenazas exteriores sino el profundo y secreto temor del hombre a sí mismo.  Por eso puede concluir que: la aparición de un dios representa el final de un largo período de oscuridad y padecimientos (34). Y cree además posible universalizar esta conclusión: en el mundo oriental, donde quiera que volvamos la vista, vemos al hombre vuelto a lo divino: en India, Irán, Caldea y Egipto, la vida del hombre sobre la tierra aspiraba a ser copia del cielo (98-99).

Esta descripción que acabo de resumir con los dos vocablos “inerme y esperante”, me parece tan exacta que no resulta difícil reencontrarla encarnada en dos características de nuestra cultura hodierna. Una más moderna y otra más postmoderna:

 a.- Por un lado, la experiencia de la subjetividad. Ser sujeto significa algo así como ser el centro y dueño de todo (la realidad se convierte en un “objeto” para mí). Pero resulta que ese presunto sujeto no tiene nada de único: son miles de millones los que pretenden ser únicos: inermes ante lo inviable de la propia subjetividad.

 b.- Por otro lado, nuestra dura experiencia actual con la pandemia de la covid, puede ser descrita con esa expresión de “esperar cuando no se puede escapar” y de “temor a trascenderse”. El ser humano se debate así entre su fragilidad y su poder, sin lograr avenirse bien con esas dos cualidades. ¿Cómo no íbamos a esperar entonces?

Algunas consecuencias:

Esta antropología radical permite después una cierta fenomenología del existente humano. Los rasgos que más destaca Zambrano me parecen ser:

La pregunta.- “Me había convertido en una gran pregunta para mí mismo”, reconoció Agustín de Hipona en su “Confesiones”. Y uno recuerda esa frase cuando lee:

La aparición de los dioses significa la posibilidad de la pregunta, de una pregunta ciertamente no filosófica todavía, pero sin la cual la filosofía no podría haberse formulado… La aparición de lo más humano del hombre: el preguntar… La angustiada pregunta sobre la propia vida humana (35). La soledad primera que da origen al pensamiento es la soledad del hombre que se da cuenta de la imparidad de su destino y de su “ser”: de que nadie hay que pueda responder a lo que precisa saber (299).

Y Zambrano parece adivinar que esa pregunta lleva a la clásica distinción entre algo sagrado y algo profano, como dos dimensiones que, a la vez, luchan, pero se buscan y se necesitan.    

La distinción sagrado-profano: Lo sagrado y lo profano son las dos especies de realidad: una es la incierta, contradictoria, múltiple realidad inmediata con la cual la vida humana tiene que habérselas; el lugar de su lucha y de su dominio. El orbe sagrado es donde se decidirá esta lucha (42-43).

Y esa doble especie de realidad acuña la dimensión “trágica” de la existencia humana, que parece ser también condición de su libertad: los dioses griegos crearon, en mayor proporción que ningunos otros, el espacio de la soledad humana. Dejaron al hombre libre por dejarlo desamparado. El Olimpo con su esplendor, prepara la soledad humana (59)…

¡Qué bien dicha la última frase! Pero no se trata solo de los dioses griegos. Como ya insinué, ellos son solo un ejemplo de la tragedia que es vivir humanamente (251). De hecho, más adelante hablará nuestra autora de (una) destrucción que se alimenta de sí, como si fuese la liberación de una oculta fuente de energía y que remeda así a la pureza activa y creadora, su contrario. Tal es la ambivalencia de lo sagrado (279). Y tal es también la ambivalencia constante del ser humano: todo un sueño, emancipación del subterráneo temor de tenerlo todo, de la avidez que siempre teme perder su presa (392).

En conclusión, Zambrano describe al hombre como un ser “remitido”, sin que pueda apresar suficientemente el termino de esa referencia. Pero esa referencia constitutiva permite comprender la aparición de “lo divino”. E introduce otro discutible (e imprescindible) elemento de la intuición de lo divino: el sacrificio.

El sacrificio: Zambrano sostiene que el hecho de que los dioses aparezcan estuvo ligado siempre con la acción del sacrificio (41).Es dios, o hace oficio de Dios, aquello a que se sacrifica (303).  El sacrificio deja de ser un acto de culto (gratuito por tanto) para convertirse en una manera de “comprarse a Dios”.[2] Quizá valga la pena evocar ahora tantas prácticas pseudocatólicas que intentaban sustituir la confianza, por una seguridad mecánica que garantizaba la salvación eterna: primeros viernes, primeros sábados, tres avemarías…

Y Zambrano descubrirá una secreta presencia del sacrificio en nuestra sociedad que se proclama no religiosa: si antaño, por la falta de sentido de la historia, el “sacrificio” parecía orientarse a lo más inmediato o a recuperar supuestos paraísos perdidos, hoy no desaparece como sacrificio pero puede ofrecerse más al futuro: en el pasado perdido y el futuro a crear, resplandece la sed y el ansia de una vida divina sin dejar de ser humana, una vida divina que el hombre parece haber tenido siempre como modelo previo (308).

Por eso, explicará nuestra autora: no hay sacrificio que el hombre de hoy deje de ofrecer al futuro. No hay sacrificio que, hundiendo tal vez sus raíces en otros motivos, no quede justificado, legitimado en nombre del futuro (304). El futuro, dios desconocido, se comporta como una deidad que exige implacablemente y sin saciarse que le sea entregado el fruto que va a madurar, el grano logrado, ese instante de calma, la paz de una hora (304).

De ahí a la poesía y a la filosofía.- La autora recurre aquí al vocablo griego apeirôn (75)[3] que puede dar lugar a la poesía: Convertir el delirio en razón, sin abolirlo, es el logro de la poesía (355). Pero un logro otra vez insuficiente, quepronto fue sustituido por la filosofía: porque filosófico es el preguntar y poético el hallazgo (73). El apeirôn es así sustituido por el uno de Parménides, segunda revelación alcanzada por la filosofía (75)…

Y nuestra autora parece sugerir que:

Con la pregunta filosófica el hombre se ha decidido a asumir su puesto en el mundo frente a los dioses, que antes de que se llegara a ese instante habían sido sus inspiradores: inspiradores de lo mismo que les había de superar (62). Y les había de superarporque: Nada hay que separe más a los hombres… que la diferencia nacida del dios a quien se sirve (82), comentará agudamente Zambrano.

