¿Un pecado contra la Iglesia? ©

El Cardenal Cañizares nos regaña desde su cátedra porque en la Declaración Fiscal del año 2017 son ya muchos los católicos que no confirman su óbolo para las obras de la Iglesia. Y nos asegura que no hacerlo es un pecado grave.

Para empezar muy pocos católicos ven que sea un pecado sino, en modo más cierto y estridente, la consecuencia de los del clero oficial, de los cambios determinantes que 'la jerarquía' impuso a la Iglesia en el último medio siglo. Comparto la alarma de Monseñor Cañizares y añado, por si diera luz, que a mi juicio el mejor medio de financiarse es a través de las parroquias. Porque ¿qué es eso de pretender ahora la colaboración del Gobierno? ¡Vaya contradicción! ¡Pero, si como 'mandato del Concilio', fueron los obispos y el Papa los que impulsaron la Libertad Religiosa, la aconfesionalidad y la separación Iglesia-Estado!

Si tras las innovaciones post-conciliares las colectas bajaron vertiginosamente, esforcémonos entonces en recuperar la religión abandonada, la que ya no siempre se encuentra siquiera en el precepto dominical, y verán que todo se regenera. Incluido el incremento de las colectas, cuya grave astenia alarmó ya, y en grado superlativo, a un Benedicto XVI recién sentado en el Solio.

Y forzados por la inapelable sentencia de los resultados, mándense al paro a los malos gestores (¿clérigos?). Todos esos, y son muchísimos, que durante décadas nos han envenenado con doctrinas comunistoides, luteranas y libertarias. ¿Un ejemplo? La parroquia de Mosén Sol, en Majadahonda, Madrid, donde su párroco de los años '90, un tal "don Julio", declaraba en sus homilías: "Nosotros predicamos el materialismo histórico". O el actual Prepósito de los jesuitas, Padre -¿?- Sousa Abascal, que ya resueltamente y sin ambages propone el marxismo como instrumento vehicular para la “Evangelización de Hispanoamérica”. O las nuevas misas, que rebajaron su expresión religiosa al nivel del sacrilegio, y sus solemnidades a concelebración de amigos, cuantos más, mejor.

Pidamos a Dios, pues se ha hecho urgente, que aquellos que miran desencantados la foto actual de la Iglesia, examinen al mismo tiempo su personal historia. Descubran si sus objetivos "de carrera" estuvieron limpios de concupiscencia. De la concupiscencia del dinero sin esfuerzo; de la ambición de ascensos a la que adaptarse; del orgullo social –vanitas vanitatis- de verse el centro del respeto y con autoridad moral sobre todos los fieles.

Y que rectifiquen decididamente y sin demora la hoja de ruta hacia el fondo del mar a que les condujo ese Concilio Vaticano II que Pablo VI, futuro beato (¿?), elevó a igual categoría que el de NICEA; y del que Benedicto XVI alertó era el anti-SYLABUS. Dos calificaciones aparentemente contradictorias que convergen en señalarnos su ignominia.

"La Iglesia es yunque que ha roto todos los martillos".

En su historia la Iglesia ya ha superado muchas edades como ésta, o peores, y siempre encontró el camino de la purga y de la purificación. A lo que infaliblemente sigue el deslumbre de la santidad del Evangelio, la trascendencia y la esperanza sobrenaturales, el culto sagrado, y el disfrute de sociedades ordenadas y felices.
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