En cuaresma probemos a orar. ©

El Miércoles de Ceniza nos vuelve a Dios desde las procaces sirenas del carnaval; y nos presenta la realidad de nuestra dependencia de Dios. Dependencia que nos lleva a la oración y al ejemplo de Jesús en comunicación con el Padre celestial. "Subió al monte a orar". (Lc 6, 12) Jesús oraba constantemente y el contenido de su oración era Dios, el Padre.

El más hondo vacío de nuestro tiempo, a pesar del bautismo que nos hizo hijos de Dios -"y si hijos también herederos" (Rom 8,17)- proviene de que no percibimos lo sobrenatural; que no ensayamos el sentirnos en la presencia de Dios. Y, si en su presencia, también en su compañía. Ignorarle hace entonces de la soledad una experiencia indeseable, de profunda indefensión. Faltando Dios no hay comunicación que pueda compensar o superar esta soledad fundamental, esencial. Porque a Dios no le sustituye nadie ni nada.

De ahí que el que se revuelve contra esta soledad vive angustiado, sin asidero, desnudo, como una extraña singularidad abandonada en el hecho de vivir sin saber para qué ni por qué. Solamente el diálogo con Dios, incluso la simple sospecha de su necesaria existencia, supera esta ontológica soledad.

Dispongámonos, pues, a cubrir nuestras carencias en materia de religión reflexionando sobre los modos de orar; condición identificadora del creyente... (Mt 26, 41) Y del hombre eterno, que diría Chesterton. Consideremos las dos formas de orar: la mental y la recitada. Porque en estos tiempos hay muchos doctores de teología, de historia, de hermenéutica y de yo qué se cuántas ciencias (?) más, que apenas rezan; algunos, quizá nunca. ¿Es eso posible? ¡Pues qué mala credencial para su docencia...!

Hay filósofos muy eruditos de lo que otros pensaron y escribieron, que se hurtan de pensar por sí mismos y huyen de la emoción de orar, que es en mucho fruto de la honradez de pensamiento. Pero se hunden en aprensión hacia la singularidad que nos marca como criaturas trascendentes y se prefieren uniformes con las piedras. Dicen que "hablar con seres invisibles" es un síntoma de locura... ¡Como si sólo existiera lo visible! Otros creen que la oración mental consiste en levitar tal que raptados de este mundo. Mucho más humilde, el catecismo nos dice que “Orar es elevar el alma a Dios.”

De esto es de lo que escribo, pero desde mi propia experiencia.

Paradójico resulta, entre católicos, hablar tan poco de oración.
Vamos a misa y recitamos -si lo hacemos- las respuestas de seguimiento al celebrante. Pero muy pocos nos detenemos a hablar desde nuestros adentros con Aquél del que se dijo que a nadie sino a Él, que está en los cielos, quisiéramos llamar padre. (Mt 23, 8) Por eso creo que de nuestra religión es la oración el primer tesoro. No en balde fue el ejemplo más continuado de Jesús en su vida pública. Así, al elevar el alma a Dios, que todo lo puede sobre el azar del vivir, pues tiene contados hasta nuestros cabellos (Mt 10, 30), conectamos con quien es nuestra más íntima, amorosa y real compañía. Nadie acompaña nuestro ser como Él puede hacerlo. Ni siquiera los esposos entre sí, pues que en todos nosotros hay una individualidad -el fuero interno- que es precisamente el área sagrada donde solo Dios sabe entrar.

Con la oración ahuyentamos enemigos imaginarios y se mejoran presagios, se resuelven problemas, se serena el pensamiento, se nos ilumina la inteligencia, se desvelan enigmas, nos vacunamos contra las depresiones, dormimos en paz y ganamos gracia para el acierto ante variedad de retos y alternativas. Porque es gran verdad, y mucho más que un proverbio, que "en vano se esfuerzan los arquitectos si Dios no construye la casa." (S 127, 1)

El peso del azar de la vida se aligera al elevar a Dios el alma en la oración. Y con su constancia el amor sobrenatural se fortalece, navegando viento en popa sobre los regalos terrenos que, sin Dios, irremediablemente se deprecian y desguazan... Afirmo que no hay ideal ni persona ni aventura que nos llene como lo hace Dios en la oración. Es más, con Dios en medio -y no me refiero solo a Dios sino a la perspectiva de supervivencia que le acompaña-, los amores de cercanía son más gratificados, intensos e irrompibles..

Las condiciones.