Se trata ahora de descubrir al final el ser que hace ser (79). Pero tampoco acaba todo con la filosofía.

II.- “ILUSTRACIÓN”: NECESARIA E INSUFICIENTE

Con la filosofía, Aristóteles realizó una verdadera revolución, similar a la que supuso la llamada “Ilustración” en nuestro s. XVIII: pensarlo todo por sí mismo, humanamente, sin “inspiración” ni servidumbre a los dioses, sin compromiso de “salvar el alma”, sin más compromiso que el de llevar la pretensión del conocimiento a su plenitud (95)…

Esa revolución no fue fácil. Pero fue fecunda porque parece que: la suerte de la razón del vencido es convertirse en semilla que germina en la tierra del vencedor. La semilla, toda semilla ¿no está vencida cuando es enterrada? Y cuando revive de entre los muertos, donde se la arrojó, es porque se ha vencido enteramente a si misma (90).

Efectivamente,la razón aristotélica parece sufrir el mismo proceso descrito en la parábola jesuánica del grano de trigo, y esto ayuda a comprender el mérito que tuvo en su época la admiración y la opción de Tomás de Aquino por Aristóteles. Mérito que tampoco podrá ser perenne (como parecía pensar una parte de la teología escolástica sucesora de Tomás) porque Zambrano sabe también que la razón solo triunfa (como acaba de decir) cuando se ha vencido enteramente a sí misma (90). La razón que no se ha vencido a sí misma degenera en esos racionalismos que solemos desautorizar como “escolásticas”.

En cualquier caso, fue Aristóteles quien ganó en esta lucha (122). Y extrañamente, ese nuevo saber, la filosofía, llegó a descubrir, a “develar” la idea de Dios -y tuvo su mártir en Sócrates- (96). Tanto que: después, dioses, lo que se dice dioses, no podía haberlos. Solo el dios de Plotino será “más dios” que el de Aristóteles (122).

Pero esa victoria no es, no puede ser, definitiva. Porque, como ya se ha insinuado antes, las formas de lo divino se sienten en la ausencia y a lo más se entrevén (128). La misma razón es consciente de esto, y sabe que el darles forma permanente en una materia es para retenerlas en algo que, por fuerza, las encubre a la vez (128).

Incluso, ya antes de abordar el tema de Dios, la experiencia humana es que la visión perfecta jamás se logra y cuando vemos algo plenamente es algo cuya presencia no es plena… Y cuando la mirada encuentra al fin algo que responde a su demanda de ver enteramente, y a la necesidad de una pura y total presencia, es fugitivo y solamente dado en insinuación, en presentimiento (128).

Fugitivo y solo presentido. Así son los objetos de las pretendidas plenitudes humanas: por un lado afán de apresar pero, por el otro, temor de verse apresado por aquello que se escapa siempre. Y de estos dos ámbitos, temor de ser visto, ansia de ver, que definen la condición humana, es el temor quien primero proporciona el ámbito para el dios de la visión y de la inteligencia (129).

Dando ahora un paso más, estos dos ámbitos le permiten a Zambrano una primera comparación entre los dioses griegos y el Dios de Israel que ella formula así:

El hombre en Grecia no podía entrar en sí mismo; llevado por el afán de visión se exteriorizaba, se buscaba fuera de sí y creía solo encontrarse cuando, al fin, podía verse en el mundo inteligible, como una idea transparente al fin a la mirada (130).

En cambio: es el Dios de Israel quien hizo sentir en grado máximo al hombre el temor de ser visto, el afán de esconderse (129). Pero también: es Él quien, a través de Cristo, hace salir al hombre de sí, ofreciendo a la visión divina lo más oscuro y recóndito, el centro de su ser (130).

Sobre lo del Dios de Israel, recordemos la confesión de Sartre en “Los caminos de la libertad”, como razón de su ateísmo: Dios era como “un ojo que le mira”: una mirada incómoda de la que no podía escapar. Había quemado sin querer una alfombra y, cuando trataba de ocultar el desaguisado, se sintió mirado y censurado por Dios. Una mirada que nunca fue vivida por Sartre como la mirada cariñosa de unos padres que esperan que su niño hará bien las cosas y, por eso, es una mirada estimulante. Siempre fue vivida como la mirada de policía controlador. Si como expresa en Huis clos, la mirada al otro siempre es un juicio ¿qué será cuando esa sea la mirada de Dios a nosotros?[4]

En cualquier caso, ante esa humana dialéctica no resuelta del mirar y el ser mirado, poseer y ser poseído, tiene que concluir Zambrano que: la soledad humana sigue desamparada en la luz cuando no ha podido deshacer la resistencia, el ansia infinita contenida en toda vida…. Algo en la condición humana se resiste a esta luz del pensamiento, algo pasivamente resiste a esa actualidad de la inteligencia (131).

“Soledad desamparada”: recordemos que el Dios de Aristóteles no puede tener amigos ni amar, porque esto le haría dependiente del objeto amado. Parece entonces lógica la conclusión de nuestra autora: El dios de Aristóteles atraía hacia si todas las cosas “como el objeto de la voluntad y del deseo mueve sin ser movido por ellos”, mueve sin ser movido. Y bajo él, la esperanza más inconfesable de todas las que mueven el corazón del hombre quedaba sin respuesta: la esperanza entre todas, de ser visto, ser amado, mover a dios. El “Motor inmóvil” no respondía, ni siquiera podía permitir al hombre expresar esa su esperanza última y su primer anhelo oculto en la oscuridad de su corazón (132). De ahí también la insuficiencia de la filosofía por necesaria e imprescindible que sea: El dios de la filosofía no es quién sino qué (396).

