En el Seminario de Pamplona. “Tempus fugit”

En el Seminario de Pamplona. “Tempus fugit”

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Seminario de Pamplona

 Veloz como el relámpago corre el tiempo. Hoy 15 de octubre, el día de Santa Teresa de Jesús he estado en la capilla del Seminario de Pamplona. Han pasado más de cincuenta años desde que abandoné aquellos benditos muros. Lejano queda ya aquel día que grabó mi alma con sello indeleble. Su señal permanece en mi espíritu con la misma frescura recién acuñada. Ha cambiado algo el entorno, pero es el mismo recinto sagrado, el mismo lugar donde pasábamos ratos de Cielo aquellos seminaristas de los años cincuenta. Junto al sagrario pusimos nuestra ilusión de apostolado. Todo era juventud e ilusión; nos parecía podríamos conquistar el mundo para Cristo. Después hemos de decir con humildad: siervos inútiles somos.

Las aguas corren sin cesar hacia el mar: unas veces cantarinas; otras, pausadas; en ocasiones, presurosas. Mi vida se desliza hacia su meta con paz a ratos, jubilosa o atormentada en otros momentos; siempre consciente de su destino eterno. Sentado cerca del Sagrario de mi Seminario recordaba las horas íntimas junto a Jesús en mis días de estudiante. Allí está el mismo Dios de entonces; el mismo tabernáculo que yo abría con temblor las primeras mañanas de mi diaconado. Le dije “Sí” a Cristo. Lo renuevo con fuerza cincuenta y un años después. Él me ha guiado por senderos tortuosos y por amenos valles, en días de sol radiante, en noches ciegas sin luna y sin ninguna estrella. Pude tropezar y caer. Pude gritar como Pedro: “¡Sálvanos, Señor, que perecemos!” Y su voz la misma: “¡Hombre de poca fe, ¿por qué has titubeado?”

Admiraba al cura de Ars, que pasaba las noches en intimidad amorosa con el Señor, y los días en el bregar duro del ministerio apostólico; a su cuerpo sólo regalaba con una olla de patatas. Así viviría yo. Me atraía la soledad de las montañas, cerca del cielo, cerca de Dios, pero la lejanía de un amor compartido me inundaba de tristeza. Ahora, en la ancianidad, vivo cada día conociendo mis limitaciones, mis errores, mis pecados. Doy gracias a Dios porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Gracias, Señor, por mis limitaciones, gracias porque por ellas se eleva mi corazón a Ti.

Una brújula me orientaba en medio de las mayores tempestades: la fe en Dios y en Jesucristo su Hijo, la esperanza cierta de una vida sin fin, la Madre del cielo. Con serena confianza he entonado y vivido cientos de veces el prefacio de la Misa de difuntos: “A los que contrista la certeza de su condición mortal, les consuela la promesa de una futura inmortalidad”.

Soñaba con ser líder; no ser del montón. Mi vida tenía que distinguirse como un faro para ser luz potente que ilumina a los demás. Sentía una fuerza inmensa interior que a esto me impulsaba. Hoy veo mi total limitación. Hoy me conformo con que la antorcha débil que encendieran en mi bautismo y mi sacerdocio, se una a otros miles de lucecillas para reflejar un poco a Él, Luz sin ocaso.

¡Caminaré al encuentro del Señor! Mi alma, a medida que pasan los años siente más fuerte el hambre, la sed, la necesidad de Dios. No miro solamente a Dios encarnado en los hermanos; necesito además el contacto íntimo con el Señor, dueño de la vida, encerrado en el Sagrario, Padre de todos, Padre mío, mi Padre. Me mandará como a Magdalena: “Anúnciales; he resucitado”. Pero volveré a El. Mi alma lo necesita: adherirme a su vida todas las mañanas en la comunión; contemplar su mansedumbre, su inmensidad, su bondad; sacar fuerzas de Él para caminar sin hambre bajo el sol.

No sé cuánto tiempo durará mi travesía. Diré como Tarancón: mi maleta la tengo preparada. Junto a Ti, Señor, en esta capilla recuerdo a mis antiguos educadores; quedan muy pocos en este mundo. Acuérdate, Dios mío, de aquellos hombres llenos de fe: José María Pérez Lerendegui, Carmelo Velasco, Luis Latasa, Cándido Arbeloa, Martín Elizalde, Mariano Laguardia, Fortunato Herrera, Carmelo Jironés, José María Conget, Valeriano Ilárraz. Manuel Unzu, Isaac Zudaire, Victor María Aguigalde, Martín Larráyoz, Javier Osés, Jacinto Argaya, Pedro Alfaro, Domingo Bronte, Alberto Mas, Enrique Delgado Gómez; y de todos profesores que nos ayudaron e iluminaron nuestra fe. Casi todos duermen ya el sueño de la paz. El tiempo huye. Tempus fugit.

José María Lorenzo Amelibia

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