Muchas Moradas, así en la tierra como en el Cielo.

Muchas Moradas, así en la tierra como en el Cielo.
Muchas Moradas, así en la tierra como en el Cielo.

No es el competir a muerte y en todos los planos lo que trae progreso, sino la cooperación y la integración de todas las fuerzas sociales para ampliar el radio del Bien Común del cual todos podemos beneficiarnos.

las masas hace rato que ya no ven con buenos ojos a la institución eclesial y su instinto le hace desconfiar. Desconfía de una Iglesia clerical, autorreferencial y autista, que no escucha, que no ve, que expulsa, que abusa y solo se siente cómoda con sumisos feligreses de sacristía

Si la Iglesia ha de ser camino hacia la Jerusalén celestial, debe acondicionar una morada para cada uno y lavar los pies a los recién llegados en este mundo. Para eso hay que mirar y escuchar a cada ser humano, estar interesado en las personas y la sociedad, latir con el mundo desde Jesús. Ellos son el “plan pastoral”. No habrá catolicismo hasta que cada ser humano tenga un lugar a su medida, una morada en la iglesia que anticipe la del cielo.

No encontramos el sentido de la vida aisladamente, sino caminando con un Pueblo. La sinodalidad es expresión de este caminar juntos, de escucharnos, dialogar, discutir y generar fraternidad e igualdad. Una Iglesia creíble y apetecible (bonum est quod omnia appetunt), nacerá del ejercicio de esta forma evangélica, para que cualquier umbral sea la morada del hermano, así en la tierra como en el Cielo.

La expresión de Jesús sobre las muchas moradas que hay en el Cielo alude a que en la casa de Dios hay un lugar para todos y cada uno de sus hijos. Todos somos diferentes y tenemos talentos, historias y lugares distintos que dan como resultado que ningún humano y ninguna cultura sean iguales. El desafío es vivir esta diversidad con vocación de unidad, un poliedro en el cual todos estamos presentes con nuestras diferentes facetas que enriquecen el todo. Comenzar a vivirlo hoy y aquí, porque el Reino y su Justicia que no comienzan aquí, no tiene porqué darse en el Cielo mágicamente y de la nada.

Es tan cierto es que somos distintos como que somos iguales. Esta igualdad básica nos exige trabajar las aristas que reproducen las inmensas desigualdades humanas que nos destruyen. Nada aniquila tanto al ser humano como la desigualdad aberrante y las falsas superioridades abusivas derivadas de ésta.

Paradójicamente, estas flagrantes desigualdades derivadas del egoísmo y la injusticia, imposibilitan a las sociedades a desplegar todo su potencial y progreso. No es el competir a muerte y en todos los planos lo que trae progreso, sino la cooperación y la integración de todas las fuerzas sociales para ampliar el radio del Bien Común del cual todos podemos beneficiarnos.

La desigualdad atrasa y empobrece porque descarta a otros seres humanos con talentos para producir y multiplicar. Esto, que es una verdad de lo más evangélica, es corroborado en todos los estudios de las sociedades humanas pasadas y presentes. La tecnología, que debería ayudar a realizar sociedades más humanas, sin embargo, al ponerse al servicio del paradigma tecnocrático denunciado por Francisco en Laudato Si, ha terminado siendo una herramienta de exclusión y guerras. Su incentivo permanente al consumismo frenético de lujos inútiles cuyo único fin es la vanidad humana, enriquece a unos pocos que acumulan y excluye de lo elemental a gran parte de la humanidad.

El cristianismo será siempre la opción libre y fraterna para construir igualdad y unidad con los diferentes. Jesús nos lo enseña al no haber hecho alarde de su categoría de Dios sino anonadándose y tomando la condición de uno de tantos, con los hombres y no sobre ellos. Jesús se hizo pueblo. Un Dios que se hace igual no merece ser alabado de otra manera.

Jesús nos hace recordar la dignidad de cada ser humano que cuanto más otro, enemigo, pobre, extranjero, raro, inútil, etc. es el camino más directo hacia Él. Una cosmovisión cristiana es la que, como Él, está atenta y se mezcla con el pueblo para detectar desde el amor misericordioso a toda clase de necesidad, injusticia y exclusión. En el cristianismo, el único sufrimiento valioso es el que se evita, el que se repara.

Toda liturgia, como la de la última cena, ha de terminar lavando los pies a los demás como actitud de servicio que nos dignifica. De lo contrario es una repetición mecánica de un rito que tranquiliza conciencias pero que no redime. La redención es curar heridas, combatir injusticias y por sobre todo dar vida, no quitarla siendo cómplices de sistemas en los cuales muchos tienen que morir para que pocos se lleven el premio.