No sé si Zambrano se consideraba o no cristiana. A veces habla con tanto respeto que uno tiende a pensar que sí. Pero, en este caso, su cristianismo quedaría demasiado inmerso en aquel pobre catolicismo hispano de los años cuarenta. Digo esto porque las dos citas anteriores parecen estar reclamando una referencia a la enseñanza de la primera carta de Juan con su canto a Dios como “Luz y Amor” a la vez: al amor que nos mira y la luz que nos permite ver. Tanto que la misma autora concluye con esta especie de lamento: Y aún todavía el amor, ese movimiento el más esencial de todos los que padece la vida humana… no será amor enteramente si eso que se mueve no logra al fin mover. Si es que no hay un Dios que sea movido por el hombre (132-33).

Pero ese Dios que, pese a su diafanidad total, llega a “ser movido por el hombre” es precisamente el que anuncia alborozada la primera carta de Juan, como “la gran palabra de la vida” (cf. 1 Jn, 1,2). Es pues lógico que el lector se quede esperando alguna referencia de este tipo. De hecho, Zambrano, aunque parece concluir aquí que eso sería la definición primaria y más amplia de lo divino: lo irreductible a lo humano (136), añade no obstante en otro momento: la intimidad era el don que trajo el cristianismo al abrir en el interior del hombre una perspectiva infinita (241).

Pero esa será una referencia posterior. Si nos atenemos a lo expuesto hasta aquí, parece que eso puede llevar, lógicamente, a las reflexiones siguientes de nuestra autora que intentaré exponer ahora en un tercer capítulo: un dios así tiene que morir. De hecho, hoy son muchos los teólogos que han intentado mostrar que la llamada “muerte de Dios” es un fenómeno que afecta propiamente a la idea general de Dios, no al Dios cristiano[5].

III.- MUERTE DE DIOS

Al ateísmo satisfecho de nuestra era, Zambrano parece decirle estas dos cosas: negar a Dios no significa que no exista; solo significa un cambio de nuestra relación con Él. Por tanto, lo que el hombre, moderno proclama es simplemente que de Dios ha perdido la idea, o que la rechaza. Nada más (385).

En primer lugar, pues: No se libra el hombre de ciertas “cosas” cuando han desaparecido, menos aún cuando es él mismo quien ha logrado hacerlas desaparecer... Así eso que se oculta en la palabra casi impronunciable hoy: Dios.

Y en segundo lugar: No es exacto decir que la relación con ciertas cosas quede intacta cuando las negamos, más bien sucede que la relación cambia de signo y se intensifica hasta tal punto que, cuanto más fuera de nuestro horizonte quede el objeto, más amplia, profunda, es nuestra relación con él, hasta invadir el área entera de nuestra vida… (134).

De hecho, podemos proclamar la muerte de Dios pero, por ejemplo: la creencia de tener un alma no es, ni mucho menos, ingenua, primaria. Por el contrario, todos los investigadores del mundo primitivo nos muestran una gran riqueza de creencias, integrantes de lo que se ha llamado animismo (271).

Paradójicamente, la muerte de Dios hace a Dios más presente que nunca en lo que algunos llaman nuestra “situación de orfandad”, palabra que siempre designa no una mera inexistencia sino una pérdida[6]: la ausencia, el vacío de Dios podemos sentirlo bajo dos formas que parecen diferentes a simple vista: la forma intelectual del ateísmo, y la angustia, la anonadadora irrealidad que envuelve al hombre cuando Dios ha muerto (135).

Por otro lado, la muerte de Dios no comienza con Nietzsche: está ya gestándose en el llamado “deísmo”, que afirmaba la existencia de Dios, por razones meramente lógicas, pero niega cualquier preocupación de Dios por este mundo (lo que en otros lugares califiqué meramente como el dios “explicación”, que no tiene nada que ver con el Dios “comunicación”). Ese deísmo tampoco es originario del s. XVIII con Voltaire y demás. Ya antes de ellos, había afirmado el poeta latino Lucrecio: en el caso de que haya dioses no se preocupan para nada del hombre...: el mundo estaba vacío y los átomos no podían poblarlo (141)…

El ateísmo es así: unarespuesta de la desolación humana y, en el caso de Lucrecio, el reproche del hombre ante lo inaccesible de los dioses (144)[7]. Es por tanto una declaración desesperada…, en realidad más negadora del hombre que de los dioses… Si Lucrecio no se hubiera suicidado, su vida hubiera tenido una significación suicida como la tiene la de tantos hombres que no han consumado el gesto suicida (142)…

Pero, aunque no se consume el gesto suicida, se comprenden tanto la afirmación de A. Camus (“el único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio”[8]), como la reacción desesperada de Nietzsche afirmando que, muerto Dios, o logramos construir el superhombre o nos convertiremos en los últimos hombres. Porque: que el hombre sienta perder su ser, y convertirse lentamente en imagen de nada, en eco sin voz, en espejo de una oquedad (143) no es precisamente una buena noticia.

Me permito llamar la atención sobre la hondura de las tres caracterizaciones: imagen… de nada, eco… sin voz, espejo… de un vacío. “El sueño de una sombra” había escrito Píndaro en su Pitias. “Una pasión inútil” confirmó Sartre 25 siglos después.

Por eso, concluye Zambrano: “Dios ha muerto” es la frase en que Nietzsche enuncia y profetiza la tragedia de nuestra época. Para sentirlo así es preciso creer en él y aún más, amarlo. Pues solo el amor descubre la muerte (147)… Un grito nacido, como todos, de las entrañas; pero éste nacido de las entrañas de la verdad última de la condición humana (148). Y profiere su grito (Dios ha muerto) esperando quizá absorber a Dios dentro de sí… Desesperación de seguir soportando la inaccesibilidad de lo divino (150)…

 Y aquí es donde, por fin, aparece la alusión al amor que antes echábamos de menos: no todavía el Amor como buena noticia de Dios, pero sí como suprema aspiración humana: Solo se entiende plenamente el “Dios ha muerto” cuando es el Dios del amor quien muere, pues solo muere en verdad lo que se ama, solo ello entra en la muerte: lo demás solo desaparece (145). Aunque esa constatación tiene también su versión contrapuesta: pues “lo que se ama” muere a veces no por la experiencia de su ausencia sino por la necesidad nuestra de hacerlo propio: la necesidad que exige matar a lo que se ama y, aún más, lo que se adora, es un afán de poderío con la avidez de absorber lo que oculta dentro (145).

