Una Novedad misericordiosa que no se deja domesticar
El don irreductible de la Navidad
Una Novedad misericordiosa que no se deja domesticar
La Navidad es un acontecimiento único, esperado sin ser deducido, anunciado sin ser una consecuencia del anuncio. Fue profetizada, tuvo analogías en los anhelos humanos de justicia, de reconciliación y de paz; dialoga con las grandes preguntas religiosas y filosóficas de la humanidad. Pero no es el resultado lógico de ninguna construcción cultural, moral o política, ni tampoco ha sucedido para ser cooptada por ninguna de estas realidades. Es el sol que nace de lo alto para iluminar a los que estamos en tinieblas (Lc 1,67) y nadie puede atrapar el sol.
La Navidad irrumpe como don de Dios, no como conclusión de argumentos humanos, pero busca encarnarse en ellos sin dejarse atrapar estáticamente. Como afirma Karl Rahner, “Dios no es la respuesta a una pregunta humana previamente formulada, sino la pregunta que irrumpe en toda respuesta humana” (Oyente de la Palabra). Navidad sigue siendo Novedad que sorprende, sino, es más de lo mismo.
Esta irrupción tiene nombre y carne: un niño nacido fuera de los centros de poder, en los márgenes de la historia oficial. Por eso la Navidad es novedad radical. No confirma los caminos habituales de las religiones ni los mesianismos y utopías de este mundo; los descoloca. Y, sin embargo, no se agota en su momento inicial. Su mensaje se prolonga, se profundiza, se expande históricamente. No es una pieza de museo piadoso para alimentar nostalgias, sino una fuente viva de discernimiento, capaz de iluminar, cribar y humanizar todas las realidades que toca.
Las tradiciones bíblicas anunciaron la venida de un Mesías, pero la forma concreta de su llegada desbordó toda expectativa. Isaías habló de un niño (Is 9,5), Miqueas de un nacimiento en Belén (Mi 5,1), pero nadie esperaba que Dios eligiera semejante precariedad, vulnerabilidad y anonimato como lenguaje definitivo y revés de la historia. La Navidad confirma que Dios cumple sus promesas de un modo que sorprende las seguridades humanas.
En el Concilio de Nicea (325), con tantas oscuridades eclesiológicas con el poder y guerras contra el arrianismo, fue una gran luz que proclamó que el niño de Navidad es "Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero", y consustancial (homoousios) al Padre, base de la fe cristiana irreductible a moral, ideologías y expectativas humanas. Y el Concilio de Calcedonia (451 d.C.) proclamará que Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre: "La Encarnación del Hijo de Dios es el evento central que revela plenamente el proyecto divino para la humanidad" (Vaticano II)
Aquí reside su irreductibilidad. La Navidad puede compararse con otros relatos de nacimiento extraordinario, con mitos de salvadores o con proyectos emancipatorios de la historia, pero no se deja absorber por ninguno. No es una ideología encarnada, sino una encarnación que desideologiza. “El Dios cristiano no viene a coronar las aspiraciones de poder del ser humano, sino a ponerlas en crisis desde la cruz y el pesebre” (Moltman, El Dios crucificado).
Por eso la Navidad resiste toda apropiación interesada. Cada vez que se intenta reducirla a moralina, a identidad cultural, a rito vacío, a legitimación del orden establecido, a populismos mesiánicos, pierde su filo evangélico. El Niño de Belén no viene a dar la razón a ningún mesianismo humano —ni religioso, ni político, ni tecnológico—, sino a abrir una esperanza que no nace del control, sino de la confianza: “Dios madura en el corazón humano, no en los sistemas cerrados que pretenden poseerlo”. (Rilke)
La Navidad no se deja reducir, pero tampoco se mantiene al margen; se encarna. No se encierra en la pureza de casta. Se "embarra" en las instituciones, las culturas, religiones, ideologías y demás prácticas humanas para discernirlas como levadura desde dentro. Su luz no ciega, sino que permite ver novedosamente la realidad. “No quebrará la caña cascada ni apagará la mecha humeante” (Is 42,3): su salvación es pedagogía, proceso histórico que nada pierde, experiencia social, de Pueblo sinodal.
Desde aquí se comprende por qué la Navidad no puede identificarse con ortodoxias rígidas, disciplinas inventadas o ritos mecánicos. No los niega necesariamente, pero los relativiza, los filtra: ¿humanizan o deshumanizan? Cuando una práctica religiosa produce miedo, exclusión o superioridad moral, ha dejado de transparentar el misterio del Dios hecho niño: “Una fe que no libera al ser humano concreto se convierte en blasfemia piadosa” (Sölle, Más allá de la mera obediencia).
Por eso puede dialogar con las ciencias, con la política, con la cultura y con los movimientos sociales, sin confundirse con ninguno y enriqueciendo una civilización nueva. Su pivote es siempre “las bienaventuranzas”: la centralidad de la vida vulnerable, del que sufre, del descartado. Allí donde una institución, incluso eclesial, se vuelve muralla defensiva para "perfectos" en lugar de puente para vulnerables, ya no hay Navidad.
Uno de los mayores malentendidos religiosos ha sido confundir la salvación con la “angelización” del ser humano: exigir pureza sin cuerpo, obediencia sin conciencia, espiritualidad sin historia. La Navidad desmiente radicalmente esa deriva… para oprimir. Dios no viene a sacarnos de la condición humana, sino a habitarla y dignificarla. Jesús no busca que dejemos de ser humanos, sino que lo seamos plenamente, porque Dios no renuncia a su Creación primera, sino que la cura y plenifica.
"El grado de civilización y progreso de una sociedad se mide por cómo trata a sus pobres" (Francisco). La Navidad eleva esta intuición: Dios se identifica con el niño, con el débil, con quien no cuenta. Su proyecto no es condenar, sino misericordiar (Jn 3, 17). No viene a imponer desde fuera, sino a suscitar desde dentro, acompañando procesos de reconciliación, justicia y cuidado, vengan de donde vengan:"Ubi caritas et amor, Deus ibi est" (Donde hay Amor, allí está Dios) .
La Navidad es un acontecimiento único e irrepetible, pero no cerrado ni estático. Su novedad no pertenece solo al pasado; sigue desplegándose en su comprensión y en su alcance histórico. Cada generación está llamada a redescubrirla, no para domesticarla, sino para dejarse interpelar por ella. Como toda gracia auténtica, la Navidad no se posee: se recibe y se comparte.
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