Los lobos han ganado la batalla La derrota del Papa Francisco

El Papa dice No al clericalismo
El Papa dice No al clericalismo

El Papa Francisco ha perdido la guerra contra el clericalismo. Aunque ha ganado algunas batallas importantes, el signo de la guerra ha caído definitivamente del lado de los fundamentalistas.

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El Papa Francisco ha perdido la guerra contra el clericalismo. Aunque ha ganado algunas batallas importantes, el signo de la guerra ha caído definitivamente del lado de los fundamentalistas. Ahora se están reorganizando al percibir con claridad que el Papa no acometerá las reformas doctrinales y pastorales de calado que exige el momento, y que son imprescindibles para acabar con el clericalismo secular en la Iglesia, de modo que podamos volver al espíritu del Evangelio de Jesús de Nazaret y de los dos primeros siglos de la iglesia. Estas reformas tienen que ver con la esencia misma del cristianismo, que durante milenios ha ido pervirtiéndose de la mano de una visión casi gnóstica de la realidad eclesial y de la fe. El clericalismo no es una mera deformación de la constitución práctica de la Iglesia, en realidad afecta al ser íntimo de la misma, por eso ha de haber una reformulación dogmática que cambie la definición de la misma Iglesia, para después llevar a la práctica pastoral este cambio.

Durante los dos primeros siglos de la historia de la Iglesia, hasta mediados del siglo III, no existía una organización clerical, la Iglesia vivía de la conciencia de ser pueblo sacerdotal, no un pueblo de sacerdotes. En la Iglesia no había órdenes diferenciados, sino que por el bautismo todas y todos los files accedían al sacerdocio de Cristo, Sacerdote eterno en la línea de Melkisedek. No se trata de un sacerdocio hereditario, es un sacerdocio real del que participamos todos los bautizados, porque un solo sacrificio, el de Cristo, es el que establece la mediación entre Dios y los hombres, y todo bautizado participa de este sacerdocio. No hay por tanto, nada más que un orden dentro de la Iglesia, el que establece el bautismo como puerta de acceso tanto a la misma Iglesia como al sacerdocio de Cristo. Somos cristianos y por tanto, todos y todas, sacerdotes en Cristo. Este sacerdocio se vive en la experiencia sacramental, especialmente en la Eucaristía, como presencia del Espíritu Santo en medio de la comunidad que vive la koinonía y la caridad y construye a su alrededor el Reino de Dios en el mundo. El sacerdocio de Cristo en la comunidad cristiana es la expresión del Reino de Dios en la Iglesia para el mundo. 

Paolo Prodi* afirma que ya en el siglo II comienza, por ósmosis con el Imperio, una corrupción eclesial que deriva en el clericalismo. Este proceso estaría claro para Prodi en los Apologetas, que proponen una ley divina superior a la ley de los hombres que la supera, y llega en su punto culminante con San Agustín, quien fusiona el sacerdocio ministerial con los votos monacales para establecer de manera definitiva un orden distinto y superior en la Iglesia. Sin embargo, la organización de las iglesias hasta el siglo III, pero sobre todo en el IV, es la de comunidades organizadas que eligen personas para ciertos servicios, como puede ser el servicio a los pobres o la organización cotidiana. Estas personas pueden ser varones o, en muchos casos, mujeres. Su servicio se denomina diaconía, en la línea de la expresión del evangelio de Lucas "yo estoy en medio como el diakonos". El servicio a la comunidad es lo que determina al principio el cargo que se ocupa. El problema de la herejía gnóstica hará necesario crear figuras como el episkopos, es decir, alguien enviado para que asegurara la unidad de otras comunidades en la misma fe. Pero, la famosa triada diácono-presbítero-obispo no tendrá hasta el siglo IV una determinación clerical vinculada al sacerdocio ministerial. Es, precisamente en este momento, más aún desde el siglo V, cuando la estructura clerical se habrá configurado plenamente y el sacerdocio quedará exclusivamente reservado a los varones, en muchos casos célibes, sobre todo los obispos.

