La muerte desde la vida

Una visión compasiva y esperanzada

La muerte y la vida son dos partes de la misma realidad. Cuando nacemos, comienza una etapa de crecimiento que apunta a la madurez en todos los planos de la existencia. Pero tan cierto es que comenzamos a envejecer y morir desde el primer minuto de la vida.

El problema de la finitud es que la negamos para evitar el dolor de su presencia. Esto dificulta la aceptación de nuestra realidad y asumir lo positivo de la vida, donde se entremezclan muchas situaciones que no dependen de nosotros. Aun así, queda un amplio margen para tomar decisiones que influyen poderosamente en cada ser humano. A. Schopenhauer lo expresó muy bien cuando dijo que el azar reparte las cartas, pero nosotros las jugamos. Vivir es algo más que cumplir calendarios. Es un proceso que nos enfrenta a la vulnerabilidad, pero con herramientas para aceptarla y encararla de la manera más humana y humanizadora.

Desde luego que esto no es fácil en una sociedad que transmite la sensación de seguridad impostada para no pensar demasiado, refugiados en el materialismo que impide conectar con el fondo de cada persona y con el sentido que tiene su vida. La sociedad consumista es capaz de hacer negocio de todo, incluida la muerte, pero sin aceptarla como una parte de la existencia, algo que provoca no pocas neurosis.

Ese punto de rebelión que anhela la plenitud ha dejado muchísimas páginas escritas desde todos los ángulos posibles, sobre todo desde la filosofía y la religión. Si turbación genera la muerte, al menos podemos crecer como personas hasta el final. Los humanos lo demostramos en múltiples ocasiones cuando la vida nos pone al límite, y nadie puede decidir por nosotros.

Ya lo dijo el poeta mexicano Octavio Paz: una sociedad que niega la muerte, niega también la vida. En ello estamos, preocupados por las expectativas del posthumanismo cientifista que se mueve a sus anchas con los avances de la Inteligencia Artificial buscando la amortalidad sin pasar por la ética. 

Sin embargo, no hay manera de que semejante dormidera aplaste el anhelo infinito de pasar por este mundo sin objetivos más profundos. Quizá por eso, durante milenios, la humanidad ha elaborado múltiples formas de mantener la memoria desde el culto a los muertos, los logros artísticos, políticos y sociales para perpetuar el recuerdo todo lo posible. El reconocimiento póstumo acredita nuestro deseo de alargar la vida más allá de lo terrenal. Y el ansia de perdurar es una señal universal del anhelo de plenitud eterna.

Llama la atención lo capaces que somos de dialogar con la muerte a nivel colectivo a través de los medios de comunicación, cuando muestran obsesivamente guerras y accidentes mortales todos los días, pero sin que exista diálogo sobre la muerte entre familiares o amigos, si acaso de una manera superficial. Sin embargo, cuidándonos unos a otros aprendemos a vivir en verdadera humanidad, sobre todo en la fragilidad. La sanación es algo más que curación; es facilitar la paz, el consuelo y el significado en medio del sufrimiento. Los médicos no siempre pueden curar, pero sí pueden y deben cuidar. De hecho, cuidar es anterior a curar. Y los profesionales de los cuidados paliativos más que expertos en el bien morir, lo son en el bien vivir hasta el final.

Los humanos buscamos significados a la existencia que la ciencia no puede proporcionar. Pero el hecho de que no existan respuestas en el plano científico, no significa que no haya respuestas inteligentes con plenitud de sentido, más allá del plano racional. Todos anhelamos respuestas a las preguntas más existenciales, a pesar de que vamos a morir algún día: ¿quién soy?, ¿qué hacemos aquí?, ¿qué sentido profundo tiene la vida?

Nuestra inteligencia espiritual o existencial permite acceder a los significados profundos, plantearse los fines de la existencia para acceder a los significados últimos, plantearse los fines y las más altas motivaciones humanas (F. Torralba).  Frente a esto, la radical autonomía personal que enarboló la Ilustración al sustituir a Dios por el Hombre como fin último de todas las acciones humanas, llevó a aquellas gentes a vivir peligrosamente en la medida que se instaló la soberbia desde la Razón convertida ésta en el supremo bien. Libertad, Igualdad… pero sin espacio para la Fraternidad.

Es decir, la verdadera compasión en forma de actitud de empatía que busca aliviar a un semejante que posee la misma dignidad que yo, pero cuya vulnerabilidad la esconde. La ética exigible y la experiencia religiosa ofertable, aportan madurez humana dando sentido pleno a la existencia. Es lo que se llama liderar desde el servicio, algo revolucionario por lo que tiene de transformador, convertido en Buena Noticia para todos, especialmente para los más débiles, pobres, enfermos y fracasados, todos los sufridores por la precariedad en sus múltiples formas.

Pedro Casaldáliga decía que los cristianos somos soldados derrotados… de una causa invencible. Esta es la gran noticia, que no estamos hechos para morir, sino para colmar nuestra ansia de plenitud para siempre. No fuimos creados para morir, sino para crecer hasta vivir en plenitud. Solo desde esta experiencia, el apóstol Pablo hablaba de alegría a los cristianos de Filipo mientras se encontraba encadenado, preso, y los destinatarios de su carta eran igualmente perseguidos.

Esta profundidad vital es parte de la inteligencia innata universal, la Inteligencia Espiritual o Existencial. Creo que el binomio miedo-esperanza resume todo lo que concita el fenómeno de la muerte como una parte de la vida. Ambas están entrelazadas entre la turbamulta de acontecimientos, pensamientos, sentimientos, dudas y creencias que apuntan a que la vida humana tiene un sentido, y a que la trascendencia es anhelo universal que se repite siglo a siglo, incluso más fuerte que la realidad mortal. Y desde aquí brota la verdadera alegría de vivir.

Gabriel Mª Otalora

Autor del libro La muerte desde la vida.

Una visión compasiva y esperanzada.

Ediciones Fe adulta. 2025

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