Si me preguntasen cuáles son las condiciones básicas para bien orar, diría que una sola: Ser sinceros. (A veces hasta con Dios usamos caretas de virtud.) La honradez nos obliga a la humildad y hace de la oración antídoto contra locas fantasías. De esta realista honradez surge el sentir internamente la religión. Ahí, creo yo, es donde se activa la Caridad. En el descubrimiento de que no sólo Dios quiere que le amemos “sobre todas las cosas" sino, también -se corta el resuello al pensarlo- de que Él nos ama. Y “con la misma intensidad con que el Padre ama al Hijo.” (Jn 15, 9). ¡Vaya golpe! No estábamos preparados para esto.
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Dios nos oye; Dios sabe oirnos.

Apenas conocemos las cosas terrenas y con trabajo encontramos lo cercano; pues, ¿quién rastreará las cosas del cielo? (Sb 9, 16).

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Elevar el alma a Dios no es cosa tan difícil pues ya "de fábrica" traemos un puerto USB específico para esa función. «Nos hiciste, Señor, hacia ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.» (San Agustín, Confesiones). Vamos, que para esta función no necesitamos disco duro, ni fibra óptica.

Siempre me pareció fantástico que Dios conociera de nuestros pensamientos, sentimientos e intimidad como si fuéramos Natanael bajo la higuera. (Jn 1, 48) ¿Será verdad que el Dios inmenso, creador de la vida y del universo, "principio y fin de todas las cosas", me atienda a mí entre tal multitud de seres...? Pues la respuesta es que sí. Así se deduce una vez que descubrimos que Él es el primero que nos ama. El gran Lope lo señala en un soneto inolvidable, que empieza:

«¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío
que a mi puerta cubierta de rocío
pasas las noches del invierno oscuras?»


Anda que no habrá millones de nombres importantes, de magnates y príncipes, próceres, sabios, santos... Y, ¡hala! entre todos ellos, a ti, lector, o a mí, Dios nos hace caso. Este convencimiento me vino hace unos años en una feria de muestras. Estaba en Barcelona, sentado en una terraza de la avenida principal del recinto disfrutando de una buena pizza, vaso de priorato y un sol de marzo que curaba toda pulmonía. Pasaban rios de visitantes y expositores. "¡Hola!" "Ciao!" "Bona tarda!" Y muchos hablando por su Nokia con gentes del mundo entero. Me pregunté: "Y esto, que para nosotros sólo es aprovechamiento de la física que Dios creó, ¿no le concederemos, a Él, que nos oye cuando le elevamos el alma?"
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El dónde y el cuándo.

Respecto al lugar donde orar es cierto que el silencio y la soledad ayudan mucho, pero no son esenciales. Lo esencial es querer, lo es el deseo de acercarse a ese Dios que tantas veces nos estorba. No por lo que viene de fuera sino por lo que llevamos dentro: la exigencia de nuestras debilidades que por no poder superarlas nos abaten; o el sentir la tristeza por el desamor que implican; o el no confesar que me atonto siguiendo a líderes de la demagogia y del resentimiento para renunciar a la mayor de las fortunas.

Quietos, reposados y tranquilos en presencia de Dios, quizás delante de esa lamparita que avisa de su escondite en un sagrario. Una vez que logramos librarnos de interferencias, poco a poco y de forma inesperada nuestro ‘todo-yo’ se queda como la bombilla de Edison. Y, hecho el vacío -¡paf!- se prende el filamento y se hace la luz. Con este fondo ya no es necesaria (?) la cueva del eremita; ¿qué digo?, ni la temblorosa lamparita. Porque también es posible elevar el alma a Dios estrujados en el Metro; en un avión a veinte mil pies de altitud, o embutidos en neopreno bajo el mar. De Jonás se cuenta que habló con Dios desde dentro de una ballena.

Esto de Jonás me trae a la memoria aquel primer submarino atómico, Nautilus, SSN-571, que mientras navegaba bajo los hielos del Ártico recibió mensajes desde el Pentágono, por transmisión telepática, con un 69,66% de aciertos. Un experimento inacabado que buscaba superar la velocidad de la luz, puesto que la comunicación del pensamiento se cree que es instantánea, sin distancias. No demos, pues, a la oración menor crédito que el que damos a las facultades llamadas paranormales.

Mas, aun con todo esto sigamos preguntando: ¿Cuáles son el modo, el sitio y momento mejores para orar? Y no queda otra que responder: Cualquiera que se aproveche espontáneo. Sí, claro, la oración se hace relativamente fácil ante el Santísimo Sacramento (arrinconado todavía en miles de iglesias), pero también la noche y la almohada son muy buen retiro.

«[...] con labios jubilosos alabará mi boca;
cuando sobre mi lecho te recuerde
[y] en las vigilias medite en ti.» (S 62, 6-7).


