Utopía como posibilidad

A primera vista, puede parecer un contrasentido formular una utopía posible cuando el neologismo creado por Tomás Moro tiene el significado etimológico de “lugar que no existe” o “lo que no puede ser”. Sin embargo, “utopía” también puede señalar una inexistencia de “algo que todavía no es”, por tanto no imposible que ocurra.

A pesar de que Moro fue un personaje del siglo XVI, su utopía nace del anhelo de perfecta felicidad que anida el corazón humano. La historia que narra en su isla ideal incluye críticas a la injusticia social, económica y política de la Inglaterra renacentista, que fue la realidad en la que le tocó vivir, aunque se ha convertido en un arquetipo universal. Lo que logra Tomás Moro con este mensaje universal es abrirnos a una esperanza posible que seduce en cualquier tiempo porque se puede ver como una vivencia anticipada. Es como un horizonte que da sentido al presente, aquí y ahora, un imán que nos atrae, una lejanía próxima, real. Es lo que todavía no es, no lo que no puede ser, desde una disposición interior y esfuerzos a diario por alejar el fatalismo pasivo.

Pensemos en una utopía que interpreta el presente desde un futuro deseable que no sabemos pero con el que contamos. El futuro es el fin y el presente es el medio. No estamos ante algo imposible o ilusorio, sino ante una realidad que se puede crear a base de tiempo y trabajo, día tras día, a veces por caminos llenos de dificultad. Tener fe en una utopía así impulsa a la acción y refuerza esa creencia. Cierto es que la historia está llena de movimientos utópicos llenos de odio y sangre en nombre de ideales que pretendían una sociedad perfecta, consecuencia de haber caído en el principal peligro utópico: aceptar la deshumanización en sus medios y/o en sus fines.

El contrapunto lo tenemos en nuestras acciones de fe y amor. Hay que recordar la historia larga de las utopías heroicas llenas de humanización; comenzando por todos los avances espectaculares de la Humanidad gestados en el seno de utopías que partían de situaciones presentes con escenarios futuros aparentemente imposibles. Personas como Gandhi, Luther King, Mandela y muchos otros sin relevancia social alguna que demuestran cada día que, por imposible que pueda parecer una postura utópica solidaria, cuando alguien se atreve a vivirla radicalmente desde el sentido que aquí le damos, puede lograr resultados extraordinarios. Esto es una constante aunque al principio nadie crea los resultados que logran quienes se lo proponen. Cabe preguntarse, pues, cuál va a ser la siguiente utopía a transformarse en hermosa realidad: ¿concienciarnos de la enorme solidaridad habida en torno al colonavirus como actitud transformadora social, a mantener en lo sucesivo? ¿La paz justa entre palestinos e israelíes? ¿Salvar de morir a millones de personas cada día por falta de agua potable? La ONU afirma que solo se necesitarían menos de quince dólares por ciudadano...

Tomás Moro se esforzó por vivir la "utopía" del Evangelio; quiso comprometerse con su ejemplo por encima de las amenazas del poderoso de turno. La coherencia en su fe utópica le ayudó en sus amargos últimos años; primero le costó su prestigio político y personal y después, la vida. Pero quedó el fruto de su ejemplo y el fino sentido del humor del que hizo gala incluso cuando ya preso, rezaba así: “Señor, dame una buena digestión y, naturalmente, algo que digerir.”

La historia ha hecho famosos a muchos escritos utópicos dispares: Res pública de Cicerón, La ciudad del sol, de Campanella; La ciudad de Dios, de San Agustín, La nueva Atlántida de Bacon, Un mundo feliz, de Huxley; 1982, de Orwell... Y ha recogido realidades utópicas igualmente muy diferentes: el relato del Éxodo, la Revolución francesa o el fenómeno comunista. Pero cualquier utopía que no quiera quedarse en el terreno de lo ilusorio y peligroso, debe estar ligada a ideales positivos que aspiran a llegar a un “buen lugar” o eutopia. Es la manera de lograr aspiraciones parciales del anhelo de felicidad plena que habita en el ser humano. Nada que ver, por tanto, con las filosofías pesimistas o los afanes totalitarios propios de utopías entendidas como “lugares inexistentes”.

Por ser ilusorias y negativas, no queremos sociedades perfectas sin libertad, educación perfecta sin libertad, familias perfectas sin libertad. Sin libertad individual no hay verdadera humanidad ni sitio para la utopía posible. Solo cabe ver el futuro como “la pasión de lo posible” como llamaba Kiekeegard a la verdadera esperanza, una utopía en construcción donde las haya.

Los cristianos solemos hablar también de utopía cristiana, solo posible cuando nos implicamos en la mejora del mundo, luchando por la justicia, la paz y la igualdad, insertando todo ello dentro de un horizonte escatológico en el que Dios da sentido al encomendarnos continuar la Creación mejorando la existencia de su mano, a la escucha. La fe cristiana no supone una contemplación estática del devenir, sino que introduce la comprensión dinámica de la historia abocada a avanzar a pesar de los pesares. Conviene no olvidarlo cuando nos llega el decaimiento, las inconsecuencias o la tristeza de la aparente falta de avances. Lo cuenta muy bien la historia del Éxodo...

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