Dios me quebró la pierna A mis 50 años de sacerdocio, pido una Iglesia plaza, no castillo

A mis 50 años de sacerdocio, pido una Iglesia plaza, no castillo
A mis 50 años de sacerdocio, pido una Iglesia plaza, no castillo

En este cincuenta aniversario de mi ordenación sacerdotal, quiero recordar que debo la luz como Ignacio a una pierna quebrada, una tuberculosis ósea en la cadera que me mantuvo escayolado e inmóvil

Siento el sacerdocio no solo como un servicio a los demás y al altar, sino sobre todo como una forma divina de administrar el sacramento de todas las cosas, del Dios en el que como dice San Pablo “nos movemos, existimos y somos”

Siempre en mis escritos he defendido una Iglesia como plaza del pueblo más que como castillo inexpugnable.

Como dice Isaías, “te he cogido de la mano” para dar luz, liberar de todas las cadenas, hacer justicia, para anunciar algo nuevo.

Creo que el tiempo no es más que un epifenómeno, la cáscara de la vida, pues ya vivimos, ya estamos, sin darnos cuenta en un ahora eterno. ¿El sentido de la vida? Recuperar lo que se significa en cada Eucaristía, nuestra auténtica naturaleza: el amor.

Ser sacerdote es ser elegido por Dios para ponernos en camino y dar fruto, como amigo, no como siervo, para “en todo amar y servir”. Por tanto, hoy más que nunca, doy gracias, como diría San Ignacio “por tanto bien recibido”

Mi plegaria cotidiana consiste en pedir a Dios que me permita estar despierto y con  ojos de niño bien abiertos en la transparencia de Dios de cada cosa, cada flor, cada amanecer, cada gesto, cada herida, cada fragilidad humana

Un momento de mi ordenación sacerdotal hace 50 años

Hace 50 años fui ordenado sacerdote por el obispo Ramón Echarren. Una efemérides llena de recuerdos que marcó mi vida y me llena de gratitud a Dios y a todas las personas que me han acompañado en esta maravillosa aventura. Hoy, junto a mi familia y hermanos de comunidad lo he recordado con esta homilía que os ofrezco, queridos amigos, para que os unáis en mi acción de gracias.

Pedrito, de bebé y con su primera sotana

HOMILÍA EN MIS 50 AÑOS DE SACERDOCIO

Celebramos este año el V centenario de la Conversión de San Ignacio, desde aquella herida que le cambió y ha arrojado tanta luz desde entonces en el mundo a través de nuestra Compañía. Salvando las distancias, en estos cincuenta aniversario de mi ordenación sacerdotal, quiero recordar que debo la luz también a una pierna quebrada, una tuberculosis ósea en la cadera que me mantuvo escayolado e inmóvil a mis seis años durante un año entero y luego más años hasta los once de edad, con sucesivos aparatos en la pierna, que impidieron arrancar a la vida como cualquier niño normal. Eso me permitió ver el mundo, los juegos, la familia, los acontecimientos como desde un balcón. Y también, como Ignacio, leer mucho: tebeos, aventuras y vidas de santos. De ahí, de ese distanciamiento, nació mi vocación a la Compañía de Jesús y al sacerdocio.

Invitación y recordatorio de primera misa

Junto a ese personal momento de mi enfermedad fueron siguiendo otros kairoi o momentos sagrados que han sido como teofanías, apariciones de Dios en mi vida: desde la fe de mi padres y mi hermanos a la ayuda en la congregación de los kostkas del inolvidable padre Joaquín Muzquiz,SJ  con sus Ejercicios Espirituales, y todos los formadores que me llevaron hasta el servicio a mis hermanos y el altar. Reinando sobre ellos la Virgen de la Congregación Mariana, a la que consagré mi juventud. Por eso siento la necesidad de recordar a mi paisano, maestro y amigo José María Pemán, que cantaba así a nuestra patrona:

Salve a ti, Madre nuestra / que tiendes tu mirada sobre el mar español,/ Cádiz pone en tus manos divinas / un rosario de gotas divinas,/ enhebradas en un rayo de sol.

Todo desde entonces ha sido para mí un sacramento: el mar de Cádiz, cuyo horizonte me llamaba a un más allá, los primeros versos, que me abrían a la creación, un misterio de belleza sin solución de continuidad con Dios, los encuentros, los amigos: Sobre todos mis abuelos, mi padres, Pedro y Margarita, mis hermanos, Margury, Ana, Migué Ángel y Ángeles, la gente que nos servía en casa y son también nuestra familia: Candelaria, Luisa, Antonio, Rosario, Larry, y los amigos de infancia, sobre todo Manolo Galindo.

