Doménica Gaudete Somos lo que esperamos ser (ADVIENTO III)

Somos lo que esperamos ser (ADVIENTO III)
Somos lo que esperamos ser (ADVIENTO III)

Toda esperanza es del tamaño del corazón que espera

Depende todo del desarrollo interior de la persona, de la capacidad de abrir sus horizontes y de ser feliz, porque la felicidad no es otra cosa que nuestra aptitud de esperar, es decir, de creer en la vida.

  El otro problema frecuente hoy día es la inmediatez. Somos la generación “amazón”, de la compra online, para que llegue el día siguiente o, si es posible, dentro de una hora.

Vivimos en un mundo de desesperados y desesperanzados. Si despertamos en nuestro interior, ya somos en realidad lo que esperamos ser.

Se trata de ampliar nuestra capacidad de esperar mientras estamos aquí, distendidos en el tiempo. Porque la vida está hecha de instantes y la razón de vivir es creer que el instante siguiente merece ser vivido.

Cuenta una antigua fábula india que había un ratón que estaba siempre angustiado, porque tenía miedo al gato. Un mago se compadeció de él y lo convirtió... en un gato. Pero entonces empezó a sentir miedo del perro. De modo que el mago lo convirtió en perro.  Luego empezó a sentir miedo de la pantera, y el mago lo convirtió en pantera. Con lo cual comenzó a temer al cazador. Llegado a este punto, el mago se dio por vencido y volvió a convertirlo en ratón, diciéndole: “Nada de lo que haga por ti va a servirte de ayuda, porque siempre tendrás el corazón de un ratón”.

Esta curiosa historia que reproduce el gran maestro espiritual Anthony de Mello nos ilumina sobre la esperanza, tema central de Adviento: Toda esperanza es del tamaño del corazón que espera. Isaías nos muestra en las lecturas de hoy un desierto que florece, unas manos débiles que recobran fuerzas, ojos ciegos que ven, cojos que saltan, agua que brota, páramos que se convierten en estanques. Pero sobre todo gente como tú y como yo que transforman sus penas en gozo y alegría. Pues “alegría” es la palabra clave de esta dominica gaudete.

                Isaías no tenía un corazón de ratón. Depende todo del desarrollo interior de la persona, de la capacidad de abrir sus horizontes y de ser feliz, porque la felicidad no es otra cosa que nuestra aptitud de esperar, es decir, de creer en la vida. Y eso, como vulgarmente se dice, es “lo último que se pierde”.  Puedes carecer de todo, estar, como Robinson Crusoe, en una isla desierta, pero si hay esperanza, todo es posible, incluso ser feliz sin casi nada.

                El otro problema frecuente hoy día es la inmediatez. Somos la generación “amazón”, de la compra online, para que llegue el día siguiente o, si es posible, dentro de una hora. Actualmente, casi nadie quiere esperar, tener paciencia, como dice Santiago en su carta, “hasta que vuelva el Señor”. Y pone como ejemplo a la relación del labrador con “la lluvia temprana y tardía” hasta que Él llegue, pues “está próximo”, y a los profetas, que sufrieron penalidades esperando.

Vivimos en un mundo de desesperados y desesperanzados. El número de solitarios en la gran ciudad, el aumento de suicidios, depresiones, falta de estímulos e ilusiones en la juventud, las desigualdades, el aburrimiento, la saciedad material y de consumo nos bloquean para creer en el futuro o para darnos cuenta de que, si despertamos en nuestro interior, ya somos en realidad lo que esperamos ser.

La gran prueba nos la da Jesús cuando responde a la pregunta de los discípulos de Juan, que vienen a preguntarle si es él “el que ha de venir” o tienen que esperar a otro: Es exactamente la respuesta mesiánica que esperaba Isaías: ciegos que ven, cojos que andan, leprosos que quedan limpios y sobre todo pobres que reciben la buena noticia.  Y un poco después, cuando los discípulos de Juan se retiran, Jesús lanza el gran elogio de su precursor: nadie de los nacidos de mujer es mayor que Juan.  Pero añade: “Y, sin embargo, el último en el reino de Dios es mayor que él”.

De modo que el elogio más imponente es para cada uno de nosotros, los más pequeños que caminamos en este Adviento. Se trata de ampliar nuestra capacidad de esperar mientras estamos aquí, distendidos en el tiempo. Porque la vida está hecha de instantes y la razón de vivir es creer que el instante siguiente merece ser vivido. Entonces no hay nada que temer, porque “en el reino de la esperanza”, como dice un proverbio ruso, “nunca hay invierno”.

Un buen trabajo para este tiempo de Aviento sería ir buscando esos resplandores de presencia en nuestra propia vida. Porque, si no nos queremos a nosotros mismos, difícilmente podremos repartir algo de esperanza a los demás. Esas razones para esperar están más cerca de lo que imaginamos: Desde el prodigio del nuevo día a alguien a quien amar, aunque no nos devuelva afecto, pasando por un vaso de agua, una canción y el revoloteo de un insecto. Me gusta aquella definición de Unamuno: “La esperanza es nuestro íntimo / fundamento, /el sustituto de la vida; / la esperanza es lo que vive, / solo recibe vida lo que espera”. Busquemos hoy nuestra ración de esperanza, porque la esperanza más sencilla está más cerca de la verdad que la desesperación más razonada.

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