"Pasados 40 años, la iglesia se encuentra dirigida por un clero envejecido y, lo que es peor, bastante desilusionado" Juan José Omella, presidente de la Conferencia Episcopal: Retomar el camino, tras cuarenta años

Omella saluda a Osoro en presencia de Blázquez y Cañizares
Omella saluda a Osoro en presencia de Blázquez y Cañizares

En torno a los años 80 del siglo pasado, esa complejidad del nuevo despliegue eclesial se fue cortando y deteniendo, no  sólo por problemas internos de la misma Iglesia española, sino por la mano “superior” del Papa Juan Pablo II (y más tarde de Benedicto XVI) que no veían con agrado la nueva “deriva” del cristianismo hispano

España sigue vinculada a la Iglesia, pero de un modo muy distinto, pues, aunque un 70% de su población se declare católica de origen, ha perdido (o puede perder de hecho), con mucha rapidez su identidad cristiana

Omella tiene que volver al pueblo-real, desde la experiencia y tarea del evangelio

(Settimana News).- El pasado 3 de Marzo, el Card. J. J. Omella, arzobispo de Barcelona, ha sido elegido Presidente de la CEE (=Conferencia Episcopal Española), con el Card. C. Osoro, arzobispo de Madrid, como Vicepresidente. Este nombramiento marca el fin y fracaso de cuarenta años de Iglesia “parada”, más centrada en la conservación de su poder tradicional (social) que en la transformación evangélica de su identidad y de su misión como anuncio, fermento y anticipo del Reino de Dios. 

Ha sido una elección lógica tras el fracaso del modelo anterior y ha estado impulsada por los cambios que ha venido introduciendo el Papa Francisco, con el nombramiento de nuevos obispos, y en especial con la llegada del nuevo Nuncio, Mons. B. Auza, impulsor de la dinámica misionera que el Papa está promoviendo en el conjunto de la Iglesia. Así lo han entendido la mayoría de los medios de comunicación (católicos o no), que hablan de una  derrota del ala más tradicional del episcopado, representada por Mons. J. Sanz, arzobispo de Oviedo, defensor de la visión y táctica eclesial del Cardenal  A. M. Rouco, arzobispo emérito de Madrid, que había dominado la marcha de la iglesia española en estos últimos cuatro decenios.

Hace cuarenta años (en 1980) la Iglesia española se encontraba en un momento de gran creatividad y esperanza. Pero ese mismo año, tras la elección del Juan Pablo II (1978), fue cesado el nuncio Mons. L. Dadaglio (1967-1980), a quien el Papa Montini había confiado el encargo de “modernizar” la iglesia española, para adecuarla a la nueva dinámica del Vaticano II (1963-1965). Dadaglio había cumplido su cometido de un modo elegante y respetuoso, pero firme, acompañado por el Card. E. Tarancón, arzobispo de Madrid (1971-1983), que fue presidente de la CEE de 1971 a 1981.

Eran años gloriosos de renovación evangélica para la Iglesia que se estaba adaptando con mucho realismo y gran generosidad evangélica a las nuevas circunstancias sociales, políticas y religiosas del catolicismo postconciliar, en una línea de libertad e impulso evangélico, como puedo testificar de un modo personal por mi colaboración docente.

La Iglesia de España era un ejemplo y esperanza para el conjunto del mundo católico, con una dinámica muy viva, a pesar de sus grandes contrastes interiores, llena de creatividad,  con una gran presencia misionera, no sólo en América Latina, sino en todo el mundo.

Sus “jóvenes” pensadores como J. M. González Ruiz y J. M. Castillo, L. Alonso Schokel y J-L. Sicre, J. I. González Faus y A. T. Queiruga, J. M. Rovira Belloso y J. Rius Camps, J. M. Velasco e I. Ellacuría, J. Sobrino y O. G. de Cardedal… con otros muchos, estaban trazando una de las líneas teológicas más significativas del conjunto de la Iglesia.

