Santo no es el que es perfecto sino el que quiere serlo. Hay más santos de los que parece.

 Sobre ese misterio de la felicidad que anhelamos.

“A Fernando Prado, claretiano, nuevo obispo de san Sebastián.”

Dice el catecismo de la Iglesia católica que la vocación del ser humano es la felicidad. Y parece que al menos en esto todos estamos bastante de acuerdo. Ser felices es un horizonte que todos queremos alcanzar y una meta a la que no estamos dispuestos a renunciar por nada del mundo.

  Las dudas y las disensiones aparecen cuando intentamos ponernos de acuerdo en el modo más acertado para ser felices. Queremos ser felices todos ¿pero cómo conseguirlo?

  La felicidad no consiste en encontrar lo que anhelamos, ni siquiera en satisfacer nuestros deseos, ni está en los pequeños o grandes éxitos que vayamos logrando, parece claro que tampoco podemos comprarla por mucho dinero que tengamos; ahí están los fracasos humanos de Cristina Onasis y de Marilyn Moroe precisamente cuando más éxito, reconocimiento y dinero poseían.

  Con dinero sólo podemos adquirir apariencia de felicidad, sucedáneos y envolventes hermosos que no contienen la auténtica felicidad.

  Tal vez por eso abunda una cierta tristeza, desencanto y desesperanza entre la gente; tal vez por eso las consultas del psiquiatra están llenas de personas muy vulnerables, heridas y frustradas que soñaron con ser felices pero se despertaron y la realidad era otra muy distinta.

 Todo esto sucede cuando se equivocan los cauces para conseguir la felicidad y lo que alcanzamos al final es más amargura y tristeza que otra cosa.

 La felicidad se disfraza de placer, de éxito, de notoriedad social, de poder adquisitivo, de disfrute en general. Y casi siempre la felicidad tiene muy poco que ver con eso.

¿Dónde encontrar esa felicidad que ansiamos? ¿Cómo devolverles al hombre y a la mujer el gozo y la dicha, la serenidad y la esperanza que Dios desea para ellos?

  Si escuchamos las bienaventuranzas del mundo enseguida escucharemos, tal vez incluso en nuestra propia casa:

 Felices los que pueden estar a la última, se compran la ropa más moderna y viven inmersos en la marcha.

 Felices los que disfrutan de holgura económica y pueden comprarse cuanto desean.

 Felices los que viven  a tope y disfrutan de la vida sin trabas.

 Felices los que alcanzan el éxito y reciben felicitaciones y homenajes y son envidiados e imitados.

  Felices los que no se complican la vida y viven al  margen de problemas y de malos rollos.

  En el fondo se trata de seguir los dictados de la postmodernidad que tiene como eslogan: “Nada es cierto, todo es posible”. Un absoluto relativismo.

  Pero este tren no nos lleva casi nunca a la estación de la felicidad a la que queremos viajar. Más bien genera en nosotros ansiedad, desmoronamiento interior, vulnerabilidad a flor de piel, tristeza y hasta depresión… Parece que la felicidad está en otro lugar y se llega a ella por otro camino.

  En el día de los santos, los buenos, los fieles, los felices… el Evangelio nos propone otro método distinto de ser felices. Es un método discutido porque si bien es verdad que produce la felicidad a juicio de los que lo han recorrido, no es menos cierto que la inversión es mucha, arriesgada e impopular. El camino que Jesús nos propone es el de las bienaventuranzas. Uniendo el verdadero amor a la entrega y al sacrificio por los otros, en la donación, en la generosidad vital. Y parece, a juzgar por el amor de las madres, que en verdad el amor auténtico tiene mucho de sacrificio y de sufrimiento, que no impiden a una madre ser feliz en la entrega a sus hijos.

  Hay una felicidad pequeñita y aparente que parece resultona. Es la de aquellos que apuestan por una vida cómoda, sin problemas, al margen de los sufrimientos de los otros, sin grandes preguntas por la justicia o los derechos de los demás, sin complicarse la vida. Es una felicidad aparente y además, engañosa.

  Hay otra felicidad más profunda que nos convoca a la solidaridad, a la preocupación por los pobres y pequeños, al compromiso por la justicia y la verdad, a la conquista de la paz; una felicidad a largo plazo que supone inversión y que cuenta inevitablemente con la capacidad de amor que sepamos emplear.

  La vida cristiana viene a ser una propuesta como ésta, arriesgada, de calidad humana, de hondura espiritual, de sufrimiento por los otros, de amor gratuito e incondicional. Esto es ser creyente, ser discípulo de Jesús, querer parecernos al Maestro. Al final ser creyente de verdad no consiste en tener claro lo que uno cree sino sobre todo en lo que uno ama.

   Las bienaventuranzas son un camino que nos conduce a la felicidad y a la santidad, porque ambas cosas son lo mismo. Los que han conseguido vivir a fondo las bienaventuranzas han conseguido acercarse mucho a Dios –esto es la santidad, y han experimentado de igual modo una felicidad inmensa, un gozo inefable dirán los místicos.

  Hoy no nos cuestionamos los valores del Evangelio que parecen indiscutibles y además probados a lo largo del tiempo. Nos planteamos cuáles son los caminos para llegar a ellos, por donde caminar más rápidos para ser felices.

 Hay una tendencia en la sociedad actual a poner en la puerta de nuestra vida un cartelito, como se hace en los hoteles: “No molestar”  No queremos mirar a los problemas de frente o. como mucho, delegamos en otros para que ellos los afronten.

 Si hay problemas con la inmigración construimos un muro.

 Si hay problemas con la educación de los jóvenes delegamos en los profesores.

 Si hay problemas con las consecuencias del botellón delegamos en la policía.

 Si hay problemas con las pobrezas y la mendicidad delegamos en Cáritas o en las ONG

  Y pretendemos construir una sociedad feliz sin mirar ni afrontar cara a cara los problemas reales.

   Pues bien, en la solemnidad de  todos los santos, la Iglesia nos dice que la santidad no es evasión sino compromiso abierto y militante desde la fe para hacer realidad en nuestra vida el espíritu de las bienaventuranzas.

Las bienaventuranzas no son el camino para ser ejecutivos agresivos y de éxito arrollador, son un camino para lograr la paz, la serenidad, la felicidad y la santidad que forma parte de nuestro compromiso ineludible como bautizados.

 Jesucristo no es sólo un profeta de éxito y de resurrección; es también un fracasado que tiene que pasar por la cruz para ser solidario con los hundidos de este mundo. Y esta dimensión forma parte necesariamente de nuestra apuesta cristiana. Muere para dar vida.

  Estamos en camino de salida; escojamos bien el camino. Todos los caminos no conducen al mismo lugar. Estamos viendo todos los días, en nuestras plazas y en nuestras calles, en nuestros jóvenes, que hay muchos caminos y muy transitados hoy que sólo conducen a la decepción.  Me pregunto si no habrá llegado el tiempo de volver a oír de nuevo palabras de antaño que se han vaciado de contenido como santidad, conversión, gratuidad y perseverancia. Al menos que en el día de todos los santos nos suenen un poco.

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