Veranear en la acera

En un bajo comercial sin rematar enfrente de mi casa, vive hace mucho una pareja de jubilados, muy enfadados con la vida en general y con la vecindad en particular. Motivos tienen porque los vecinos de su bloque han recogido firmas para echarles, pero no pueden porque el local es suyo.

Desde que vivo en esta casa los veo veranear en la acera: en cuanto llega el calor, sacan dos silloncitos de plástico y se sientan a leer, uno detrás del otro porque la acera es estrecha, cambiándose de un lado al otro según les dé la sombra.

Cuando me marcho de vacaciones, ahí los dejo y cuando vuelvo ahí siguen, como un recordatorio de que, mientras unos vamos y venimos, otros siguen ahí impertérritos; o pertérritos, pero sin más opción que aguantarse. Viene bien recordarlo para no generalizar nuestros privilegios, los de veraneo por ejemplo: vivir unos días sin la presión de las obligaciones cotidianas, respirar otro aire y conocer otra gente, disfrutar la primera espuma de una cerveza, mirar otro paisaje.

“Nosotros, los imaginarios...”, decía una señora de un barrio confundiendo la palabra marginados. O quizá no andaba confundida, porque una de las experiencias más fuertes de los que viven en la cultura de la pobreza es precisamente sentir su invisibilidad, su no-existencia.

No está en mi mano solucionar los problemas de mis vecinos y los intentos de aproximación que hemos hecho desde la comunidad han fracasado. Me queda al menos la seguridad de que cada uno de los que veranean en las aceras de nuestro mundo va a escuchar un día estas palabras: “Ven a sentarte a mi sombra, hijo: has afrontado animosamente la vida, entra en el veraneo de tu Señor”.

Dolores Aleixandre
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