Tradicionalismo vs renovación

Ciertamente, al lado de esa nueva dinámica, habían surgido en España, y tenían gran influjo en la Iglesia Universal, varios movimientos de tipo tradicional, a pesar de su aparente modernidad, como podían ser el Opus Dei, con las Comunidades Neocatecumenales, los Cursillos de Cristiandad y otros grupos de renovación ministerial y carismática.  La Iglesia de España era, sin duda, muy compleja, con elementos enfrentados, de tradicionalismo y de renovación, de búsqueda espiritual y de compromiso social, pero todo hacía presagiar que esa complejidad sería muy positiva y que haría posible el surgimiento y despliegue de un nuevo tipo de iglesia, adaptada, al mismo tiempo, a los principios evangélicos y a la nueva realidad social y cultural de España, en línea de diálogo y enriquecimiento mutuo, no de imposición de un grupo sobre otros.

Tarancón en la España de posguerra
Tarancón en la España de posguerra

Pues bien, a partir de ese momento, en torno a los años 80 del siglo pasado, esa complejidad del nuevo despliegue eclesial se fue cortando y deteniendo, no  sólo por problemas internos de la misma Iglesia española, sino por la mano “superior” del Papa Juan Pablo II (y más tarde de Benedicto XVI) que no veían con agrado la nueva “deriva” del cristianismo hispano, al que se acusó de promotor de la teología de la liberación, de apertura al secularismo, de abandono de los aspectos positivos del nacional catolicismo etc. En esa línea, con la sustitución de Mons. Dadaglio, con el nombramiento de nuevos nuncios al estilo de Juan Pablo II),   con la elección de obispos “restauradores”, entre lo que ha sobresalido en estos últimos 40 años el ya citado Card. J. M. Rouco, arzobispo de Madrid (a quien muchos han llamado el Papa de España), y con el intenso cambio cultural y religioso (algunos dice “anti-religioso) de la nueva sociedad, integrada ya plenamente en la modernidad (Unión Europea, liberalismo económico…),  la Iglesia española ha sufrido tres grandes transformaciones:

Transformación social

1. La más importante ha sido la transformación social. España había sociológica y políticamente católica”, a partir de la unidad política, impuesta desde finales del siglo XV, con un tipo de limpieza étnica, con la expulsión de los judíos y de los musulmanes, y la instauración del catolicismo como religión de Estado. Esa situación duró con variantes y crisis periódicas, que se fueron dando en el siglo XIX, para culminar en el “triunfo” del fascismo católico del General Franco (1936-1976). Esa España de identidad político-social católica se había formado a lo largo de cinco siglos de “reconquista” (del IX al XV d.C.) y de otros cinco siglos de triunfo de una visión (imposición) religiosa, con su identificación de sociedad e iglesia.

El triunfo del nacional-fascismo “católico” de Franco quiso eternizar ese tipo de sociedad, con una Iglesia de “cruzada”, aliada al “régimen”, queriendo aprovecharse de la situación que se le daba un gran poder, sin darse cuenta de que el tiempo estaba cambiando y de que el cristianismo tiene unas raíces y una esencia diferente, no en línea de control sacral de la sociedad, sino de servicio mesiánico Pues bien, lógicamente, con la caída de la dictadura de Franco (1975) y con la apertura a la ”modernidad social europea” (del capitalismo occidental), con los cambios económicos y culturales que ello implicaba, se produjo una rapidísima inversión de aquel proyecto social “católico”. Eso es algo que el Papa Juan Pablo II (desde su perspectiva polaca) y los nuevos obispos nombrados en su línea, no quisieron o no supieron entender, de manera que lo que podía haber sido una transición en libertad y radicalidad cristiana ha terminado convirtiéndose en un fracaso de conjunto.