Una vez escuché explicar a Alfonso Comín, al regreso de una reunión en Italia de los “cristianos por el socialismo” en la década de los setenta, que un militante comunista del Este (quizá Checoslovaquia o Hungría) le había dicho: “yo no creo en Dios pero le amo mucho”. No se trata de una banalidad, dicha quizás como mera “captatio benevolentiae”. Es más bien una afirmación de la verdadera situación del ser humano ante Lo Divino: no es un tema que se pueda abordar desde una afirmación o negación (o duda) de su existencia sino que, antes de eso, reclama del hombre una clara toma de postura sobre su acogida o rechazo, aceptación o negación de eso que luego llamaremos Dios.

En conclusión pues: a Dios, podemos matarlo… mas solo en nosotros (152). Por eso cree Zambrano que el ateísmo es: el producto de una acción sagrada entre todas que es la acción de destruir a Dios. Y esa sacralidad del acto es la que acaba dejando como una oquedad que termina en el delirio del superhombre (153). Y esto, aunque sea una acción realizada en forma tal que parece solamente la enunciación de una verdad consabida (139).

IV.- ANTROPOLOGIA CONSIGUIENTE

La muerte de Dios y la búsqueda del superhombre, en cierto modo consiguiente a ella, enriquecen nuestra concepción del ser humano, con algunos rasgos que Zambrano expone ahora con más detalle.

Hambre de Absoluto.- En las páginas que siguen, Zambrano no parará de dar vueltas a esa visión del ser humano como “pasión de Dios” o como hambre de Absoluto. Cree incluso que: el papel de algunas [religiones] parece haber sido el de contener esta tendencia espontánea del corazón humano, ese apetito de hacerse divino que el hombre tiene y que una y otra vez surge, aun de los desengaños más atroces, como un fuego inextinguible.  Anhelo de deificación que llega, como todos los anhelos profundos, a ser delirio. Mas, entre todos los anhelos, este de ser divino o llegar a lo divino bien puede ser el más hondo, el más irrenunciable (153)...

No especifica la autora cuáles son esas religiones ni cómo intentan contener esa tendencia, la más honda y más incontrolable del corazón humano. Es lógico pensar en todas las advertencias orientales contra la mentira del ego, o en las luchas bíblicas contra toda clase de idolatrías o en la noción de “sumisión” que traduce la palabra “islam”. En cualquier caso se destaca aquí un papel de las religiones que la tendencia antirreligiosa actual tiende a desconocer: la religión como factor de moderación, precisamente porque solo Dios es Dios.

Sea como sea, Zambrano parece afirmar que esa tendencia al absoluto se halla tan presente en toda la historia humana, que la verdadera historia del hombre sería, más que la de sus logros, la de sus ensueños y desvaríos, la historia de sus persistentes delirios (153-54). Y en definitiva: la claridad que arroja el delirio del superhombre nietzscheano alumbra la historia del hombre occidental en su secreto, íntimo fondo (154)… Por eso hará un inciso sobre el hombre europeo que expondré en el próximo capítulo. Ahora atendamos más al anhelo de deificación del ser humano.

Un sector del cristianismo, apoyándose en la idea filosófica de “naturaleza” ha intentado recordarle al ser humano que tiene sus límites y que, en todo caso, la superación de esos límites puede ser fruto de un don y una promesa, pero nunca de una mera decisión humana: la idea de “naturaleza humana” acuñada por los estoicos, que el cristianismo aceptó, venía a consolidar en el pensamiento lo que la persona de Cristo al bajar a la tierra: que el hombre tenía un ser posible, en términos religiosos: “redimible”… Así el ansia de ser que el hombre padece quedó aplacada durante un cierto período: el hombre podía traspasar, sin anularla, su humana condición por la santidad o más allá… en la vida eterna (154).

“Aplacada el ansia humana”, pero solo relativamente aplacada. Hay una paradoja antropológica fundamental, que deriva de la experiencia de todos: aquello que más necesita el ser humano para ser él, ha de recibirlo de fuera y como un don, de lo contrario ya no le realiza. El amor puede ser el ejemplo más repetido de esta condición nuestra: solo sacia el amor recibido gratuitamente, no el impuesto a la fuerza (si es que esto fuera posible). El ansia se aplaca al comprender que no puedo arrebatar aquello que más necesito. Pero la necesidad continúa.

Y eso explica el nuevo rasgo de esta antropología: el carácter no ya necesitado sino “pordiosero” (a la vez que algo poderoso) del ser humano: ningún ensueño ni delirio sobre el propio ser se explicaría si el hombre no fuera un pordiosero: un inteligente que puede y sabe pedir (156).

Esa paradoja del “mendigo que sabe pedir”, marca buena parte de la historia de las religiones: satisfacción, contentamiento de ser, como el mendigo que al final ha recibido lo que pide, pero solo lo conservará si lo sigue pidiendo, es el contentamiento esencial de toda la Edad Media… y más en el amor “platónico” que en nada (157). Y como conclusión: la mendicidad procede de que el hombre siente el no-ser dentro de sí, ya que su vida elemental es avidez (158)… Pero ¡atención!: La pobreza, la indigencia humana ha sido sentida por el hombre; mas no reconocida (158).

“Sentida, mas no reconocida”: el hecho religioso puede ayudar a ese reconocimiento, precisamente porque puede ofrecerle una esperanza: el ser del hombre (a partir de los estoicos hasta Descartes) advino como consecuencia -reflejo- de la respuesta del Ser en general (162).

Desde el lado opuesto, la otra respuesta a esa contradicción humana es el intento de Tierno Galván (que Zambrano ya no conoció) de una “instalación tranquila en la finitud”. Tierno proclamó expresamente varias veces que él no era ateo. Pero su agnosticismo no era simplemente el del que “no sabe” sino el del que “no necesita saber”, porque vive perfectamente instalado en su finitud: de ahí precisamente su rechazo rotundo de Nietzsche, como el que dinamita esa instalación tranquila. Aunque me temo que, los años posteriores, han dado más acogida a la ambición de Nietzsche que a la modestia de Tierno Galván[9].

