Un Masón en Nunciatura

Unas líneas me manda hacer Bastante, que en mi vida me he visto en tal aprieto. O dicho de otro modo: unas líneas me manda hacer Vidal, que en mi vida me he visto en otra tal. Las hago, claro está, de mil amores porque estos dos puñeteros son amigos míos, y les quiero con toda mi alma, y ellos lo saben; pero creo que su confianza en mí sobrepasa de muy largo los límites de la razón humana y están esperando que de estas líneas salga algo que no puede salir: cualquier cosa morbosa, dentelleante, singular al menos, que ponga de los nervios a las hienas vultúrido-cigóñicas que aguardan cada noche ahí abajo, en el Foro, el poco de carroña en que hincar sus dientecillos fascistas, fanáticos, tantísimas veces ignorantes y sobre todo maleducados.

Temo que voy a decepcionar a mis amigos. Y a los fachas. Soy Masón, desde luego. Mi Taller, o Logia, está encuadrado en la Gran Logia Simbólica Española, que es una muy bien nutrida Obediencia Masónica liberal, adogmática y laica. Pero soy muchas otras cosas además de Masón, y gracias a una de ellas fui invitado, el pasado día 29, a la celebración de la fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo en la Nunciatura Apostólica de Madrid (la Embajada del Estado Vaticano), cuyo titular es un hombre al que sinceramente aprecio: Manuel Monteiro de Castro.

Estoy absolutamente convencido de que no es, ni mucho menos, la primera vez que un Hermano Masón acude a esa fiesta. Buenos estaríamos si así fuese. Tampoco es la primera vez que voy yo. Pero debo admitir que la última vez que fui honrado por la invitación del buen embajador Monteiro fue hace ya bastantes años, y por entonces yo no pertenecía aún a la Fraternidad que tan feliz me ha hecho y me hace. Así que en esta ocasión se me planteó, en casa y a las seis de la tarde, un leve, levísimo, hasta divertido problema de atuendo. En el ojal de la chaqueta del traje que pensaba usar está prendido desde hace mucho tiempo un diminuto pin de oro (cuando yo era chaval, a estas cosas les llamábamos insignias; en fin) en el que aparecen, conjuntados a la manera del Tercer Grado de mi Orden, dos de los símbolos que yo más quiero: la Escuadra, que simboliza la rectitud moral y la conciencia del ser humano, y el Compás, que representa el Espíritu, la Inteligencia y la voluntad de Justicia que debe alojar en su corazón cualquier Masón.

La Escuadra y el Compás: juntos, el símbolo más popular (pero de ningún modo el único) de la Francmasonería desde hace siglos.

Me miré al espejo, ya trajeado y encorbatado. Me dije: ¿Qué hago? ¿Me quito el pin por primera vez en todos estos años? Los Masones estamos acostumbrados, por nuestro Método, a analizar las cosas con rigor y con toda la serenidad posible. Había razones para dejar el pin en casa: se supone que, por ser Masón, estoy en “pecado mortal” (desde el Código de Derecho Canónico de 1983, ya no explícitamente excomulgado), cosa que a mí me importa un pimiento porque no participo de esos chantajes emocionales que no instituyó Dios sino los curas. Pero es que iba justamente a la casa de la Iglesia católica, caramba. Y es deber inexcusable de un invitado ser cortés con quien le invita. Hacer ostentación, aunque fuera diminuta y en mi ojal, de mi condición de “pecador” Masón, y además sin la menor intención de arrepentirse, me parecía, allí ante el espejo, un acto de chulería que no casaba bien con lo que yo entiendo por buena educación.

Razones para no quitarme el pin: estamos en el siglo XXI. Hoy, en el mundo globalizado en el que todo el mundo tiene acceso a toda la información que quiera obtener, hace falta ser un perfecto imbécil, o un ignorante total, o un fanático irremisible, ¡o todo eso a la vez!, para no admitir que la vieja querella de la Iglesia contra la Masonería; la persecución, la catarata de calumnias que va durando tres siglos, es cosa que atañe ya más a los historiadores que a la gente que andamos por la calle. En mi Logia hay católicos, protestantes, ateos, agnósticos y gente de cuyas creencias religiosas no sé nada. Porque no me interesa. Porque ése no es un problema. La Masonería no se ocupa de la religión, las admite todas… a condición de que nadie trate de imponer ninguna idea, ninguna creencia, a los demás. Lo que la Masonería no puede admitir es el fanatismo, el “yo tengo la verdad y tú no”. En Logia no se habla de religión ni de política. Jamás.