En la línea del pensamiento agustiniano, el orden sacerdotal tiene una realidad óntica distinta del resto de los bautizados. Esta forma de entender el sacerdocio llega hasta el Concilio Vaticano II que establece que la diferencia entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial es esencial y no solo de grado (LG 10). Esto implica que en la Iglesia existen dos órdenes de ser: el que nace del bautismo y el que nace del orden sacerdotal. Por el bautismo somos fieles que damos testimonio de Cristo en todo lugar, afirma el Concilio; por la sagrada potestad, a partir de la ordenación sacerdotal, otros modelan y dirigen la comunidad y efectúan el sacramento eucarístico, dice LG 10. Es decir, que por pertenecer al orden sagrado, algunos varones en la Iglesia efectúan el sacramento de la Eucaristía, para ofrecerlo a Dios y al pueblo. Se ha operado aquí, por tanto, una inversión del sacerdocio de Cristo. Hemos vuelto a la consideración hebrea de un sacerdote mediador entre Dios y el pueblo que ofrece sacrificios agradables. Ya no es Cristo quien, único Sacerdote en la línea de Melkisedek, ofreció el único sacrificio agradable a Dios, el de su propia vida por amor a Dios y los hombres. Volvemos a los múltiples sacrificios ofrecidos por simples hombres que deben reiterar las acciones sagradas porque no son en verdad eficientes.

Si en la Iglesia existen dos órdenes del ser, hay por tanto un dualismo ontológico, pues solo el ámbito de los ordenados entran en la esfera de lo sagrado, mientras el resto de bautizados quedan fuera de esa realidad ontológica. Esto es, en esencia, la base del gnosticismo dualista que la Iglesia combatió en sus comienzos pero que infectó de alguna forma, como dice Ricoeur, a la doctrina eclesial. He aquí la base, por tanto, del clericalismo, la existencia de dos órdenes de ser dentro de la Iglesia, dos órdenes diferenciados esencialmente, no solo gradualmente.Si se quiere acabar con el clericalismo hay que destruir esta doctrina espuria del sacerdocio ministerial como realidad óntica diferenciada. Solo hay un orden de ser en la Iglesia, el de los bautizados, solo hay un sacrificio efectivo, el de Cristo en la cruz, solo hay un bautismo para el perdón de los pecados, solo hay un sacrificio agradable de a Dios, misericordia y justicia. Si el Papa quiere destruir el cáncer del clericalismo, como él mismo lo ha llamado, debe restituir la sana doctrina que emana del Evangelio y que vivió la Iglesia en los primeros siglos. Restituida esta, entonces debe tomar las decisiones pastorales oportunas, como pudieran ser la ordenación para el sacerdocio ministerial, entendido como un servicio eclesial, de varones no célibes o de mujeres.

Sin embargo, el Papa ya ha declarado que en este pontificado ni se ordenará varones no célibes ni a mujeres. Con esto ha dado el pistoletazo de salida a los fundamentalistas para reconquistar el poder perdido. Ha decido Francisco, con absoluta firmeza, acabar con los abusos sexuales en la Iglesia, no dar espacio a la impunidad y borrar de raíz esta lacra. Ahora bien, siendo esto loable, si no se quita el sostén ideológico de los abusos que es el clericalismo, será como el que construye sobre arena, vendrán las lluvias y caerá la casa. Hay que construir sobre roca, en este caso, sobre la eliminación del sustento doctrinal del clericalismo.

Puede ser que el miedo al cisma frene la toma de decisiones de calado contra el clericalismo, pero de producirse el cisma sería para depurar la Iglesia, no para dividirla, como sucedió con los lefebvrianos.

* “Corrupción en la Iglesia: ¿existe una era constantiniana?”, en Concilium 358 (2014) 83-96.

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