En el día de difuntos Morir a gusto

Morir a gusto
Morir a gusto

Pintar los muertos, rodearlos de música, flores y hasta champagne es una pasada a la que habitualmente están acostumbrados los estadounidenses.

La pobre mujer había pasado de especialista en especialista como un cojinete en una cadena de montaje.

 Esta sociedad, borracha de vida e inmediatez, no quiere saber de viejos, inútiles, minusválidos y, por supuesto, de muertos

Deberían educarnos, independientemente de nuestras creencias, a ver la muerte, incluso la nuestra, tan sencillamente como la caída de un telón o el despertar de un sueño, al estilo calderoniano

la persona, como siempre, lo que necesita es cariño, mano apretada, murmullo al oído, verdades completas, para que su tránsito sea consciente y dulce

Pintar los muertos, rodearlos de música, flores y hasta champagne es una pasada a la que habitualmente están acostumbrados los estadounidenses. El numerito que en este sentido presencié hace muchos años en la Wallace Funeral Home, una funeraria de un popular barrio neoyorquino, me quitó las ganas de rezar. Había maquillado al cadáver como una actriz de Hollywood y aquello se parecía más a un festejo de graduación que a un obituario. Un recuerdo que me viene a la memoria en este día de difuntos.

Sin embargo, la tecnificada sociedad made in USA es la que ha inventado la muerte anónima. Pocos días antes, durante mi trabajo en una parroquia de Manhattan, había asistido a una anciana que se moría sola en el piso veinticuatro de un modernísimo hospital. Sus queridos parientes la habían despostado allí como un mueble; los médicos le ensartaron en la muñeca una pulserita con un número de identificación, y la pobre mujer había pasado de especialista en especialista como un cojinete en una cadena de montaje.

A esto nos estamos acercando. Esta sociedad, borracha de vida e inmediatez, no quiere saber de viejos, inútiles, minusválidos y, por supuesto, de muertos. Ya casi nunca se muere en casa, con aquel ritual y aquella ungida espera como de ángeles que contienen la respiración. El nieto no ve morir al abuelo ni el hijo al padre. No hay tiempo. Hemos delegado en los especialistas, los sepultureros vestidos de verde de las UVI, los impolutos y despersonalizados tanatorios.

Y sin embargo, morir es tan natural como nacer. Deberían educarnos, independientemente de nuestras creencias, a ver la muerte, incluso la nuestra, tan sencillamente como la caída de un telón o el despertar de un sueño, al estilo calderoniano.

En este sentido comparto las tesis de Serwin Nuland. Hay que regresar a la comunicación con los enfermos, al médico de toda la vida, que es el que puede practicar esa forma de eutanasia “sensata” o pasiva, la ortodoxa, que es dejar morir tranquilamente a un ser humano sin someterle a encarnizamientos terapéuticos. Otro asunto más serio es inyectarle una inyección letal, sin saber si estamos rompiendo un proceso de crecimiento o aceptación interior.

En cualquier caso, como ante todo problema humano, la solución nunca vendrá de un tubo o un comprimido. En esos momentos, la experiencia da que la persona, como siempre, lo que necesita es cariño, mano apretada, murmullo al oído, verdades completas, para que su tránsito sea consciente y dulce. De ello se están ocupando ya admirables clínicas paliativas del dolor. Eso, como digo, independientemente de sus creencias. Porque, si la persona disfrutara de fe o incluso tiene certeza mística de su supervivencia, para lo cual solo hay que hundirse en la chispa que llevamos escondida en nuestro interior, la muerte en realidad no existiría y todo, hasta ese mismo hecho de morir, solo sería un proceso más de la misma vida.

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