Así que pensé que nadie en su sano juicio, nadie que sepa sintaxis, nadie con una mínima educación, iba a molestarse porque yo luciese en mi ojal un pin que, en el caso de que alguien lo viese (asunto nada fácil, porque es muy chiquitillo), mostrase que yo pertenecía a una Orden muy antigua que respeta a todos, que admite a todos (salvo a los talibanes de cualquier creencia) y que está en este mundo para buscar el progreso, la libertad, la igualdad y la fraternidad de todos. No sería yo el maleducado por llevar en la chaqueta el símbolo de aquello en lo que creo. El maleducado sería quien me lo echase en cara.

Así que me dejé puesto mi pin.

¿Y saben qué pasó?

Pues no pasó nada.

Acompañado siempre por mi amigo Gesù, guardé la cola de rigor para saludar al señor embajador, el buen Manuel Monteiro, el laborioso y honesto y sonriente y sabio Manuel Monteiro. El embajador, vestido impecablemente con sus galas de arzobispo, tuvo para mí palabras de extraordinario cariño que, sinceramente, no creo merecer. Andaba el hombre algo nervioso –la fila de invitados era muy larga– y tengo por cierto que no se fijó, ni por lo más remoto, en mi pin. Il buon Gesù y yo saludamos a continuación, uno por uno, a todos los monsigniori que había alineados a la izquierda del embajador, a quien la Diplomacia española otorga, y sólo a él, el hermoso título latino de nuncio, que viene del latín nuntius: el mensajero, el que da a conocer algo, el que anuncia algo.

Pasamos al salón en que se celebraba la recepción. Es impresionante ese lugar, es un pequeño museo. El cuadro más reciente de los que adornan la estancia es el siglo XVIII. Il buon Gesù y yo saludamos, con la debida cortesía, a mucha gente, muchísima: el presidente del Congreso de los Diputados, José Bono, cuyo vigiladísimo vientre y abundosa cabellera hacían pensar en el actor Ben Affleck más que en ninguna otra cosa; a doña Paloma Segrelles, alma del Club Siglo XXI; a Carlos Dívar, presidente del Tribunal Supremo; al ex alcalde de Madrid, Álvarez del Manzano; a un militar del Ejército del Aire, cargado de condecoraciones, cuyo nombre no sabíamos ni Gesù ni yo. Ah, sí: a un señor bastante mayor, vestido como la Tarasca de las fiestas de Carnaval de mi ciudad, chaqueta blanca de lino ceñidísima, una corbata que parecía un semáforo o un espectáculo de fuegos artificiales, saltitos para aquí, saltitos para allá… Il buon Gesù me sacó de dudas: “Es un arquitecto, ahora no me acuerdo de cómo se llama… El que hizo el estrado para el Papa en la plaza de Colón… Y para el Papa anterior en Cuatro Vientos… Una persona muy querida…” Yo ponía cara gallega de “maaanda carallo”, pero la verdad es que había tanta gente que cómo te ibas a fijar…

Nadie reparaba en mi pin masónico. La verdad es que yo ya me había olvidado por completo de él hasta que Gessussino me presentó a Alejandro Fernández Barrajón, un tipo estupendo que iba sin corbata, de trapillo, y que resultó ser el presidente de CONFER, o sea de los religiosos españoles. Un encanto, pero el buen fraile Barrajón (que deja la presidencia de su organización en este otoño) primero me vio, luego me saludó y lo tercero que hizo fue meter la nariz, literalmente, en la parte izquierda de mi chaqueta, a ver qué veía. No sé lo que vio, si es que vio algo. El caso es que no dijo nada y la conversación continuó sin contratiempos.

Pero fue el primer trueno de una minúscula tormenta que descargó sobre mi pobre ojal, cuya única voluntad era la de pasar cortésmente inadvertido. Nos tropezamos con un señor grande, muy amable pero también muy grande, que se llama José María Gil Tamayo, que es quien lleva la secretaría de Medios de Comunicación de la Conferencia Episcopal. Es del Opus Dei. Iba de riguroso clergyman, aunque hay que admitir (la verdad es la verdad) que el hombre había sacado su traje de la tintorería bastante antes que yo. Otra vez lo mismo: primero me mira el ojal, no ve nada, me sonríe y, a renglón seguido, zas, “narizazo” sobre mi corazón. Ah, pero ahí anduve yo más listo: “¡Oiga! ¿Me puede acercar una cerveza? ¡Eh, usted! ¿De qué son esos canapés? ¿Le importa?” Yo bailo fatal pero, lo que es moverme, me muevo como una pestaña: el buen Gil Tamayo fue por completo incapaz de distinguir (vamos, creo yo) qué había en mi pechera. No preguntó, no quiso. Está bien educado.

