Espiritualidad desde abajo.

Domingo Veinte y Dos Año Ordinario B. 02.09.2018.

(Marcos 7, 1-8.14-15.21-23)

"¿Por qué tus discípulos no respetan la tradición de los ancianos, sino que comen con las manos impuras?
"Jesús les contestó: ¡Qué bien salvan las apariencias! Con justa razón hablaba de ustedes el profeta Isaías cuando escribía: "Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me rinden de nada sirve; sus enseñanzas no son más que mandatos de hombres. Ustedes incluso dispensan del mandamiento de Dios para mantener la tradición de los hombres".


"Y Jesús hizo este comentario: "Ustedes dejan tranquilamente a un lado el mandato de Dios para imponer su propia tradición".

"Entonces Jesús volvió a llamar al pueblo y les dijo: "Escuchen todos y traten de entender. Ninguna cosa que entra en el hombre puede hacerlo impuro; lo que lo hace impuro es lo que sale de él. ... pues del corazón del hombre salen las malas intenciones: inmoralidad sexual, robos, asesinatos, infidelidad matrimonial, codicia, maldad, vida viciosa, envidia, injuria, orgullo y falta de sentido moral. Todas estas maldades salen de dentro y hacen impuro al hombre".


La Palabra de Dios es Jesús, el Verbo de Dios Encarnado en cada uno de nosotros, en la familia, en la comunidad, en el Pueblo de Dios, en el mundo y en la sociedad toda.
¿Y qué quiere encarnar hoy la Palabra en nuestra vida?
Algo muy sencillo. Tan sencillo es, que me resulta difícil explicarlo con mi limitada palabra.
Se trata de lo exterior e interior. No hay que quedarse en lo exterior, hay que ir a lo interior: a la vida interior. Yo diría que se trata del camino de santidad de vida.
Hay gente como los fariseos y algunos maestros de la ley que ponen como su camino de perfección lo exterior. Hacen énfasis en el cumplimiento de la letra, en lo externo y no en el espíritu de la ley. Piensan que se puede medir la santidad. Hay gente que busca ser impecable agregando rezos, rosarios, devociones, sin poder reconocer su debilidad, y eso hace imposible la pobreza de espíritu, indispensable para reconocer la necesidad que se tiene de Dios. Y hay gente que aspira a una corrección y perfección por sus solos méritos personales: trata de ser impecable a cualquier costo personal, concentrándose tanto en su esfuerzo personal, que no podrá ver crecer en el campo de su corazón más que un solo trigo raquítico.
Hay muchos perfeccionistas e idealistas, que viven tan concentrados sobre sus faltas y sobre algunos métodos personales o técnicas, para erradicar todo con un solo esfuerzo y mérito personal, y con una actitud muy rígida de exigencia a sí mismo. No estoy minimizando una espiritualidad desde arriba. Se valora el esfuerzo personal. Lo que digo, es que esto sólo, lleva a vivir una vida incompleta. A fuerza de buscar perfección se vacían y se agotan de dinamismo, se ponen rígidos y exigentes con sus hermanos; pierden cordialidad y amabilidad en el trato humano.


Me parece que casi todos hemos sido perfeccionistas y rígidos externos como los fariseos y maestros de la ley. Es una etapa en que nos aferramos a una religión exterior que es sustitución de la fe auténtica en el Dios que todo lo puede. Es una etapa en que nos aferramos a ritos externos y a un perfeccionismo legalista: creemos más en nosotros y en nuestros esfuerzos personales, porque somos incapaces de tener fe en Dios. Es cuando no podemos existencialmente decir:

"Señor, creo en tu amor por mí".

Nos olvidamos de lo que Dios nos pide:

"Ámame como tú eres, porque si pretendes amarme con tu sólo mérito personal, tardarás y no llegarás nunca a amarme. Abandónate en mis manos, yo te haré subir con mis brazos, como un ascensor, desde lo profundo de tus servidumbres y pecados".


Con el tiempo y habiendo llegado a una mayor madurez, tendremos una concepción diferente y más humanizada en nuestro camino de perfección, y la buscaremos con una fe y confianza grande en el Señor, recordando su llamado:

"Sean perfectos como mi Padre es perfecto". "Felices los que tiene hambre y sed de Justicia".


He dicho una concepción más humanizada, porque, a veces, nuestro afán rígido de perfeccionismo, que esconde una falta de fe en Dios, nos hace ser inhumanos con nosotros mismos y con los hermanos. Ser perfeccionista rígido, en la comunidad humana y cristiana, que nos toca vivir, nos hace difíciles, cargando de leyes a los demás. Poco menos se llega a poner, como exigencia, para llegar a Dios, ciertas prácticas de piedad, como la obligación de rezar siempre el rosario. No es que sea mala esa práctica de piedad mariana y cristiana, pero no es una obligación, como la obligación rígida que hacían los fariseos de:

"lavarse las manos, los vasos, jarros y bandejas".

No estoy rechazando el rezo del Rosario. Yo lo rezo todos los días, pero con amor y paz interior, y no como una carga obligatoria y un puro legalismo, que muchas veces puede llevar a muchos a sufrir de escrúpulos. Eso no lo quiere Dios. Dios nos quiere hombres libres y del amor.