El error del superhombre.- La misma historia humana parece ser, a la vez, el reflejo y el teatro de esas oscilaciones: primero, frente a Hegel…: la precariedad e indigencia del ser mismo del hombre (otra vez el mendigo frente a Dios), mas cargado con el fardo de una culpa en Kierkegaard (164.65). Luego, en cambio, la continuación “lógica” del idealismo ávido de deificación en el superhombre de Nietzsche (165). Aquí cita nuestra autora a Cervantes, a Pascal, al Manifiesto de Marx-Engels… hombres todos sin evidencia de su humanidad (165, hasta culminar en el Segismundo de Calderón, cifra y compendio del hombre: príncipe y mendigo, hombre sin más (165). Por ser príncipe y mendigo puede decir Calderón que “el mayor delito del hombre es haber nacido”.

Pero sigamos mirando a la historia: sin conciencia de ello, sin caer en la cuenta del nombre ni aun del hecho mismo en lo que tenía de extraordinario, el “idealismo” dibujó la figura del superhombre… Y la réplica fue el superhombre de Nietzsche. Recuperación de lo divino, en todo aquello que la idea de Dios y, más aún, de lo divino definido por la filosofía, había dejado atrás, oculto… El superhombre es el dios nacido de las humanas entrañas (167). Es el intento de recuperar lo divino, precisamente cuando Dios ha muerto.

La angustia.- Pero ese intento, que es el verdadero origen de la tragedia, está condenado al fracaso y solo puede llevar a la angustia. La página que parece balance de todo este proceso descrito, tiene pinceladas de innegable fuerza:

El hombre, prisión de lo divino, un carcelero que al fin lo deja escapar en la libertad del sueño… El superhombre del idealismo era el resultado de la instalación del hombre en el plano del espíritu. Pronto le llegaría la angustia…  Largo tiempo había venido preparándola en ese largo camino de la implacable destrucción de la filosofía y sus ideas límites: bien y mal. Toda su obra [de Nietzsche] después de El origen de la tragedia, fue el proceso de desarraigo del hombre de todo lo humano (168)…

Y desde aquí, el comprensible anhelo último del pensamiento filosófico parece haber sido situar al hombre, al ser que padece por su solo ser (“el delito de haber nacido”), en un lugar a salvo del sufrimiento, sea la impasibilidad de los estoicos o la “vida contemplativa” de Aristóteles y Plotino… Tarea muy difícil porque por ser libertad, el sujeto propuesto por el idealismo trasciende lo humano… Hubiera sido natural que hubiese aceptado la libertad trágica de un Kierkegaard o de un Unamuno. Pero la tragedia de la libertad, o la libertad vivida trágicamente, requiere un alguien a quien ofrecérsela (169).

Y un ejemplo o síntesis global muestra la dificultad de esta tarea, que evoca fácilmente el viejo mito de Sísifo: Sócrates padeció por ayudar a que naciese el hombre. Nietzsche, en el otro polo del crecimiento y desarrollo de “lo humano” (cuando ese hombre nacido de las manos de Sócrates había alcanzado todo lo que podía exigir), contendió con él: no era la criatura esperada (169). Pero no por fallo de Sócrates, sino porque nunca nada será lo esperado: “todos queremos más y más y más, y mucho más”…

Bien y mal.- Al llegar a este callejón sin salida, Zambrano parece encontrar una que me recuerda mucho la entrevista póstuma de J. P. Sartre en “Le Nouvel Observateur”, en la cual, desde el descubrimiento de la dimensión ética como constitutiva del ser humano, rechazaba alguna de sus posturas anteriores y agradecía al judaísmo como el que había aportado al género humano ese tesoro de humanidad. Zambrano parece ser aún más radical que Sartre en esta observación: ser humano lleva consigo el bien y el mal, significa partir con una carga, gravado por el mal y obligado al bien. Ser humano es ser culpable, como la sabiduría trágica lo ha sabido siempre (170)…

Precisamente por eso, Nietzsche va contra lo humano de Cristo (171)… El círculo mágico del eterno retorno aprisionó a esta criatura que no podía renunciar al tiempo ni querer la eternidad. La vida que podía ser apurada en un solo instante, para no dejar de ser vida, tenía que seguir desplegándose en el tiempo… El superhombre, rectificación del proyecto en que el hombre de Occidente decidió su ser, no se hundió lo bastante en el oscuro seno de la vida primaria de lo sagrado (172)…

La prisión del “eterno retorno”: es sabido cómo esa expresión aterrorizaba a Nietzsche. Aquí se estrelló el alemán: porque todas esas experiencias humanas en las que parece paladearse aquello que una vieja película francesa cantaba como “un gout d’éternité”, acaban remitiendo cruelmente al hombre a la que parece más insuperable de todas sus dimensiones: la temporalidad: todo lo humano había sido destruido implacablemente menos el tiempo. Y por eso: el superhombre ha sido el último delirio nacido de las entrañas del rey-mendigo, del inocente-culpable que no puede dejar la carga del tiempo, resistencia implacable que la vida humana opone a todo delirio de deificación (173).

Es lógico que, después de este recorrido, Zambrano se sienta llevada a reflexionar un poco sobre el hombre europeo.

V.- A MODO DE PARÉNTESIS: EL HOMBRE EUROPEO

Creo que pueden sistematizarse así las pinceladas que traza nuestra autora:

Individualismo y racionalismo.- El hombre europeo individualista aun sin saberlo -individualista de corazón- entendía como razón su propia y personal razón (191). Y más adelante: Parménides presenta la unidad de identidad, en oposición a la unidad de armonía de los contrarios de Heráclito (204).

Esta descripción tajante parece indicar que no es el racionalismo la raíz del individualismo europeo (pues es un individualismo "de corazón”) sino más bien al revés: el individualismo busca refugiarse en la presunta universalidad de la razón. Aunque pueda pensarse que ese individualismo es una deformación de la valoración cristiana del individuo (única en el campo de las cosmovisiones humanas), el hecho es que esa deformación, que parece iniciarse con el Renacimiento y la Modernidad, acaba deformando la presunta universalidad de la razón (a la que apelaba el joven Marx contra la religión).