Otros, pues no tanto. ¿Iba yo a Nunciatura a provocar a alguien? De ninguna manera. ¿Iba yo a presumir de Masón? En absoluto. Iba porque el embajador me había invitado. Soy persona libre y de buenas costumbres, que es la definición histórica, la más vieja y querida, de un Hermano Masón. Hasta que algunos buenos amigos, todos periodistas y casi ninguno clérigo, empezaron a darse con el codo: “Mira, mira lo que lleva el Orazito…”

Otro tipo adorable, Darío Chimeno, de Mundo Cristiano (luego me dijeron que también era del Opus Dei), se me acercó:

–Y tú… ¿Por qué llevas eso? ¿Es una manera de…?

–No –corté yo–, esto lo llevo siempre. Hace años.

–Pero entonces… ¿tú eres?...

–¿Masón? Sí, claro. ¿Por qué me lo preguntas?

–Nooo, por nada. Si yo…

Eso era lo que yo no quería. Que se diese importancia a algo que no la tenía en absoluto. Ah, los cabritos de mis amigos plumillas, y perdonen pero no diré nombres, que la estaban gozando a propósito de mi pobre, diminuto, honesto pin masónico. Ganas me dieron de quitarme toda la ropa allí mismo y decir: “Si queréis un escándalo, pues lo vais a tener, pero por algo que merezca la pena”. Naturalmente, no lo hice: los Masones somos personas bien educadas y reaccionamos con buenos modos cuando aparece alguien (siempre aparece alguien así, es imposible evitarlo) que nos falta al respeto y que nos trata como si fuésemos fenómenos de feria o la cabra de la Legión. Estas cosas pasan. La gente que es diferente, o que piensa de modo distinto al de la mayoría (al menos de la mayoría que había en Nunciatura) (no es verdad eso, pido perdón: a la mayoría que creen conformar mis amigos periodistas, encantadora partida de visigodos a la que quiero mucho), raramente puede escaparse de sufrir esas bromas de patio de colegio. A mí me molesta, pero me aguanto. Primero, repito, porque los quiero. Segundo porque comprendo que, celtíberos como somos todos, no resulte fácil para ellos no señalar al distinto; aunque a este distinto no se le ocurriría jamás apuntarles con el dedo y reírse a carcajadas diciendo, por ejemplo: “¡Tú eres un cretino que cree en la infalibilidad del Papa!” Y tercero, porque tengo cierto sentido del humor. Pero dejemos esto.

Ahí nació una conversación absolutamente cordial entre Darío y yo. Breve charla que ojalá continúe en otra ocasión, porque fue muy prometedora… aunque dio tiempo a poco: ya nos íbamos.

Eso fue asombroso. El embajador Monteiro, que había recibido a sus invitados en rigurosa fila de a uno, dejándose homenajear y acompañado de su corporación de ensotanados monsigniori, ahora esperaba en la puerta de su residencia, solo, a que cada cual se fuese marchando cuando le apeteciese. Estaba allí, cargado de cortesía y de sonrisas, para despedirnos a todos, uno a uno. Durante el tiempo que fuese necesario. Me conmoví: harto estoy de recepciones en embajadas y nunca había visto tanta delicadeza. Me acerqué a él con paso terminante y estreché su mano con las dos mías:

–Señor emb… Perdón: Ilustrísima, ha sido una recepción deliciosa. El Cuerpo Diplomático tiene mucho que aprender de su sabio Decano. Sólo siento que Vuestra Ilustrísima no haya tenido a bien dirigirnos apenas unas palabras de…

Tuve la sensación repentina de que Manuel Monteiro de Castro no me estaba escuchando. Se había quedado mirando al diminuto objeto de oro que brillaba en mi solapa.

–…Unas palabras, monseñor, de acogida, de cariño, de…

El embajador del Estado Vaticano, el nuntius del Sumo Pontífice, volvió sus ojos hacia los míos. La cara se le llenó con una inmensa sonrisa.

–Ha sido un placer. Vuelva pronto. Obrigado por su visita.

No le besé la mano. Un hombre libre, y un Masón lo es, no debe someterse a ciertos protocolos y sólo besa las manos de aquellos a quienes indubitablemente venera. En mi caso, sólo lo he hecho –bromas aparte– con Vicente Ferrer, con el cardenal Tarancón y con mi abuela Delfina.

Pero a punto estuve con el buen Monteiro, lo reconozco.

Unos minutos después, avenida arriba, se lo dije al buon Gesù:

–Un tipo admirable. Un tipo como hay pocos.

–Cierto –dijo él–. Oye, ¿y qué va a escribir esta noche un Masón de su paso por Nunciatura?

–Supongo que nada –pensé yo en voz alta–, al menos nada que merezca la pena.

–Venga ya, Orazito –se rió Gesù–, ¿con folio y medio tienes bastante?

–Eso sí que no –le miré yo.


Orazio, simb.·. Carretero
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