Me preguntan por qué sigo hablando del tema migratorio si nada parece resolverse. ¿Por qué volver una y otra vez sobre las mismas heridas, si los muros siguen levantándose, si las fronteras y sus sistemas siguen devorando cuerpos, si las leyes siguen endureciéndose?
La respuesta es simple y desnuda: porque callar sería traición.
Callar sería decirle a la madre deportada que su historia no importa. Sería mirar a la niña con las manos esposadas y decirle que su llanto ya no conmueve. Sería aceptar que la fe puede convivir cómodamente con la injusticia.
Callar sería renunciar al Evangelio, ese que comenzó en un pesebre prestado y fue sostenido por manos migrantes. Sería olvidar que Jesús mismo fue refugiado, y que la Sagrada Familia huyó para salvar la vida.
Yo no sigo hablando porque crea que tengo la solución. Sigo hablando porque mientras haya alguien que cruce un mar, un desierto, una selva con el corazón agitado por el terror y con la fe temblando entre los dientes, el silencio se vuelve cómplice. Y yo elegí ser testigo, no cómplice.
Sigo hablando porque en cada relato de migración hay también un relato de Dios en camino. Y mientras el mundo siga negando esa dignidad, seguiré alzando la voz aunque parezca inútil,
aunque a algunos les moleste, aunque parezca pequeña…
Seguiré hablando. Porque la fidelidad no se justifica por los resultados, sino por la verdad que no puede callarse.
Seguiré hablando sencillamente,
porque callar sería traición.