Salmo que rubrica San Juan de la Cruz:

«En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía,
que la que en el corazón ardía.»

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Encuentros en Tercera Fase.

Moverse en lo sobrenatural es un deporte en el que nada sirven nuestros esquemas. Aun así, debemos escudriñar esta playa de la eternidad que es la vida terrena, y atrevernos a mirar sus tinieblas. Orar como si fuéramos aquellos personajes de La isla misteriosa, de Julio Verne, que Paul Claudel cita en su prefacio al libro de Jacques Riviere, A la trace de Dieu.

«Unos náufragos se ven arrojados a una isla desconocida, en la que se creen abandonados a sus solos recursos. Después, en momentos críticos, les llegan socorros no se sabe de donde: una hoguera, una caja llena de herramientas en las arenas de la playa, una cuerda que alguien arroja desde lo alto de una roca, enemigos exterminados... Todos estos hechos pueden explicarse de manera más o menos natural y los espíritus más bastos del grupo se benefician sin preocuparse de descubrir a su autor... No así el ingeniero Cyrus Smith, al que se ve en un grabado, suspendido con una linterna en la mano...»


Creo que todos, no sé, quizás, alguna vez en la vida nos habremos visto como Cyrus Smith, preguntando a la oscuridad: −¿Quién está ahí? Y que nos parezca que, de vez en cuando y con más frecuencia según se suma edad, Dios responde ofreciéndonos sus huellas. Voy a contar algo que sólo yo puedo atestiguar.

Era casi un muchacho cuando sufrí una necesidad urgente de dinero. Debía varios recibos del pago de una casa comprada -contratada- nada más alcanzar la mayoría de edad, entonces fijada en los 21 años. Ideé un plan sobre como negociar, y a quién pedir en última instancia. Entre los quiénes incluí a Dios. ¿No pagó Simón Pedro un impuesto gracias a un insólito pez? (Mt 17, 27) Así que en la misa del domingo pedí a Dios ayuda para que me zafara de tal revés. Cuando el domingo se acababa, a solas en mi casa, la radio me informó de que en las apuestas del fútbol había acertado todos los resultados.

Me olvidé de mi pordioseo y lo tomé por una feliz casualidad. A las ocho de la mañana, el pulso a cien, abrí el periódico en el autobús − Hoja del Lunes se llamaba − que me informó de que una apuesta fue sustituida por suspensión de partido y que mis aciertos ya no eran catorce sino trece. Resumiendo, el dinero disponible en el Banco gestor del cobro, después de restar las comisiones, era igual a la deuda pendiente más los intereses de demora que no había previsto. En menos de 24 horas mi oración obtuvo respuesta y la ayuda llegó con una exactitud matemática, al céntimo. Piensen ustedes lo que quieran, mas... ¿por qué no han de ser huellas de Dios? (*)
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Orar, sí, y también rezar.

¿Dije que la oración que más satisface al alma es la que no usa palabras rutinarias? Es algo a lo que me aficioné muy joven, cuando medi cuenta de que los Apóstoles no rezaban en recitado sino en compañía de Dios. Pero, miren ustedes que ahora que lo pienso más me parece que no es así. Creo que también nos llenan el alma los rezos de memoria, como el rosario. La reina de todas, el Padrenuestro, al que unos desaprensivos modificaron con flagrante arbitrariedad... muy favorable para los prestamistas. Y qué decir del Avemaría cuya primera parte se la copiamos a San Gabriel. Su recitado es hablar como los arcángeles. O de la Salve que en Compostela compuso su obispo San Pedro de Mezonzo por la inminente llegada de Almanzor.

Asombra que los párrocos modernos no nos propongan rezar: bendecir la mesa familiar, el ofrecimiento de obras a Dios al levantarnos por la mañana –clásica "santificación de la vida ordinaria" practicada desde hace milenios– y, al acostarnos, cualquier oración que le entregue nuestra vida a su cuidado. Si en la Iglesia oficial se volviera a la oración todo se reorientaría a Dios, como la flor al sol que la saca del humus.
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No existe la soledad para un cristiano que reza.

Todavía y porque el deseo de Dios no se extingue, al rezar nos acompañan millones de coincidentes rezadores repartidos por toda la Tierra. Y de esos rezos dichos en todas las lenguas, más de la mitad -casi los dos tercios- lo son en español. Inesperada manera de que siga sin ponerse el sol para España por la que, la evangelización, conserva el verdadero imperio que nadie podrá quitarle.

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Años más tarde, aquella maravilla me quitó la poca ilusión que tenía por el juego pues que, con toda lógica, tomé mi anécdota como prueba de ser ciego instrumento usado por mi verdadero benefactor, Dios.
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