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"Que no se atrevan a hacer ningún fraude"
Es eso lo que San Benito pide a los monjes, cuando en el capítulo 57 de la Regla (que trata sobre los artesanos del monasterio), nos pone en guardia para que en la venta de los productos no nos guiemos por la avaricia, la codicia y el fraude, tan frecuente en el mundo de la política y de los negocios.
San Benito nos pide que tengamos cuidado para no caer en el deseo innato de poseer, de acumular y de ganar más y más (y no de una manera honesta) ya que aquí se encuentra la raíz de la avaricia y de la codicia. Es tan importante esta cuestión, que San Benito insiste así en este capítulo: “Si se ha de vender alguno de los trabajos de los artesanos, que aquellos por las manos de los cuales ha de pasar, que no se atrevan a hacer ningún fraude” (RB 57:4). Y también en el mismo capítulo: “Que en los precios no se infiltre el mal de la avaricia” (RB 57:7). Y para que los monjes vivamos honradamente, sin caer en el vicio del amor al dinero, en el capítulo 4 de la Regla, cuando San Benito nos da unos “instrumentos de las buenas obras”, nos manda “no robar” (RB 4,5), ya que la base de la avaricia se encuentra en el hurto, en la capacidad de robar.
San Benito, que conocía el interior del hombre, sabía que en nuestro corazón todos tenemos aquel deseo desordenado que nos lleva a acumular y a querer tener más que los demás. Y no precisamente por caminos basados en la honestidad, el trabajo y la rectitud, sino todo al contrario: por medios fraudulentos, con trampas y con mentiras.
¿No es eso lo que está pasando desde ya hace mucho tiempo en algunos políticos y hombres de negocios? El último caso conocido ha sido el del rey emérito, debido a su instinto malsano de acaparar y de poseer de una manera desordenada y por medios deshonestos. Y para más inri, en una persona que no es ni mucho menos mileurista.
Y es que cuando el corazón está vacío de sentimientos, el hombre lo llena del deseo de la riqueza. Ya nos lo advierte la Primera Carta de San Juan, cuando condena “la ostentación de la riqueza” (1 Jn 2:16), como también el Salmo 9, cuando aborrece al impío que “se gloria de sus ambiciones”, el que vive “ávido de dinero” y el que actúa “lleno de maledicencias, de engaños”, y el que disimula “conjuros y maleficios” (Ps 9:3,7). La Palabra de Dios también denuncia a “los amigos de malas artes”, así como a “los mentirosos”, al “hombre falso”, a aquellos que tienen unos labios donde “no hay sinceridad”, a los que “guardan en el corazón la intriga”, ya que “debajo de su lengua hay un sepulcro abierto” (Ps 5).
El jesuita Anthony de Mello, en su precioso libro, “La oración de la rana 2”, cuenta que un avaro enterró todo su oro al pie de un árbol, en su jardín. Cada semana lo desenterraba y lo contemplaba durante horas. Pero un buen día llegó un ladrón, desenterró el oro y se lo llevó. Cuando el avaro fue a contemplar su tesoro, todo lo que encontró fue un agujero vacío. El hombre comenzó a gritar de dolor, y tanto gritaba, que sus vecinos fueron corriendo para preguntarle qué le pasaba. Y cuando lo explicó, uno de ellos le preguntó: “¿Hacías servir el oro para alguna cosa?”. “No”, respondió el avaro. “Solo me lo miraba cada semana”. Su vecino le contestó: “Bien. Por el mismo precio puedes continuar viniendo cada semana y contemplar el agujero”. Y Anthony de Mello concluye así: “Cuando un millonario muere y la gente pregunta: '¿Cuánto debe haber dejado?', la respuesta, naturalmente, es: 'Todo'. Aunque la respuesta también puede ser: 'No ha dejado nada. Le ha sido tomado'”. Como dice también Anthony de Mello, “cuando el pájaro hace el nido en el bosque no ocupa más que una rama. Cuando el ciervo sacia su sed en el río, no bebe más que lo que le cabe en la tripa. Solo nosotros acumulamos cosas y más cosas porque tenemos el corazón vacío”.
Si tenemos en cuenta la pobreza presente en tantas familias, ¿no es un insulto y una inmoralidad el saqueo que el rey emérito y algunos políticos han hecho, con el único objetivo de enriquecerse ilícitamente?
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