La madurez va superando el perfeccionismo rígido y suaviza nuestras asperezas y brusquedades. El querer llegar a Dios poniéndonos una escala de perfección personal por la que subimos peldaño tras peldaño y que sólo podemos llegar hasta cierto grado, yo diría que es contrario al sentir de Jesús, Camino, Verdad y Vida. Él nos enseña un camino de descenso al fondo de nuestra vida interior y de nuestra humanidad. Él nos lleva al fondo de nuestras miserias, las que una vez reconocidas con humildad y pobreza de espíritu, por nosotros, Él nos tira para arriba. Hay que ir al interior, al corazón del hombre:

"Ninguna cosa que entra en el hombre puede hacerlo impuro; lo que hace impuro es lo que sale de él...pues del corazón del hombre salen las malas intenciones...".

"Nada de lo que entra en el hombre puede hacerlo impuro; lo que lo hace impuro es lo que sale de él. El que tenga oídos para oír, que oiga".

Entonces, oigamos nosotros, Jesús nos señala un camino de espiritualidad desde abajo y no desde los labios externos, sino desde el corazón:

"Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí".


La espiritualidad desde abajo es desde la vida interior y no desde lo externo.

La mejor oración brota desde las profundidades de nuestras miserias y no desde las cumbres de nuestras virtudes y méritos personales. Las virtudes nacen desde el fondo de un corazón humilde y desde la pobreza de nuestro espíritu entregado, con fe y confianza, a Dios.


Al profundizar esta espiritualidad desde abajo sólo contemplemos a la persona de Jesús:

"El Verbo de Dios se hizo carne".

Jesús es Dios hecho Hombre.

Él se abajó:

"No consideró indignos hacerse uno de nosotros".

Dios y el Hombre se han abrazado en la encarnación de Cristo.El Dios Encarnado baja, se abaja, para salvarnos; nos da vida y vida en abundancia. Jesús descendió al corazón del mundo, al corazón humano, a las zonas más profundas del hombre y de la mujer.
Jesús elige un pesebre para nacer y no un palacio. Nació en Belén y no en la capital del imperio. No hay el afán de ostentosa exterioridad desde arriba. Es decir, Jesús quiere nacer en el corazón de los pobres y en la pobreza de corazón.
Nosotros espiritualmente estamos en un pesebre, que generalmente no es limpio ni presentable: es sucio, pobre y humilde. Allí quiere habitar el Verbo Encarnado: en nuestra pobreza y humildad.
Descubrimos en Jesús una espiritualidad desde abajo. Jesú se dirige especialmente a los pecadores y publicanos porque los encuentra abiertos al amor de Dios. Vemos a Jesús misericordioso y compasivo con los débiles y con los pecadores, pero bastante duro en su crítica contra los fariseos, concentrados en su afán de perfeccionismo y rigideces externas; aferrados, por su falta de fe, inseguros e insoportables para sus hermanos. Acordémonos de la parábola del fariseo y el publicano que van a orar al templo. Allí, Jesús nos enseña una espiritualidad desde abajo porque ésta es la que abre los corazones de los hombres hacia Dios. Se trata de corazones humildes, con buena voluntad y abiertos al querer de Dios:

"El publicano, en cambio, se quedaba atrás y no se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador". Yo les digo que este último estaba en gracia de Dios cuando volvió a su casa, pero el fariseo no. Porque todo hombre que se hace grande será humillado, y el que se humille será hecho grande".

Si ustedes quieren, para hacer mejor la comparación, lean lo referente a la actitud del fariseo.


La espiritualidad desde abajo se llama "humildad", es decir: Jesús.
Humildad viene de "humus": la mejor tierra de hojas, que es "desde la tierra".

"Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón".

Jesús bajó en Belén: Nació. Creció. Y siempre fue humilde en su vida terrenal.

Jesús: "He venido a servir y no a ser servido".

Él es humilde al morir crucificado y está reducido en un pedacito de pan en la Eucaristía.
La humildad llegará a nosotros, no solo con esfuerzos personales, sino cuando Jesús quiera. Él es el que lleva nuestro proceso. No llegará ni la humildad ni Jesús, cuando encuentre en nosotros, una vida con máscaras y disfraces: todos asuntos externos.
Jesús descendió, asumió lo humano y así lo redimió. Él sabía que sólo lo que es asumido puede ser redimido. Jesús pasó por Getsemaní y por la Cruz.

"Jesús se anonadó a sí mismo, tomó la condición de esclavo y llegó a ser semejante a los hombres. Se humilló hasta morir en la cruz". (Filipense 2, 5-8).

Después de la Cruz, muestra el camino de la Resurrección y de la esperanza.
La humildad es la actitud de una auténtica religiosidad, es reconciliación con el mundo de los impulsos y con todo lo negativo que existe en el interior de nuestro ser. Es reconocer que en nuestras miserias y fragilidades asumidas como tales, podemos encontrarnos con Dios.

"Su brazo llevó a cabo hechos heroicos, arruinó a los soberbios con sus maquinaciones.
Sacó a los poderosos de sus tronos y puso en su lugar a los humildes; repletó a los hambrientos de todo lo que es bueno y despidió vacíos a los ricos".
(Lucas 1, 51-53).

El orgullo y el exceso de amor a sí mismo parecen ser los mayores obstáculos para crecer en espiritualidad y santidad.
Se trata de una espiritualidad y santidad que es llevada por Dios y recibida necesariamente con humildad por nosotros. Hay que abrirse humildemente a la acción de amor que Dios puede hacer en nosotros, como lo hizo con la pequeña sierva del Señor, María Nuestra Madre.
Hay que tener fe en que Dios solamente puede hacernos humildes y santos:

"Si el Señor no construye la casa, es inútil que trabajen los albañiles".

"Señor, yo quiero abandonarme, como el barro en las manos del alfarero.
Toma, mi vida y házla de nuevo.
Yo quiero ser, yo quiero ser, un vaso nuevo".


Pbro. Eugenio Pizarro Poblete+
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