Los dones de la libertad y la razón no nos han sido dados para competir hasta la muerte para demostrar vanidosamente que somos superiores, sino para construir fraternidad y bien común, ese tipo de bien en el cual todos aportamos y que llega a ser un Tertium Quid, una realidad nueva que ya no es ni personal ni colectiva sino el resultado inseparable de ambas. Ser a imagen y semejanza de Dios es reflejar ser personas distintas y trinidad, uno y muchos…un poliedro que integra periferias.

Conciencia de unidad, conciencia de Pueblo sinodal.

El amor de Jesús no pide que para amar a algunos tengamos que despreciar o destruir a otros (Madeleine Delbrel). El amor cristiano no es conciencia de clase, es conciencia de Pueblo de Dios. Del Pueblo al que Jesús llama desde su Cruz, es decir, desde los más periféricos y aislados de la sociedad y la iglesia.

Un pueblo que tiene características de todo pueblo, pero que va más allá, así como la familia de los hijos de Dios es mucho más que el amor cerrado de una familia o de la patria. Fratelli Tutti trata mucho este tema de los pequeños grupos que se aman entre sí, pero son indiferentes o desprecian a otros. El amor de Dios es expansivo. El “como yo los he amado” nos abre a esta dimensión en la que la exigencia de justicia entre ciudadanos se logra desde la misericordia de Jesús, aun cuando ésta sea conflictiva.

Si la Iglesia ha de ser camino hacia la Jerusalén celestial, debe acondicionar una morada para cada uno y lavar los pies a los recién llegados en este mundo. Para eso hay que mirar y escuchar a cada ser humano, estar interesado en las personas y la sociedad, latir con el mundo desde Jesús. Ellos son el “plan pastoral”. No habrá catolicismo hasta que cada ser humano tenga un lugar a su medida, una morada en la iglesia que anticipe la del cielo.

Lo institucional no ha de ser el fin, sino un medio, una herramienta que se deja permear por la profecía del Espíritu dado en Pentecostés. Ha de salir a buscar ovejas perdidas, abrazar a los hijos pródigos, mujeres adúlteras apedreadas, paralíticos a quienes nadie ayuda a llegar a las piscinas de curación, los ciegos y leprosos de todo tipo, incluso a los que ella misma ha contribuido a crear y despojar de dignidad a lo largo de la historia y lo sigue haciendo…porque también comparte las cegueras humanas y necesita redención.

También ha de ser firme con los que quieren mercadear en el templo y descubrir a los lobos con piel de oveja. El papa distingue entre el pecado y la corrupción como sistema, frente a la cual reclama decisión. Y todo esto a nivel personal y social, contribuyendo a crear, mantener y corregir sistemas y estructuras más acordes a la cosmovisión cristiana expresada en la Doctrina Social de la Iglesia y cuyas semillas ya están creciendo más allá de los límites institucionales de las religiones en todas las culturas.

Pero las masas hace rato que ya no ven con buenos ojos a la institución eclesial y su instinto le hace desconfiar. Desconfía de una Iglesia clerical, autorreferencial y autista, que no escucha, que no ve, que expulsa, que abusa y solo se siente cómoda con sumisos feligreses de sacristía. Dios le ha dado todos los talentos, que son la plenitud de los medios de salvación, pero los entierra para conservarlos intactos y cuando un profeta como Francisco quiere ponerlos al servicio de la humanidad, protestan en nombre de pequeñas tradiciones muertas. No predican a Jesús, se predican a sí mismos, no comparten, sino que están por encima, no liberan, generan dependencias, culpas, miedos, piedades espiritualistas que huyen del mundo, porque no lo aman.

Como decía aquel profeta laico llamado Péguy: “Porque no tienen el coraje de estar con el mundo, ellos se creen que están con Dios. Porque no tienen el coraje de comprometerse en las opciones del hombre, se creen de luchar por Dios. Porque no aman a ninguno, se creen que aman a Dios”.

No encontramos el sentido de la vida aisladamente, sino caminando con un Pueblo. La sinodalidad es expresión de este caminar juntos, de escucharnos, dialogar, discutir y generar fraternidad e igualdad. Una Iglesia creíble y apetecible ( (bonum est quod omnia appetunt), nacerá del ejercicio de esta forma evangélica, para que cualquier umbral sea la morada del hermano, así en la tierra como en el Cielo.

poliedroyperiferia@gmail.com

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