Educación católica
Educación católica

Ciertamente, en un sentido, España sigue vinculada a la Iglesia, pero de un modo muy distinto, pues, aunque un 70% de su población se declare católica de origen, ha perdido (o puede perder de hecho), con mucha rapidez su identidad cristiana. Los españoles conscientes de su identidad y compromiso con el evangelio no llegan al 20%. La “derecha” política, que se dice heredera del catolicismo tradicional, interpreta el evangelio de un modo egoísta (adaptado a una visión del poder y de la economía  muy alejada del proyecto de Jesús). Por su parte, la “izquierda” política y social, con elementos fuertes de origen cristiano (evangélico), es muy anticlerical (y, en un sentido, antieclesial). Es evidente que el intento de restauración que se quiso imponer a partir del 1980 ha fracasado.

Transformación ministerial

2. Transformación “ministerial”, con pérdida de poder del “clero”. El año 1980 había en España un clero abundante, con ministros muy comprometidos en la tarea de la “nueva evangelización”, con una práctica masiva de los sacramentos (bautismo, eucaristía, matrimonio cristiano). Pues bien, pasados cuarenta años (2020), la iglesia se encuentra dirigida por un clero envejecido y, lo que es peor, bastante desilusionado, no sólo por la pérdida de poder social (¡cosa evidente!), sino por la falta de una “jerarquía” evangélicamente audaz, ilusionada con el proyecto de Jesús. Una parte considerable de la Iglesia institucional parece sentirse amenazada, y responde con una política de “resistencia”, de apego a su poder social y moral, e incluso económico. Ésta Iglesia tiene miedo de perder inmenso patrimonio cultural y social,  de manera que algunos han podido afirmar que un tipo de jerarquía católica es simplemente  una “clase” residual, un recuerdo del pasado.

Ciertamente, el clero no es la Iglesia, pero sin un clero con verdadero liderazgo moral, utópico y espiritual, con nueva creatividad, volviendo a Jesús, como quiso, por ejemplo, M. Legido (1935-2016),  y como quiere J. A. Pagola (*1937),  no puede hablarse de renovación de la Iglesia. En esa línea son muchos los que afirman que el clero español carece de verdadero liderazgo cultural y social,  religioso e intelectual, lo que puede significar que carece de verdadero futuro, a no ser que sepa renovarse desde dentro. Por su parte, las órdenes religiosas, antes muy activas, tienen dificultad en encontrar un lugar y tarea en el tejido social, dentro de un nuevo “mercado” religioso, donde por un lado triunfa un tipo de integrismo (fundamentalismo) musulmán o católico, y por otro corremos el riesgo de perder la más honda tradición cristiana en manos de las nuevas sectas o movimientos de espiritualismo light, de oriente u occidente. Hay mucha dificultad para “recrear” e impulsar vocaciones para los ministerios establecidos, en línea tradicional, de manera que la iglesia corre el riesgo de volverse una institución sin movimiento, una “reliquia” cultural y social de un pasado que no puede ya volver. Lógicamente, ella aparece en las estadísticas como una de las entidades menos valoradas de la sociedad.

El cardenal Osoro en la Jornada de la Sagrada Familia, el pasado domingo
El cardenal Osoro en la Jornada de la Sagrada Familia, el pasado domingo

Renovar la misión

3. A pesar de ello, esa Iglesia que ha elegido presidente de su CEE al Cardenal J. J. Omella, tiene una gran riqueza de fondo (de evangelio) y puede (debe) renovar su misión en la etapa que ahora empieza.  Esta iglesia conserva grandes valores sociales, culturales y religiosos, y en ese contexto debe valorarse  esa elección, en esta nueva etapa de iglesia que el Papa Francisco, llamado a renovar (rifare da capo, a capite en in membris), desde su raíz mesiánica. 

Los obispos de España han confiado en Omella, ofreciéndole  una autoridad y un encargo que él ha de interpretar y potenciar, a la luz del evangelio, en esta nueva realidad socio-política, cultural y económica de los diversos pueblos de España. Es significativo el hecho de que no venga del centro (Castilla, Madrid), sino de una periferia llena de problemas y posibilidades como es Cataluña, con gran preocupación por los excluidos de la sociedad, como pude comprobar, compartiendo con él hace tiempo unas jornadas de pastoral penitenciaria, al servicio de la justicia liberadora, y no vindicativa, que otros han venido defendiendo en España.

