En la tumba de un cementerio se leía esa inscripción: "Doña Gualberta de la Guerra. + 9-9-1899. ¿Veis cómo estaba muy malita; y nunca lo creíais". Como podéis suponer, la tal Gualberta pasó su existencia terrena pregonando su dolencias.
En alguna ocasión, hemos insistido en la importancia de saber aguantar, de no agriar la convivencia con nuestras continuas quejas. El vivir siempre gimiendo, no solo no elimina el sufrimiento, más bien lo aumenta, porque nos obsesionamos con nuestros problemas.
Pero existen ocasiones en las que parece del todo necesario manifestar el dolor, quejarse; que alguien nos escuche. Incluso la fe madura debe perder el miedo a quejarse. Puede uno decir con el salmista: "¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo?" Incluso no sería contrasentido hablar de impaciencia en la esperanza. Es cierto que no nos resuelve todo esta oración quejumbrosa. Pero también Jesús se quejaba ante el Padre en la oración del Huerto. Nos refugiamos en Dios no porque nos quitará el dolor o nos dará una explicación de nuestros sufrimientos, sino porque confiamos en Él; sabemos que nos quiere, aunque no entendamos nada de nada. ¡Señor, por algo nos habrás creado; yo sé que Tú eres bueno!
Un labrador sesteaba a la sombra de una encina, y mientras le llegaba el sueño, pensaba: "¿Para qué habrá puesto Dios estas bellotas tan pequeñas en un árbol tan grande, mientras esos melones tan grandes, se arrastran en unas plantas tan pequeñas?" Y así se durmió. Poco después, el golpe de una bellota sobre la nariz lo despertó. ¡Qué bien hace Dios las cosas! - exclamó.
Más vale no darle vueltas a los misterios, porque es difícil que nos convenzamos, como el aldeano del cuento. Es mejor quedarnos callados ante el enigma, y decir como San Pablo: "¡Qué insondables son tus decisiones, Señor!" O exclamar con Isaías: "Mis caminos no son vuestros caminos". La réplica dolorosa ante un Dios que nos ama ha de abrir el corazón a la esperanza. Cuando uno practica este tipo de oración, ni le echa la culpa a Dios del mal que padece, ni siquiera se resigna diciendo: el Señor lo permite.
Lo que expresa en sus quejas es: nada entiendo del mal; no sé por qué me ha de pasar esto; cada vez lo comprendo menos, pero confío en Ti, Señor, porque un día te entregué mi corazón. No quedaré confundido para siempre.
Conocí a un hombre fuerte; jamás le oí quejarse de nada: ni en lo físico ni en lo espiritual. Pero un día escuché sus lamentos cuando pensaba que Dios sólo le oía. Aquel señor creció en mi aprecio desde aquella ocasión.
José María Lorenzo Amelibia
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