Yo no quería ser abuelo

 Enfermos y Debilidad

Yo no quería ser abuelo

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            Yo no quería ser abuelo, pero he llegado a serlo. Ahora estoy encantado y espero seguir así. Me da la impresión de que la paternidad es un poco menos que la “abuelez”: que el abuelo es algo más que el padre; porque lo incluye y lo supera. Y sin embargo ni siquiera está registrada la palabra “abuelez” en el diccionario. Ni Dios se reveló como abuelo sino como padre. Incluso en sermones he oído estas palabras: “Hermanos, que Dios es Padre, pero no abuelo”. ¿Qué sabrán ellos? ¿Pero no os dais cuenta de que ser abuelo supone también ser padre? Pues yo imagino, por supuesto, a Dios como Padre. Pero también como abuelo, porque el abuelo tiene más misericordia que el padre, ama al hijo y al hijo de su hijo. Y, al igual que el padre, lo único que desea es amor, que le quieran sus hijos, que le amen sus nietos. Pues así me imagino a Dios. Nadie me lo prohibirá.

            Dios me pide algo. Algo de lo mío. Como yo se lo pido a mis hijos y a mis nietos tan pequeños… Y aquí viene el problema. ¿Pero qué puedo yo darle a Dios si todo lo he recibido de Él? Sí, puedo darle algo que Él no tiene: la nada de mi corazón; mi indigencia; mi pobreza extrema; mi debilidad total. Eso quiere Dios de mí. En una palabra, que me acuerde de Él y me ofrezca. Quiere mi afecto, mi cariño.

Con el corazón emocionado ante mi Señor le digo con el salmo 105: “Sálvanos, Señor, Dios nuestro, sácanos para reunirnos contigo”. Y le digo con San Francisco de Sales: “Mi alma está enamorada de Ti y desea alabarte, reconocer tus perfecciones… y agradecerte”. Y con Teresa de Jesús:

 “Veis aquí mi corazón,

 yo lo pongo en vuestra palma,

 mi cuerpo, mi vida y alma,

 mis entrañas y aflicción;

 dulce esposo y redención,

pues por vuestra me ofrecí,

¿qué mandáis hacer de mí?

Parece demencial pensarlo, pero es una realidad de fe: Dios se me ha dado; además de crearme, hacerme hijo suyo en el Bautismo, se me entrega en la Eucaristía y se me ofrece del todo en la eternidad, para siempre. ¡Eso no puedo hacer yo con nadie, ni con hijos, ni con nietos! Y me manda la muerte del cuerpo para que mi alma se una del todo con Él en el Cielo. ¿Puedo atemorizarme ante la muerte, cuando es el comienzo de una vida sin fin, la unión definitiva con Dios?  Amaré por siempre al Señor; y por siempre me sentiré amado de Él. ¡Claro que parece demencial el pensarlo: ¡Dios y yo unidos para siempre! Y es una realidad. Como una realidad es que yo quiero a mis hijos, que yo quiero a mis nietos, porque soy padre y porque soy abuelo.

José María Lorenzo Amelibia

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