Omella es un obispo de comunión en un contexto en que muchos, incluso dentro de la misma iglesia, se muestran reacios a dialogar con los extraños y distintos, pues prefieren resolver los problemas por medio de un tipo de imposición jurídica, social y eclesial.

Él puede apoyarse en el fondo cristiano de gran parte de la sociedad, que no está manejada por propagandas de neoliberalismo económico, en una línea de puro consumo mercantil y en instituciones cristianas como  Caritas,   el signo más clarode una Iglesia que no quiere amentar su patrimonio económico y social (su prestigio, en línea de posesión), sino ponerlo al servicio gratuito de  los grupos menos favorecidos.

Junto  a Caritas,  la Iglesia de España otras muchas obras de tipo asistencial y promocional, de acogida a los emigrantes, de ayuda a los excluidos, y que así aparece como referencia básica  en el campo de la promoción de los derechos humanos  de la ayuda a los necesitados, con la defensa (testimonio) de los valores trascendentes de la vida, en la línea de Jesús, con el testimonio de la vida, como fermento de Reino y no como imposición social o política.

Rouco, junto a Reig, en el funeral del obispo de Zamora
Rouco, junto a Reig, en el funeral del obispo de Zamora Opinión de Zamora

Ciertamente, la iglesia no tiene ya el predominio cultural que antes tenía, pero ese dato puede acabar siendo positivo, pues durante finales del siglo XVII ella ha ejercido en ese campo un fuerte “monopolio”, utilizándolo a veces de un modo más impositivo que evangélico. Pues bien, perdido ese monopolio, ella puede y debe ganar un tipo de autoridad más alta, como portadora y adelantada de una cultura de interioridad y comunión, al servicio de la vida, sin más, y especialmente de la vida de los más pobres. En este momento, ella ha sido en gran parte “expulsada” de la nueva cultura oficial (ampliamente anticlerical), pero,  precisamente ahora, sin las sujeciones anteriores, la iglesia puede y debe ofrecer un nuevo y más hondo potencial de conocimiento y experiencia, en línea de libertad personal, de encuentro interhumano, de comunión de fe y de vida, desde experiencia e impulso del Espíritu de Cristo. 

En esa última línea, Iglesia de Mons. Omella ha de ser (ha de ofrecer) un proyecto de iluminación y transformación personal y social, en clave ya estrictamente religiosa, sin ningún tipo de imposición social, poniendo de relieve, sin ningún tipo de complejo o miedo, los valores de la trascendencia, del reconocimiento del misterio de la vida como don compartido, a partir de los pobres, los excluidos, emigrantes, encarcelados etc., conforme el ideal de Mt 25, 31-46, en un contexto en el que deben ponerse de relieve tres rasgos o momentos:

Fracaso del modelo de poder

(a) El punto de partida es el reconocimiento del “fracaso” o, mejor dicho, del agotamiento de una línea de identificación social en clave de poder, tal como se había impuesto hace cuarenta años con el modelo promovido por el Papa Juan Pablo II. Ha terminado un ciclo de “dominio canónico” (¿ontológico?) de la iglesia, que (especialmente en España) ha tendido a encerrarse y perpetuarse en su dinámica de supremacía religiosa, en una línea que muchos han entendido y sufrido como “dictadura eclesial”. Quizá, sin advertirlo, con la mejor intención, un tipo de iglesia, representada por algunos obispos y “pastores” de los últimos decenios, ha querido seguir siendo una “sociedad superior”, con poder para imponer su dictado (un tipo de protectorado moral) sobre el conjunto de la sociedad. Pues bien, ese tiempo de protectorado de Iglesia, en línea social, ha fracasado y terminado, de forma que J. J. Omella ha de sentirse totalmente libre para impulsar una nueva “iglesia en salida”, que se vacía de sí misma para volver, como Jesús y con Jesús, al mundo real de los pobres y expulsados, como sabe el himno de Flp 2, 6-11.

