Un Dios que nos invita a amar de verdad, con profundidad y con desprendimiento. “Este es mi Hijo amado “

Alfredo Quintero Campoy y Alejandro Fernández Barrajón

En este segundo domingo de Cuaresma asistimos a un relato curioso y, a la vez, extraño para este tiempo de austeridad y penitencia que estamos viviendo.

En los tres evangelios sinópticos, el relato de la transfiguración está íntimamente ligado al primer anuncio de la pasión.

Da la impresión de que la liturgia hace una alto en el camino de la cruz para que no perdamos la referencia final que nos convoca, que es la gloria de Cristo.

  Se nos dice, en definitiva, que el camino del éxito, del triunfo, de la auténtica salvación que anhelamos pasa necesariamente por la cruz.

Nuestra fe pone sus cimientos en la revelación y manifestación de un Dios que nos ama en extremo y que no se reserva nada para hacernos ver lo mucho que nos ama.

Un Dios que nos invita a amar de verdad, con profundidad y con desprendimiento. Este amor revela la belleza de Jesucristo en la transfiguración, donde aparecen los testimonios en camino discipular, es decir, de aprendizaje, de Pedro, Santiago y Juan y, por otro lado, el testimonio de gran autoridad en la fe, manifestado por Moisés y Elías, para darle fuerza plena a este testimonio de la identidad de Jesucristo, aparece la voz del Padre en esa Epifanía de hablar de entre la nube para decirnos que Jesucristo es el hijo amado, a Él debemos escuchar. La palabra pronunciada por Moisés y por los profetas, representada en Elías, es la palabra que se hace plena en Jesucristo.  Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la montaña, y aquí aparecen como testigos de esta gloria. Los profetas habían anunciado los sufrimientos que había de abrazar el Mesías. La voluntad del Padre es que su hijo pase por la cruz redentora. En esta escena dice Santo Tomás: “Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa”

 Los patriarcas, los profetas y los discípulos son signo y testimonio de servicio de la palabra que es Jesucristo. Podemos hablar de una síntesis de revelación del plan salvífico de Dios, es decir, la voz de Dios, que Abraham escucha y obedece, responde a lo que Dios nos está preparando y conduciendo para conocer y hermanarnos con su hijo Jesucristo, de igual manera Moisés al conducir del lugar de la esclavitud ( Egipto) hacia la tierra prometida nos va revelando el signo de lo que el Padre quiere hacer con toda la humanidad: llevarnos de un mundo sujeto a tantas esclavitudes para llegar al cielo donde Él habita. Por otro lado, Elías, el profeta fiel y celoso de Dios, que hace conocer la voluntad de Dios y permanece firme superando toda prueba y persecución para hacernos conocer la verdad de su mensaje. Así, el testimonio que los discípulos Pedro, Juan y Santiago tendrán que dar sobre Jesucristo se va fortaleciendo con estas experiencias sólidas y profundas que el Maestro les va revelando y transmitiendo. 

Un camino donde no dejará de haber pruebas, como ya nos recuerda la primera lectura del génesis, Abraham es puesto a prueba en su amor, siendo capaz de desprenderse de lo que más ama y de lo que más había estado esperando como padre aquí en la tierra de tener un heredero, Isaac, Dios se lo dio en la vejez y Dios se lo está pidiendo al término de su vida. Todo esto nos hacer ver una cosa fundamental: el lenguaje válido para Dios será siempre el Amor verdadero: Ese amor que es capaz de desprendimiento de sí mismo. Ese amor está plasmado en Jesucristo, El nos revelará en la cruz y en su pasión ese amor redentor por todos.

  Estamos convocados a la Pascua. Este tiempo de Cuaresma es un proceso que nos conduce a Cristo resucitado. Pero no habrá Pascua para nosotros si no hay cruz, si no estamos dispuestos a poner en tensión nuestros talentos y cualidades para invertirlos en la conquista del Reino. La transfiguración es una experiencia mística de la humanidad, representada en los tres discípulos. Estamos convocados a ver la gloria de Dios, a disfrutar de su gloria y de su grandeza.

 Estamos llamados a vivir en un amor redentor, que sea capaz de liberar, de sanar, de dar vida, de tender la mano, de quedarse en el lugar del otro para que el otro vaya encontrando un camino más pleno y dichoso. De ahí la segunda lectura a los romanos de Pablo: Dios no se ha reservado nada para sí, con tal de mostrarnos cuánto nos ama al darnos a su hijo y entregando todo por nosotros.

 Nos quejamos con frecuencia de nuestra cruz, pero parece que no somos conscientes de que nuestra cruz es muy pequeña al lado de las cruces de muchos hombres y mujeres que viven cerca de nosotros. Hay una parábola que puede ayudarnos a entender esto:

Un hombre, ya no podía más con sus problemas. Cayó de rodillas, rezando, "Señor, no puedo seguir. Mi cruz es demasiado pesada". El señor oyó su oración y le contestó, "Hijo mío, si no puedes llevar el peso de tu cruz, guárdala dentro de esa habitación. Después, abre esa otra puerta y escoge la cruz que tú quieras".