El hecho es que hay algo en la vida humana insobornable ante cualquier ensueño de la razón. Ese fondo último del humano vivir que se llaman las entrañas y que son la sede del padecer…, padecer sin tregua  por el hecho simple de estar vivo, que no puede reducirse a razón (197). Precisamente por eso, al reducirse el conocimiento a la razón solamente, se redujo también eso tan sagrado, que es el contacto inicial del hombre con la realidad, a un modo único: el de la conciencia (191).

El contacto inicial del hombre con la realidad no comienza por la razón: esta debe acudir después para tratar de ordenar la complejidad de ese contacto. Cuando no sucede así: la descalificación racionalista del sentir, lo confinó a la mera subjetividad descalificándolo como proceso creador o captador de objetividad (216).

Moral de la pasión.- El ser mismo es por esencia pasión (192)...De ahí parece nacer la historia para nuestra autora. Y por eso: la moral cristiana tendría que ser… moral de la pasión y no de la impasibilidad… (193). Efectivamente, contra determinadas apologías de la ataraxia (de tipo más estoico o más oriental), he sostenido otras veces que lo típico del cristianismo no es arrancar o suprimir la sensibilidad sino transformarla. Desde aquí resulta menos extraño que nuestra autora se sienta llamada a añadir, a esta caracterización del hombre europeo, unas reflexiones sobre la piedad.

La piedad.- “Piedad es el saber tratar adecuadamente con lo otro”. Pensemos: cuando hablamos de piedad siempre se refiere al trato de algo o alguien que no está en nuestro mismo plano vital: un dios, un animal, una planta, un ser humano enfermo… (203). El individuo no es el todo ni el individualismo es la verdad total: la inspiración ha de arrebatar en el instante en que es recibida, pero exige después una delicada medida, un saber tratar con ella como sucede con todo aquello que estando en nosotros no nos pertenece… Cuando se presenta recuerda lo que no sabía (212).Y, precisamente por eso, la tragedia tenía como motivo las situaciones más extremas de la vida humana, cuya codificación no es posible (222).

Pero la piedad necesita encontrar en nosotros una base de desprendimiento, de salida de sí. Por eso: El estoicismo muestra la única filosofía que lleva consigo la piedad ya humanizada hasta esa última forma que es la tolerancia (215). Quizás también por eso, el estoicismo supuso históricamente una enorme interpelación para el cristianismo naciente que, por un lado, quería ir más allá de él pero, por otro lado, no podía prescindir de él. Quizá por todo esto, finalmente, “tolerancia” y “diálogo” son eslóganes (tareas) nacidas precisamente en el mundo europeo.

Y la piedad tampoco es una fórmula mágica. Como todo lo humano, también ella puede degradarse. Quizá por eso, toda verdadera religión conserva como centro un misterio en que subsiste el misterio primero, y un actuar humano adecuado que reproduce estas acciones sagradas (208). Porque nada hay más grave que una piedad resentida y que una piedad sirviendo de vehículo al resentimiento, de vehículo y de máscara (202). Una vieja lección que quizá no hemos aprendido todavía en el cristianismo, a pesar de mil experiencias concretas: que nada atemoriza tanto a la vieja piedad como la piedad nueva. Y parece inevitable que quien es su portador no perezca a manos de los seguidores de la piedad antigua… En este crimen, realizado en el dominio de lo sagrado, se asienta -por el sacrificio- el nacimiento de la piedad nueva (213).

Superados todos estos obstáculos, quizá quepa como conclusión que: Razón y fe, que habían surgido distantes y al parecer contendientes, llegaron a unirse en una armonía casi perfecta (199).

No quisiera cerrar este capítulo sin destacar lo que me parece ser el carácter profundamente femenino de todas estas reflexiones, y no porque ahora esté de moda homenajear a las mujeres para parecer progre. Al revés: soy quizá demasiado consciente de que aquello que es más elevado entraña más riesgos; y me he cansado de citar el viejo proverbio latino: “corruptio optimi pessima”. Y creo que Zambrano es mucho más consciente de esto que algunas presuntas (y fatuas) feministas actuales que más que servir a la causa de la mujer parecen servirse de ella.. 

En cualquier caso (y cerrando el paréntesis europeo), es lógico que la piedad nos lleve a otro rasgo de esa antropología enriquecida que antes intentamos exponer. Vamos allá.

VI.- EL AMOR

El amor…junto con Dios es, a la vez, la más grandiosa y la más ambigua y manipulable de todas las palabras humanas. Por eso comienza Zambrano recordándonos que el amor ha de resignarse por fin a ser confundido con la multitud de los sentimientos o de los instintos, si no acepta ese lugar oscuro de la libido, o ser tratado como una enfermedad secreta de la que habría que liberarse (256)…

Pero, pese a esa ambigüedad, se hace necesario recuperarlo. Porque  cuando el amor no tiene espacio para su trascender y cuando no informa la vida humana que le ha rechazado en ese movimiento de querer liberarse de lo divino al mismo tiempo que quiere absorberlo dentro de sí, entonces una némesis parece presidir el destino de los hombres (260).

Fijémonos en la doble amenaza: el hombre puede matar el amor no solo cuando intenta liberarse de lo divino sino también cuando quiere absorberlo dentro de sí. En este sentido, la afirmación de Dios puede ser tan “pecadora” como su rechazo: porque en ambos casos puede negar ese espacio de trascendencia que constituye al ser humano, ese espacio al que calificamos como libertad y que no es más que una posibilidad: un ser posible que no puede realizarse falto del amor que engendra… Bajo esa luz la vida humana descubría el espacio infinito de una libertad real. La libertad que el amor otorga a sus esclavos (256). Esto la llevará a concluir taxativamente más adelante: La hermandad como la castidad son proféticas (347).

En este sentido, y en un cierto salto lírico, interpreta Zambrano la frase de la literatura órfica: “en el principio era la noche”. Porque es en esa oscuridad donde el amor encuentra su auténtico misterio (262). Y así puede concluir: el amor es potencia anterior al mundo que vemos, y ha estado en la metamorfosis primera de la cadena de las metamorfosis visibles e invisibles que marcan la formación del universo (263).

