En el oscuro océano de la desesperación,
de la sinrazón, de la indiferencia y de la miseria
que existe en nuestro mundo
se alza un grito desgarrador:
“Dios mío, Dios de la vida,
¿por qué nos has abandonado?”.
Y en el cruel silencio del sufrimiento
no escuchamos ninguna respuesta,
y no parece haber nadie para echar una mano,
para acompañar durante el desconsuelo,
para crear alternativas
que siembren semillas de esperanza.
Las personas más vulnerables y desprotegidas
están tiradas, heridas, narcotizadas, mutiladas
en las cunetas de los caminos de nuestra tierra.
No tienen muchas veces ni apariencia humana.
Y quienes les han empujado a este lastimoso estado
se ríen y se burlan de ellos diciéndoles:
“Si vuestro Dios es tan poderoso y tan bondadoso,
que venga ahora a salvaros,
si tanto os quiere, que os proteja”.
Y, aunque parezca increíble, muchas veces,
los hombres y las mujeres más despreciadas y excluidas
tienen su confianza depositada en ti,
siguen poniendo su esperanza en tus manos,
y así se sienten seguros como si estuvieran
todavía en el seno materno.
Cuando nos acercamos y escuchamos
sus experiencias, sus testimonios,
nos ayudan a recuperar la humanidad perdida,
la ternura y el compromiso,
iluminan de nuevo los sueños
de las futuras generaciones.
Solo contando sus vidas, sus luchas y esperanzas,
recordaremos sus nombres y sus rostros
para que no queden sepultados
bajo la amnesia y el polvo del olvido.