De la exageración a la indiferencia. ©

En el post precedente me hice portavoz de un párroco en sus quejas por la temeridad de muchas personas al recibir la Sagrada Comunión como quien engulle un cacahuete.

Porque, como bien decía:

(...) resulta realmente alarmante escuchar a veces a algunos obispos tratar tan a la ligera este sacramento y abrir las puertas de par en par a todo aquél que lo quiera recibir aunque su alma no esté preparada. Comunión para adúlteros, homosexuales activos y convencidos, protestantes que no renuncian a su fe ni abrazan la religión católica... Un obispo que sea capaz de hacer eso ya no es buen pastor sino un instrumento del demonio. Y parece ser que hoy día hay muchos obispos que se han cambiado de bando.

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Y si de un obispo se trata bien podemos entender que se multiplique en sacerdotes desnortados que bajo una carátula de humanitarismo reparten la Sacratísima Comunión no ya a protestantes, homosexuales y adúlteros sino, para mayor ultraje, a mascotas, perros y gatos. Y de esto nada se oye de corrección o, por lo menos, de vigilancia.

Y el buen párroco concluía...

Así pues, en pocos años hemos destruido lo más santo y lo hemos convertido en un instrumento muy útil en manos del demonio para acabar con la vida de las personas. Algo que Cristo instituyó para darnos la vida eterna se ha transformado para muchos en instrumento de condenación.

"Para acabar con la vida de las personas..." Esto nos destaca la realidad de que la criatura humana, creada en el plan de Dios para vivir eternamente, al desgajarse de la fe en Cristo (Jn 6, 54 y ss) resulta en fracaso y desperdicio.

Causa verdadera tristeza ─mezclada de alegría, digámoslo también─ el escándalo que le produce a este párroco el hecho, cada vez más desnudo de fe, de que recibamos el Cuerpo de Cristo sin unción ni preparación. Descuidados del deber de limpiar la conciencia y, mucho más, en cuanto a la ocasión de hablar con Dios íntimamente de todo aquello que de verdad importa.

Una trivialización por la que perdemos de vista que este sacramento es el cuerpo de Cristo, en cuanto víctima eficaz y única para nuestra supervivencia. Por tanto, el compendio de nuestra religión expresado y contenido en la Misa, y la sobrenaturalización de nuestra alma y de nuestro cuerpo.

Fijémonos en que los Mandamientos de la Iglesia proponen que se comulgue, al menos, una vez al año y por Pascua Florida. Entre esta proposición de 'al menos una vez al año', y la actualidad de todos los domingos, cuando no a diario -sé de señoras que comulgan tres veces al día-, hay un grandísimo espacio. Algo que nos hacía valorar lo que se recibía, que nos impulsaba a limpiar nuestra casa, es decir la conciencia, arreglarse con la mejor presencia ante la ocasión de comulgar, por ej.: un bautizo, una Confirmación, una boda, el Miércoles de Ceniza, la Misa de Navidad u otra solemnidad litúrgica...

En el famoso Catecismo Ripalda, al final de la Lección 40, todavía se puede leer:

"(...) Hay, pues, obligación de comulgar: 1º, al llegar al uso de razón; 2º, una vez al año y 3º si en peligro de muerte."

Bien podemos entender, como entendemos, que el papa San Pío X al facilitar e incluso aconsejar la comunión frecuente estaba buscando un fin muy diferente a la depreciación de la comunión. Hoy, a cuarenta años de las nuevas reglas pretendidas para atraer a los protestantes, nos han devaluado tanto la Eucaristía que ni los propios católicos sabemos ya de su importancia. Se empezó con la fórmula de presentar la Hostia al comulgante, diciéndole: "El Cuerpo de Cristo", y la obligación de responder: "Amén", lo cual resultaba en el católico la confesión de fe y, en el protestante, que omitía decirlo, la simple recepción de una oblea de harina.

Así, en parroquias de gran asistencia pronto se dio la comunión por sacerdotes y por laicos -incluidas las mujeres-, en el presbiterio, en la nave central, en el coro, en el atrio y hasta en la calle. Cosa que ya en los '80 pude ver en Westminster, Londres, y su inmediata exportación a parroquias españolas monitorizadas por el anglófilo Opus Dei.

Después de haber oscurecido tanto su majestad y brillo en el maravilloso regalo del pan y el vino consagrados, nadie se extrañe parezca como si Dios nos hubiera dejado de su mano.
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