"El niño es introducido en la historia por un hombre que acepta quedarse un paso atrás"

El sueño de San José
El sueño de San José

«Así fue engendrado Jesucristo...», comienza Mateo (1,18-24). Pero no, no es como cabría esperar: el relato no comienza con la alegría de un nacimiento, sino con una crisis. Antes del niño, antes de la luz, antes del canto, hay un hombre herido en lo más íntimo. José descubre que María está embarazada. Y él no es el padre. Todo sucede allí, en ese punto ciego donde se rompe una historia prometida. El Evangelio no edulcora la escena: no hay nada edificante, nada luminoso.

A José se le define como «justo». Pero la justicia, aquí, no es una virtud abstracta. Para este hombre es una lucha interior. Es la tensión entre la ley y la compasión, entre lo que sería legítimo hacer —repudiar a María, que obviamente para él se había ido con otro hombre— y lo que no se tiene el valor de infligir. La ley le permitiría exponer a María a la deshonra. Él decide no hacerlo. Decide dejarla en silencio. Es un gesto mínimo, pero radical. ¿Por qué? Quizás no sea heroísmo, es pudor. Es la dignidad de quien no quiere convertir su dolor en espectáculo. Y sin duda debía amar a esa mujer. A pesar de todo.

La historia se desarrolla en el espacio interior de José. María permanece en segundo plano. No habla. No se defiende. La escena es totalmente masculina, centrada en el momento en que un hombre debe decidir quién ser cuando el mundo se le escapa de las manos. José no es un personaje romántico. Es un hombre concreto, conmocionado, que piensa. Y sin embargo, mientras piensa, sueña.

José duerme y sueña. La dimensión onírica llega como una fisura en el relato, inesperada. Como en los grandes relatos bíblicos, pero también como en las novelas modernas, el sueño es el lugar donde lo real se reorganiza. Kafka, Freud, Dostoievski lo sabían: en el sueño aflora lo que la conciencia no puede soportar. He aquí una voz que habla por la noche: el ángel. No entra en la habitación: entra en el sueño. Y dice una frase que lo cambia todo: «No temas».

El centro del relato es el miedo. El miedo a ser engañado, a perder el control, a quedar en ridículo. «No temas tomar contigo a María»: el verbo es fuerte, concreto. Para José, esto significa asumir una historia que no ha elegido. Significa hacerse cargo de algo que excede sus propios esquemas. José no se convierte en padre biológico, pero se convierte en responsable. Acepta una paternidad que no nace de la sangre, sino de la decisión.

El texto introduce entonces el nombre. Dar el nombre es el acto más poderoso que realiza José. «Le llamarás Jesús». No engendra, pero nombra. Y nombrar significa reconocer, acoger, insertar en el mundo. El niño es introducido en la historia por un hombre que acepta quedarse un paso atrás. Es una paternidad silenciosa, como ciertas figuras pintadas por Georges de La Tour: hombres en la sombra, iluminados por una llama discreta, que sostienen la escena sin dominarla.

No un Dios por encima, no un Dios en contra, sino un Dios dentro de una historia complicada, frágil, irregular. Dentro de un matrimonio que comienza con un malentendido. Dentro de un hombre que debe renunciar a una idea de sí mismo.

José se despierta. No pide explicaciones. No discute. Hace lo que le han dicho. En un Evangelio lleno de palabras, él permanece en silencio. Y precisamente por eso se vuelve decisivo. José es un personaje de Verga o de Faulkner, tal vez, que nunca se explica a sí mismo, pero mantiene unido el mundo con gestos obstinados.

Al final, todo se confía a un simple gesto: llevarlo consigo. Ahí es donde la historia encuentra su centro. No en el ángel, ni en el sueño, ni en la profecía. Sino en ese hombre que, sin alboroto, elige no rehuir. Y así, sin saberlo, abre un nuevo espacio en el mundo.

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