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Llega la Navidad... ¿a todo el mundo?

"La Sagrada Familia se convierte en una familia refugiada. Sin protección, sin estatus, sin derechos"

Sagrada familia refugiada

La escena comienza de noche, como suele ocurrir cuando las historias toman un giro irreversible. Un ángel se le aparece a José en sueños y no le da buenas noticias, sino una orden tajante: levántate, toma al niño y a su madre, y huye. No hay tiempo para comprender ni para discutir. El peligro ya está en camino. Y el poder, cuando se siente amenazado, no dialoga: ataca.

Mateo (2,13-15.19-23) escribe sobre el niño Jesús, pero las imágenes que nos ofrece carecen de toda ternura navideña. El niño es frágil, pero el mundo que lo rodea es feroz. Herodes no aparece directamente, pero su sombra domina la escena. Es el soberano que teme perder el trono ante una vida recién nacida. Es la paradoja del poder: tiene ejércitos, palacios, alianzas, y sin embargo teme a un recién nacido. Como en las obras de Shakespeare, el tirano siempre está obsesionado con lo que no puede controlar.

José no habla. Se levanta, toma al niño y a su madre, y se marcha. No hacia un destino donde mana leche y miel, sino hacia Egipto, un lastre simbólico. Es la tierra del exilio, pero también de la esclavitud. Es el lugar donde se sobrevive, no donde se prospera. Mateo construye aquí un movimiento hacia atrás: la historia que debía seguir adelante se ve obligada a retroceder. Como si la salvación tuviera que pasar, una vez más, por la experiencia del exilio.

Sueño de José

La Sagrada Familia se convierte en una familia refugiada. Sin protección, sin estatus, sin derechos. Solo un hombre, una mujer y un niño que cruzan fronteras para seguir con vida. Es una de las imágenes más antiguas y actuales de la historia de la humanidad. Se podría situar junto a los cuadros de Goya sobre las víctimas de la guerra, o junto a las fotografías contemporáneas de los campos de refugiados, donde la fragilidad se mueve en silencio bajo la mirada indiferente del mundo.

Mateo inserta una cita profética: «De Egipto llamé a mi hijo». Pero la profecía, aquí, no suaviza el relato. Sirve más bien para decir que la historia no es lineal, que el sentido a menudo solo emerge después, cuando se mira hacia atrás. En el momento de la huida, nadie sabe que está «cumpliendo» algo. Simplemente se huye. La teología viene después. Primero está el miedo.

El tiempo pasa. Herodes muere. Solo entonces el ángel vuelve a hablar. Una vez más en sueños. Una vez más con una orden: levántate, vuelve. Pero el regreso no es un simple regreso a casa. La geografía ha cambiado, el poder ha cambiado de rostro, pero la violencia no ha desaparecido. Arquelao reina en lugar de su padre, y José tiene miedo. Es un miedo lúcido, no irracional. El texto lo toma en serio.

Así que la familia se desvía. No regresa a Judea, sino que se retira a Galilea, a una ciudad marginal, Nazaret. Un lugar que no cuenta. Que no promete nada. Es aquí donde termina el relato: no con una capital, sino con una periferia. No con una solución triunfal, sino con un compromiso. Como si Mateo quisiera decir que la salvación, cuando atraviesa la historia, siempre acepta la forma de la adaptación, nunca la del dominio o el triunfo.

«Se le llamará Nazareno», concluye el texto. Un nombre que no es un título, sino una etiqueta. Un origen que suena a reducción. De Nazaret no se espera nada grande. Y es precisamente allí donde la historia se deposita, en silencio. Como en los relatos de Natalia Ginzburg, donde las vidas decisivas transcurren sin estruendo, en habitaciones mínimas, en elecciones obligadas.

El niño crece porque alguien supo huir, esperar, volver. Es una historia que desmonta toda retórica de la infancia feliz. La historia más decisiva no es la de los reyes, sino la de quien toma a un niño en brazos y atraviesa la noche.

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