El nacimiento de Jesús. Cuando el Reino entra en conflicto desde abajo

El Reino comienza desde dentro de la historia herida de los pobres, desde la vida frágil que insiste en existir a pesar de todo

El nacimiento de Jesús no puede ser comprendido como una escena piadosa ni como un prólogo amable destinado a preparar una teología posterior, porque ocurre —y esto es decisivo— en un mundo ya organizado según la lógica del dominio, perfectamente estructurado para que unos pocos concentren el poder mientras la mayoría sobrevive en la precariedad, y precisamente por eso ese nacimiento constituye desde el inicio una ruptura, una desestabilización silenciosa, una negación práctica del orden que se presenta a sí mismo como natural e inevitable.

Jesús nace en el interior de una sociedad campesina empobrecida, sometida a una violencia estructural que no necesita mostrarse constantemente porque ha sido interiorizada en forma de impuestos, de deudas, de miedo cotidiano, de resignación aprendida; Roma gobierna desde lejos, pero gobierna de verdad, Herodes administra el terror con eficacia local, y Jerusalén —a través del Templo y de sus élites— legitima religiosamente un sistema que excluye en nombre de Dios, de modo que el mundo está ya cerrado cuando el Reino irrumpe, no como complemento, sino como contradicción.

María y José no pueden ser leídos como figuras devocionales deshistorizadas, sino como sujetos sociales concretos, pertenecientes a esa población excedente que no cuenta para el sistema, cuya vida está marcada por la inseguridad material y por la constante amenaza de caer un escalón más abajo; el parto tiene lugar donde tiene lugar siempre la vida de los pobres, sin garantías, sin protección, sin recursos, en condiciones que no responden a ningún simbolismo edulcorado, sino a la crudeza de la existencia real, y el cuerpo de María —dolorido, sangrante, vulnerable— se convierte ya en una interpelación frontal a cualquier teología que pretenda hablar de salvación sin tomar en serio la carne herida de la historia.

El niño nace sin privilegios, sin inmunidad, sin blindaje religioso, y esto no es un accidente narrativo ni una estrategia pedagógica, sino la forma histórica concreta que adopta el Reino de Dios cuando entra en un mundo configurado por la exclusión; no se trata de un Dios que se disfraza de pobre para luego retirarse al espacio de lo sagrado, sino de una vida verdaderamente expuesta, situada desde el inicio en el lugar social de quienes no tienen poder para defenderse, porque solo así el Reino puede ser algo más que una idea y convertirse en una alternativa real.

Los primeros en acercarse a ese nacimiento no son los representantes del orden, ni los mediadores religiosos, ni quienes detentan el saber legítimo, sino aquellos que ya viven fuera del centro, pastores y trabajadores despreciados, hombres considerados impuros y socialmente irrelevantes, que no llegan movidos por una revelación extraordinaria, sino por una sensibilidad afinada por la intemperie, por la capacidad de reconocer la vida allí donde el sistema no espera nada; su alegría no es litúrgica ni doctrinal, sino profundamente humana y, por eso mismo, políticamente peligrosa, porque perciben que algo ha ocurrido que no estaba previsto, algo que no ha sido autorizado.

Mientras el Imperio proclama como “buena noticia” el nacimiento del César salvador y garantiza la paz a través de la violencia organizada, aquí tiene lugar una contra-proclamación silenciosa que no compite en espectacularidad, pero sí en sentido, afirmando que la salvación no vendrá desde arriba, ni se impondrá por decreto, ni se sostendrá en la fuerza, sino que comenzará —si comienza— desde dentro de la historia herida de los pobres, desde la vida frágil que insiste en existir a pesar de todo.

Este nacimiento no anuncia una paz entendida como ausencia de conflicto, sino que inaugura un conflicto más profundo, porque cuestiona la legitimidad misma de un orden que se presenta como necesario; el Reino de Dios que comienza aquí no necesita ejércitos ni símbolos de poder, porque su sola existencia desvela la falsedad del relato imperial y pone en evidencia que el mundo podría organizarse de otra manera, que la injusticia no es un destino y que la historia no está cerrada.

Por eso este niño nace rodeado de amenaza, porque el poder —aunque no comprenda todavía la forma que adoptará esa vida— percibe instintivamente el peligro, ya que no teme tanto a las ideas cuanto a la vida que no puede controlar; el Reino de Dios irrumpe así como una grieta en el discurso oficial del mundo, como una interrupción que no garantiza el éxito, pero que establece algo irrevocable: Dios no es neutral, Dios no se sitúa por encima del conflicto, Dios ha tomado partido naciendo allí donde nacen quienes nunca han tenido sitio.

Este nacimiento no es, por tanto, un episodio sentimental que prepara un mensaje posterior, sino el programa entero condensado en una escena histórica concreta: parcialidad por los últimos, deslegitimación del poder sacralizado, centralidad de la vida amenazada y confianza radical en que otro mundo comienza no desde la fuerza, sino desde la fragilidad organizada en esperanza; ahí, y no en otro lugar, comienza la revolución de Jesús.

La revolución de Jesús
La revolución de Jesús

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