El Coronavirus, interpelación y desafío.

 -Meditación para el confinamiento-

 Acabo de salir a comprar en mi pueblo, Fuente el Fresno, y me he encontrado un pueblo vacío, fantasma. Los niños con sus gritos y sus juegos han desaparecido de la plaza donde los columpios y toboganes lloran de desconsuelo. Nunca se habían vistos tan abandonados. Solo algunos tractores, con sus atomizadores  y sus ejemplares voluntarios están fumigando las calles para dar una mayor  protección. Se diría que una nube de silencio y misterio ha llegado como una niebla y nos ha envuelto en su capricho. Me recuerda a la película "La Historia Interminable" del alemán Michael Ende. Algunas fachadas lucen balconeras con la imagen de nuestra patrona, santa Quiteria, para invocar su ayuda y protección. Me he cruzado con varias personas en el camino, todas con mascarillas y evitando el encuentro cercano. Ayer, encontrarse era un deseo anhelado por todos para el abrazo y el saludo efusivo. Ahora, predominan la desconfianza y el miedo. Somos cautivos en las mazmorras de nuestros hogares. Una sensación que no habíamos experimentado nunca.

Un amigo de la infancia, Blas, me dice que todo esto le está sirviendo para darse cuenta de que es demasiado materialista y tiene que acercarse un poco más a Dios. Me envía una foto de unas monjas Mínimas contemplativas de Archidona confeccionando mascarillas y declarando: “Nos unimos a toda la iglesia en un mismo clamor”. Me dice que esto le ha tocado. Este Coronavirus ha logrado realidades que nadie había conseguido hasta ahora. Estábamos demasiado dormidos, instalados y camuflados en nuestras seguridades  y este coronavirus nos ha descolocado por completo. Estamos sacando a relucir nuestras mejores virtudes y también algunos defectos manifiestos que afean las conductas solidarias que nos están sorprendiendo sobremanera en el momento presente.

Es nuestra condición humana.  Se multiplican los detalles emocionantes de prolongados aplausos al caer de la tarde a los sanitarios que nos cuidan y nos protegen, a los miembros de los Cuerpos de Seguridad que se juegan  la vida y a los comerciantes, farmacéuticos y proveedores que hacen posible el abastecimiento de los mercados  para que podamos comer todos los días. Nos está sorprendiendo cuánta solidaridad hay escondida en los corazones de mucha gente y, sobre todo,  cuánta capacidad de reacción hay en todos nosotros para hacer frente al virus que nos doblega. Mi amiga Pilar, una magnífica soprano, sale todas las tardes en Mallorca a cantar en su balcón para dar ánimo y consuelo a las familias de su barrio. Frente a gente insolidaria, como esos que salen a la calle a pasear sin más, desobedeciendo la ley y tienen que ser multados o detenidos, hay otros que no abandonan sus puestos, aún estando en peligro para servir a los demás en condiciones precarias. Otro amigo, Mario, desde Madrid me dice que ayer se ha emocionado con su esposa Marina y sus dos niños,  escuchando el Ave María que un vecino ha puesto por megafonía  en su urbanización. Y así se multiplican los ejemplos de solidaridad por toda España. Somos un gran país, probablemente no con los políticos que nos merecemos.

Algo parecido sucede en el mundo de la iglesia. Me estoy encontrando con ejemplos de entrega casi martirial y, a la vez, afirmaciones salidas de tono que producen una inmensa pena.

Ayer por la mañana escribí a mi amigo Xoán Pedro, capellán en el hospital Ramón y Cajal y a mi pregunta sobre cómo se encontraba, me dio una respuesta que me ha dejado inquieto: “Gracias por acordarte de mí en estos momentos. Lo cierto es que hay poco material y hay que dar prioridad a los médicos y enfermeras. Llevo una mascarilla tres guardias ya y sin guantes. Tengo una gran sensación de impotencia. Quiero estar con los pacientes pero  la prudencia y  el cumplimiento de las normas me hacen imposible poder estar al lado de ellas físicamente. Una puerta es una gran muralla, infranqueable, que me llena de impotencia muchas veces. Te agradezco tu oración”

Ahora que celebramos los cuarenta años del martirio de san Oscar Romero en El Salvador, un santo de mi devoción, podemos asistir a momentos sublimes con la invitación del papa Francisco a reconocer el ejemplo de heroicidad de médicos y personal sanitario en esta crisis y la disponibilidad de algunas congregaciones religiosas para poner sus numerosas instalaciones al servicio de la sanidad común, como acaban de hacer los religiosos de san Juan de Dios. Hay una iglesia que se moviliza para ponerse por completo al servicio de la gente y otra iglesia callada y vacilante.

Son momentos en que todos hemos de estar al servicio de la vida, que es el bien supremo y de convertirnos en buenos samaritanos unos de otros, al vernos caídos al borde del camino por el coronavirus.

Y es momento de dejar a un lado ambiciones personales y aprovechar la situación para sacar tajada, como ha hecho el cardenal Burke. (Otra vez el orondo y principesco Burke) con afirmaciones tan peregrinas y cuestionadas como ésas que animan a desobedecer las órdenes de los gobiernos para asistir a misa y comulgar, cuestionando a los gobiernos seculares en actitudes anteriores al Concilio Vaticano II y, en el fondo, reivindicando el gobierno eclesial, osea, el suyo, que le sitúe en el trono que anhela. ¡Qué paciencia la del papa Francisco con este príncipe! Su afirmación de que esta enfermedad es fruto del pecado nos sitúa en una teología más judía que cristiana. Estos príncipes, lejos de dar esperanza y apoyo al pueblo, se convierten   en jueces negativos y falsos profetas del mal agüero. ¿No hay nadie que ponga en su lugar a  este orondo príncipe, amante de las largas capas aterciopeladas? Resulta, cuando menos, curioso.

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