Aquel hombre suspiró aliviado y dijo: "Gracias, Señor"  e hizo lo que le había dicho. Al entrar, vio muchas cruces, algunas tan grandes que no les podía ver la parte de arriba. Después, vio una pequeña cruz apoyada en un extremo de la pared.

"Señor", susurró, "quisiera esa pequeña que está allá". Y el Señor contestó, "Hijo mío, ésa es la cruz que acabas de dejar".

 Jesucristo lo dará todo por nosotros en la cruz, Abraham estuvo dispuesto a dar todo lo que Dios le pedía; así también los discípulos de Jesús están llamados a darlo todo. Un Dios que nos invita a amar de verdad, con profundidad y con desprendimiento y que nos llevará por un camino de dolor y desprendimiento de lo que más amamos; ese dolor lo podemos palpar en Abraham cuando pone a su hijo para sacrificarlo, lo vemos en María al pie de la Cruz, viendo morir al hijo de sus entrañas, lo vemos en el huerto de los olivos cuando Jesús le dice al padre: Padre si quieres aparta de mí este cáliz pero que no se haga mi voluntad sino la tuya.

 Pero la vida cristiana no es sólo experiencia de transfiguración, lo es también, y mucho, de cruz. Pedro se resistía a volver a la realidad difícil y cruda de la vida y optaba por quedarse en el monte, contemplando la gloria de Jesús: ¡Qué bien se está aquí, si quieres haremos tres tiendas! Pero Jesús les hace volver al valle y les anuncia que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho.

 La lectura de los romanos nos refiere este amor total y desprendido de Dios por toda la humanidad. Este amor nos revela que de verdad Dios está a nuestro favor.

 Nos cuesta mucho aceptar la cruz, más pequeña o más grande que Dios nos pone en el camino de la vida. Hasta nos rebelamos con frecuencia contra ella. ¿Por qué nos ha tocado a nosotros esta enfermedad, por qué tengo que cuidar a mis padres enfermos y ancianos, por qué he tenido tan mala suerte en mi matrimonio, por qué me van tan mal los asuntos económicos, por qué no me siento tan querido como yo quisiera, por qué este mal en el mundo, por qué tiene éxito la injusticia… y así un montón de porqués que nos sitúan cara a cara con la cruz todos los días.

 Este proceso de cruz y de sufrimiento es necesario para ir creciendo en una respuesta madura y contrastada a Dios desde la fe. Los niños no madurarían nunca si no tuvieran que enfrentarse a los problemas. Nosotros no creceríamos en el camino de la fe si no estuviéramos dispuestos a afrontar las consecuencias que nos trae el mal y el pecado.

 Este es el amor que estamos llamados testimoniar y a pronunciar con nuestra vida y nuestras acciones. Es así como también nosotros somos transfigurados en Jesucristo en este amor que redime y se da totalmente sin migajas a los demás, ese es el Amor de Dios entre nosotros.

 No es posible caminar en la vida sin cruz. Sólo una fe madurada y probada en la oración y en la meditación es capaz de enfrentarse a la cruz de la vida con éxito. Pero la cruz no es el todo ni el final de la vida; es sólo el camino para la realización plena de nuestras esperanzas como hombres y mujeres de fe. Nuestra vocación es contemplar la belleza de Dios, el Cristo transfigurado. Somos para la vida y no para la muerte. Somos para la Pascua y no para la Cuaresma.

 Cuaresma es tiempo de traer ante Jesús transfigurado todas nuestras cruces, nuestras preocupaciones y sufrimientos, nuestros dolores y decepciones, porque en Él podemos encontrar consuelo y sentido. Ninguna cruz es tan grande que no podamos llevarla con dignidad porque Dios nos regala la gracia necesaria.

 San Pablo le pedía una y otra vez al Señor “Quítame esta espina que llevo clavada en la carne” Parece que esa espina era una enfermedad de tipo epiléptico. Y el Señor siempre le respondía: “Te basta mi gracia” A nosotros hoy, ante nuestra cruz, el Señor nos dice también: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”

  Vamos a llenar nuestro tiempo de Cuaresma de sentido cristiano, de oración y de esperanza, de profundidad y de lucha para que podamos ser testigos de una Pascua florida en nuestra vida.

León Felipe, el poeta de Tábara (Zamora) ha escrito:

  UNA CRUZ SENCILLA

Hazme una cruz sencilla, carpintero...

sin añadidos ni ornamentos...

que se vean desnudos los maderos,

desnudos y decididamente rectos:

los brazos en abrazo hacia la tierra,

el astil disparándose a los cielos.

Que no haya un solo adorno

que distraiga este gesto:

este equilibrio humano

de los dos mandamientos...

sencilla, sencilla...

hazme una cruz sencilla,

carpintero.

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