Dando la comunión a mis padres

Y en la Compañía nombres inolvidables como Pedro Arrupe, un santo iluminado del que obtuve la gracia de recoger sus últimas palabras, el poeta padre Juan Bautista Bertrán, que me ayudó a que los superiores aceptaran mi afición a la pluma y la poesía, Antonio Blanch, Gómez Caffarena, y un sinfín más de compañeros y amigos, últimamente el añorado compañero de esta casa, Juan Bautista Boj, que ha sido para mí todo un ejemplo. Y desde luego todos los santos y grandes hombres que han cruzado por las páginas de mis biografías y novelas históricas.

 Siento el sacerdocio no solo como un servicio a los demás y al altar, sino sobre todo como una forma divina de administrar el sacramento de todas las cosas, del Dios en el que como dice San Pablo “nos movemos, existimos y somos”. En ese sentido sí me siento “pontífice” (fabricante de puentes). Creo que los puentes con todos, incluidos los ateos, agnósticos o diferentes, más que el cuidado de la ortodoxia o la  institución como “guardería de adultos”, son hoy más que nunca necesarios en la Iglesia. Siempre en mis escritos he defendido una Iglesia como plaza del pueblo más que como castillo inexpugnable.

Concelebración: Por la derecha: J.L.Martín Descalzo, R.de Andrés. J.B.Bertrán, Celebrante, J.Gafo, T.Zamarriego, etc.

Como dice el texto de Isaías de la primera lectura yo me siento elegido por el Dios que habita en todo: “te he cogido de la mano”, dice, para dar luz, liberar de todas las cadenas, hacer justicia, para anunciar algo nuevo. No puedo negar que muchas veces me he sentido también débil, quizás dormido, como tanta gente en este nuestro mundo de hoy por el fulgor de lo visible. Hasta que con San Juan de la Cruz llegué a la conclusión de que “por toda la fermosura / nunca yo me perderé / sino por un no sé qué / que se alcanza por ventura”. Ese más que habita en el corazón de todas las cosas.

Con mis padres y una sorprendente tarta

La sombra, la ternura, el cayado del Buen Pastor me ha mantenido desde mis debilidades en este camino, sin que nada me falte. Creo que el tiempo no es más que un epifenómeno, la cáscara de la vida, pues ya vivimos, ya estamos, sin darnos cuenta en un ahora eterno. ¿El sentido de la vida? Recuperar lo que se significa en cada Eucaristía, nuestra auténtica naturaleza:  como dice Juan, el amor. Nos hemos olvidado de que somos una chispa de un fuego eterno. El sentido de la vida es ese, es darnos cuenta de que somos amor: “Quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él”, un amor que impide el temor, el miedo. “¿Cómo no voy a ser optimista si creo en Dios? Los hermanos son para nosotros la mejor manifestación de ese Dios invisible que habita en todo. Por eso Jesús en su discurso de despedida nos dice: “Manteneos en ese amor que os tengo”. Ser sacerdote es ser elegido por Dios para ponernos en camino y dar fruto, como amigo, no como siervo, para “en todo amar y servir”. Por tanto, hoy más que nunca, doy gracias, como diría San Ignacio “por tanto bien recibido

Mi plegaria cotidiana consiste en pedir a Dios que me permita estar despierto y con  ojos de niño bien abiertos en la transparencia de Dios de cada cosa, cada flor, cada amanecer, cada gesto, cada herida cada fragilidad humana, señalando lo único que permanece más allá del tiempo: el amor. Desde la humildad escribí hace más de cuarenta años un sencillo poema oración que sigue siendo mi oración cotidiana:

SABERTE

Dame, Señor, la sencillez de espíritu,

la del alma dormida en su silencio,

toda abierta con grandes ojos niños.

No quiero ya mi voz. Ni mi palabra llena.

Me aburre estar conmigo, tan atento,

seguro de una luz sin Ti perdida.

Así impotente, sólo, casa hueca,

va a colmarse tu voz de resonancias

familiarmente puras y serenas.

Dame, Señor, el abandono firme

ante el futuro ignoto y tu aventura

soñada tantas veces en secreto.

Estoy contigo. Piensa cuanto quieras

para hacerme sufrir o para verte.

Bien sé que lo prepara tu ternura.

Hazme a diario un pobre sorprendido

de cada hoja, de cada mano abierta,

tendida a la penumbra de mí mismo.

Viviré así este miedo más alegre,

con un verbo, no más, entre mis labios:

saberte junto a mí, Jesús, saberte.

Pedro Miguel Lamet

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