(b) En el centro de este proyecto está el reconocimiento claro de la autonomía real de la sociedad civil, que la Iglesia ha de aceptar con gran respeto, pero marcando, al mismo tiempo, su diferencia profética, no en clave de poder, sino de “fermento” de humanidad, desde el testimonio de Jesús. La Iglesia oficial ha vivido demasiado tiempo (¡casi un milenio!) vinculada al poder, con autoridad moral, cultural e incluso social sobre el conjunto del pueblo (con los valores y limitaciones que ese modelo tenía). Pues bien, ha llegado el momento de la normalización, es decir, del reconocimiento real de los “poderes sociales”, sin identificar el cristianismo con un modo de entender a “España” (como bien moral o religioso). Ha llegado el momento en que la Iglesia tiene que definirse por su propia experiencia y tarea mesiánica, en apertura radical a los más pobres, a los excluidos, en el plano de la experiencia orante, celebrativa, e incluso cultural y artística. En los últimos decenios, contagiada por el “mal social” de su entorno (eso que se ha llamado “las dos Españas”), la misma iglesia ha vivido polarizada entre intereses contrarios, de manera que se ha podido hablar, por un lado, de una Iglesia militante en la línea de un nacionalismo socio-político, y por otro lado, de una Iglesia liberadora, al servicio de los más pobres, en oposición al poder establecido. En ese contexto, en ciertos círculos del neo-nacional catolicismo hispano no ha caído bien el nombramiento de Omella, a quien se acusa de “separatista” (anti-español) porque viene de Cataluña, o porque se define simplemente como cristiano, abierto al diálogo con todos, sin apoyar de un modo religioso a la “causa” nacional española.

Vuelta a los valores del Evangelio

(c) El tercer rasgo, el más importante, es la vuelta a los valores del evangelio. Los diversos pueblos de España tienen una inmensa herencia de evangelio y de experiencia religiosa, que puede y debe ser recreada. En esa línea, por empezar desde antiguo, es valiosa no sólo la herencia de San Isidoro y los concilios de Toledo (siglos VI-VII), sino también el testimonio de los “cristianos mozárabes” que, de formas diversas, buscaron un tipo de identidad y presencia en medio de un entorno musulmán (siglo VIII-X). También se pueden recuperar en un sentido las voces de algunos cristianos (re-) conquistadores” (partidarios de un tipo de Cristo español), pero insistiendo, sobre todo, en las voces de los marginados, los conversos e iluminados cristianos (con los sufíes musulmanes y los cabalistas judíos…). En ese sentido es fundamental el testimonio de los neo-radicales evangélicos del siglo XVI (como Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, unidos ambos), con los contra-reformadores (como Ignacio de Loyola, actualizado en clave libertad cristiana). Por eso hay que leer con ojo “crítico”, es decir, con discernimiento activo, la historia de los misioneros americanos del XVI-XVIII, recuperando las voces de los críticos y disidentes, desde Bartolomé de las Casas hasta las reducciones jesuíticas o franciscanas, desde Argentina y Paraguay hasta el sur de los Estados Unidos…

Con esos valores, la iglesia del Card. Omella tiene que volver al pueblo-real, desde la experiencia y tarea del evangelio, dentro de una España (o españas en plural) que puede y debe ser ejemplar en línea de evangelio. En esa línea puede y debe entenderse, a mi juicio, su elección, después de 40 años de catolicismo fascista (franquista) al que han seguido otros 40 años de restauración impositiva en línea de recuperación fracasada del poder eclesial. En ese sentido, Mons. Omella puede conectar con los mejores elementos del espíritu eclesial de hace 40 años, cuando el nuncio Dadaglio, con Mons. Tarancón, y cientos y cientos de ministros eclesiales, de teólogos y cristianos de diverso tipo  buscaban y trazaban formas de nuevo cristianismo hispano.

Juan Pablo II y el cardenal Ratzinger
Juan Pablo II y el cardenal Ratzinger

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