Así podemos llegar a lo que me parece más hondo de la antropología de este libro: la contradicción humana que transparenta la pasión, residuo divino en el hombre que, por eso, es también demoníaco: extraño al hombre, no a su medida y, sin embargo, su ser mismo: extraño-entrañable. Otro aspecto de la ambigüedad característica del amor, no ya de ser divino y demoníaco a la vez, sino de ser extraño al hombre y, a la vez, lo más entrañable (265).

Divino y demoníaco, ajeno y a su medida, extraño y entrañable. Simple creatura y más que creatura (“imagen y semejanza de Dios” dicho ahora bíblicamente). Hasta aquí parece llevarnos la reflexión sobre el hombre y lo divino. Y Zambrano se entretiene describiendo algunas de esas contradicciones que nos constituyen:

- Esta metamorfosis que convierte la enajenación en identidad (269).

-  Necesidad-libertad… categorías supremas del vivir humano. El amor será mediador entre ellas: en la libertad hará sentir un poco de la necesidad y en la necesidad introducirá la libertad. El amor siempre es trascendente (272)…

-  Es el amor el que descubre la realidad y la inanidad de las cosas, el que descubre el no-ser y aun la nada… Y todo el que lleva en sí una brizna de este amor descubre algún día el vacío de las cosas y en ellas, porque toda cosa y todo ser que conocemos aspira a más de lo que realmente es (273). No sé ya si fue Blondel quien escribió que “todo ser es como una plegaria al Ser”. Y para terminar:

-  El amor consigue no una disminución sino una desaparición de esa gravedad que, cuando él no existe, es sustento de la moral… (276). Como si estuviera citando la vieja norma de Agustín de Hipona: ama y haz lo que quieras[10].

Es casi inevitable terminar este capítulo invitando a una reflexión sobre el amor y su dialéctica: su capacidad de realización humana, tanto en el darlo como en el recibirlo. Y esa bipolaridad entre el deseo y el respeto, en la que el respeto no mata al deseo pero lo transforma. Por eso puede comentar nuestra autora que en la vida humana, conversión ha de ser siempre transformación, metamorfosis, quizá transfiguración. Es decir, ascensión en la escala de las formas, ganando modos más altos de ser (281). Porque, curiosamente, la misma definición parece convenirles (“avidez de lo otro”) a esta pareja de contrarios que son la envidia y el amor (282).

Y aquí surge el otro polo (¡que tampoco podía faltar!) en la dialéctica del amor: la envidia. Que parece más obligatorio en este comentario, porque (con razón o sin ella) Zambrano no deja de advertir de que hay… un pueblo tan azotado por el mal sagrado de la envidia, como es el español… (291). Y uno no deja de pensar que quizás iría bien leer esa sola frase a los políticos de la España actual[11].

Frente al mundo exterior creemos vivir dentro de unos límites, nos sentimos defendidos; frente al semejante nos sentimos al descubierto, como inmersos en un medio homogéneo de donde emergemos a la vez (286). La envidia convierte al semejante en el otro (289). No resulta difícil redescubrir aquí lo que antes decíamos sobre la subjetividad humana: ante el mundo exterior somos sujetos, ante el semejante sentimos amenazada nuestra condición de sujetos y de ahí brota la envidia.

De lo cual se sigue que: o el amor transforma nuestra subjetividad, o el hombre acaba siendo “un lobo para el hombre”, según la expresión ya consagrada de Plauto, que reactualizó Hobbes. Por eso, y ante esa amenaza destructiva: saber sacrificar y sacrificarse es la suprema sabiduría de hombre, a quien no basta, por lo visto, la misericordia concedida por el Dios revelado, pues él se forja un dios que no perdona, al que presta diversas máscaras…: el futuro y el estado (305). Por ello también, ante ese futuro que nunca llegará y ante ese estado que rompe la comunión y la comunidad en vez de crearlas, el pensamiento ha de comenzar su acción liberadora contra tales dioses insaciables (305).

Nótese cómo hay aquí una recuperación de la Ilustración (de que antes hablamos) pero no como una ilustración individualista, sino como una Ilustración solidaria.

 Y podrían servir como resumen y conclusión estas palabras: estas son las propias esperanzas humanas, incluida la esperanza suprema y casi siempre oculta de que nuestra vida, sin dejar de ser vida y nuestra, tenga los caracteres que le faltan y que son contradictorios. Identidad, realización total y completa, realidad total (302). Esa nuestra vida humana, sentida por su protagonista como incompleta y fragmentaria (306).

Las páginas finales que nos quedan tienen más bien un mero carácter de apéndices y ya no me parecen tan necesarios. Pero al menos quisiera retomar un existencial que hasta ahora casi no ha aparecido en nuestras reflexiones.

VII.- LA TEMPORALIDAD

Zambrano ha vivido en una época marcada por el impacto heideggeriano de “El ser y el tiempo”. Quizá por eso sus reflexiones finales parecen apuntar a una redención de la aporía final heideggeriana. Recordemos que es también la época en que O. Cullman publica unas de sus obras más famosas: “Cristo y el tiempo”.

Creo incluso que es por esa línea de la temporalidad por donde más cercana parece Zambrano a la visión cristiana del hombre y lo divino. Eso parece sugerir la preciosa declaración de:el tiempo, humanizador de lo divino (330), que evoca la frase asombrada de los primeros cristianos sobre la encarnación de Dios: “¡el Eterno se ha hecho temporal!”. Y que deja en el aire la pregunta por un complemento de esa declaración: “¿el tiempo divinizador de lo humano?”

Nuestra temporalidad: esa extraña dialéctica que parece reflejarse en todas nuestras páginas anteriores: por un lado esa sensación como de eternidad y definitividad que parece encerrar todo presente. Y por otro lado el desmentido de esa promesa ante la fugacidad de todo presente, y que lleva a esa divinización del futuro al que se sacrifica todo, y que antes hemos comentado.

El dios de la filosofía no es quién sino qué, -lo que no ha dejado de ser una maravilla, una humana maravilla- mas no es el dios, señor amigo y adversario, el que abandona (396). Donde la frase final alude al libro de Job y pudo aludir también a la cuarta palabra de Cristo en la cruz, que procede ya de los salmos: “Dios mío ¿por qué me has abandonado?”.

Por eso, quizá debemos concluir estas reflexiones con una larga cita:

El cristianismo ofreció desde el primer momentola conversión de la caverna temporal. El hombre interior de san Pablo que, por obra de Cristo, nace desde lo más hondo de la interioridad y, al nacer, transforma todo el tiempo en eternidad y aun la carne tiene su promesa de resurrección. El cristiano no ha de abandonar propiamente nada, pues al nacer en Cristo y por Cristo, arrasa y transforma su entera condición. Ser cristiano es entrar en sí mismo, entrar en Cristo que yace en cada uno de los hombres. Despertar en Él, nacer en Él (303).

CONCLUSIÓN PERSONAL

En resumen, creo que Zambrano ha vivido con hondura y ha reflexionado sobre esa paradoja del ser humano tantas veces encontrada: rey y mendigo, inocente y culpable, pordiosero y poderoso, finito y con algo de infinito… Esa dialéctica parece marcar toda nuestra historia y todas nuestras conductas. Y parece abrir la puerta de acceso a lo que se llama “el hecho religioso”. Esta me parece ser la intuición fundamental de la obra.

Leída casi setenta años después y con la inevitable evolución (y globalización) de las culturas se le pueden sugerir dos complementos a esta pequeña obra, quizás demasiado pronto olvidada: uno vendría desde nuestro Oriente y el otro desde nuestro occidente latinoamericano.

1.- Es una lástima que Zambrano no conociera (o no comente) los Upanisads, añadidos como comentario a los poemas védicos de la India. Porque en ellos habría encontrado (con lenguaje muy distinto del nuestro) esa misma extraña dialéctica entre trascendencia y no trascendencia que parece atravesar su obra. Ese sencillo mantra: “atman-Brahman” que se ha generalizado hoy entre nosotros con la expresión de la “advaita” (no dualidad), pero que en Occidente falsificamos: porque se trata precisamente de una “no dualidad dual”. Pero que es muy recuperable para el Occidente cristiano, desde una teología del Espíritu Santo.

2.- Si miramos ahora a nuestro Occidente latinoamericano y a la llamada teología de la liberación, esa misma dialéctica antropológica pasa de lo individual a lo social. Y entonces, resuenan más aquí los armónicos y los acordes bíblicos, con su base en la idea de “pueblo”, pero pueblo “de Dios”. Si Oriente empalmaría más con las reflexiones de Zambrano sobre la libertad, América Latina se reencontraría enseguida en lo que antes hemos expuesto sobre el amor. Amor y Libertad que en “lo divino” se identifican plenamente y en el hombre parecen oponerse equivocadamente.

Otra vez lo más alto en lo más bajo: “no hay más que dos absolutos: Dios y los pobres”, es el balance que queda de la teología de la liberación y que puede ser leído como otra forma de advaita: de no-dualidad en lo más dual.

                                                    *     *     *    *

[1] El pensamiento filosófico y la afirmación de la persona humana contenida en la tragedia, denuncia la insuficiencia de los dioses (61.62). N.B. Todas las frases en cursiva de este artículo son citas literales de esta obra. Cito la edición del FCE, México 1986. Los capítulos finales de esta obra fueron añadidos a la segunda edición (1973): eran escritos guardados que, según Zambrano, aguardaban el momento oportuno de ser entregados a un posible lector (9).

[2] Remito a los especialistas del Antiguo Testamente la pregunta de si en Israel (con el tema de las primicias) el sacrificio intenta ser más bien una expresión simbólica de que todo lo humano es don de Dios y que, conscientes de eso intentamos, agradecidos, devolverle algo de ese don. Aunque fuera así, parece que pronto pierde ese significado, cuando salmos y profetas hacen gritar a Yahvé aquello de “no necesito tus sacrificios. Si tuviera hambre no te lo diría” etc.

[3] Sin límites, sin nombre sin explicación…

[4] Puede ayudar a comprender todo esto, aquella figura de Dios como un triángulo con un ojo en el centro, que yo todavía conocí en mi infancia.

[5] Valga como único ejemplo la magna obra de J. Moingt Dios que viene al hombre, sobre todo en el primero de sus tres tomos, que es el filosófico y que significativamente se titula: “Del duelo al desvelamiento de Dios”.

[6] Vale la pena releer, y no olvidar nunca, el famoso discurso que Jean Paul pone en boca de Cristo muerto, desde el más-allá: “no he encontrado ningún Dios”. Con la consecuencia: “somos todos huérfanos: vosotros y yo”. Lo expuse y comenté en el primer capítulo de “Fe en Dios y construcción de la historia”. Y en otro lugar, dialogando con el amigo J. Riechman subrayé que la palabra orfandad implica necesariamente la “pérdida” de algo; no la mera ausencia de aquello que nunca existió (ver el Cuaderno 209 de Cristianismo y Justicia: “¡Despertemos!”).

[7] Cabría objetar que el ateísmo puede ser también, no una respuesta de la desolación, sino un rechazo del orgullo humano. Pero esta hipótesis apenas la considera nuestra autora, como no sea en la actitud de “absorber a Dios dentro de sí”, que citaré ahora mismo.

[8] Al comienzo mismo de “El mito de Sísifo”.

 [9] E. Tierno Galván, Qué es ser agnóstico. El autor, que se quejó de pocas respuestas cristianas a su propuesta, intentaba reconducir las aspiraciones humanas a una “utopía de la finitud”: arreglar la finitud sin pretender superarla. Pero parece como si ese arreglo de la finitud resultara insuficiente, o demasiado difícil, o demasiado caro por los precios que exige.

[10] A la que en otro lugar añadí este matiz que hoy me parece necesario: no digas que amas para poder hacer lo que te dé la gana…

[11] Sin pretender que hay “hechos diferenciales” que nos liberan de ese azote. Por supuesto que hay hechos diferenciales; pero las diferencias no van por ahí.

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