"Queridos hermanos y hermanas, el Señor, al que han dado todo, les ha correspondido con tanta hermosura y riqueza" León XIV, a la vida consagrada: "Para ustedes, para nosotros, el Señor es todo"

"Llegados a Roma para vivir juntos la peregrinación jubilar, para confiar nuestra vida a esa misericordia de la cual, a través de la profesión religiosa, se han comprometido a ser signo profético, porque vivir los votos es abandonarse como niños en los brazos del Padre"
"'Pedir, buscar, llamar', entonces, quiere decir también mirar hacia atrás la propia existencia, trayendo a la mente y al corazón todo lo que el Señor ha realizado, a lo largo de los años"
"Todos nosotros estamos aquí, ante todo, porque Él nos ha querido y elegido desde siempre"
"La Iglesia les confía la tarea de ser, con su despojarse de todo, testigos vivos del primado de Dios en su existencia, también ayudando lo más que puedan a los demás hermanos y hermanas que encontrarán para cultivar su amistad con Él"
"Todos nosotros estamos aquí, ante todo, porque Él nos ha querido y elegido desde siempre"
"La Iglesia les confía la tarea de ser, con su despojarse de todo, testigos vivos del primado de Dios en su existencia, también ayudando lo más que puedan a los demás hermanos y hermanas que encontrarán para cultivar su amistad con Él"
León XIV ha presidido esta mañana la misa con motivo del Jubileo de la Vida Consagrada (una vocación que conoce bien, porque él mismo es agustino) ante más de 4.000 religiosas y religiosos, el mismo día en que se va a publicar su primera exhortación apostólica 'Dilexi te'. En la homilía, el Papa Prevost glosa la vocación religiosa con tres verbos (recordando a Francisco): "pedir, buscar y llamar". Tres verbos que evocan que "vivir los votos es abandonarse como niños en los brazos del Padre", asi como "mirar hacia atrás la propia existencia, trayendo a la mente y al corazón todo lo que el Señor ha realizado, a lo largo de los años".
Porque, a juicio de Prevost, la culpa de todo la tiene el Señor: "Todos nosotros estamos aquí, ante todo, porque Él nos ha querido y elegido desde siempre". Porque, ""Para ustedes, para nosotros, el Señor es todo". Por eso, "la Iglesia les confía la tarea de ser, con su despojarse de todo, testigos vivos del primado de Dios en su existencia".
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Texto completo de la homilía del Papa
«Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá.» (Lc 11,9). Con estas palabras, Jesús nos invita a dirigirnos con confianza al Padre en todas nuestras necesidades. Nosotros las escuchamos en el marco de la celebración del Jubileo de la Vida Consagrada, que los ha reunido aquí en gran número, venidos desde muchas partes del mundo —religiosos y religiosas, monjes y contemplativas, miembros de los institutos seculares, los pertenecientes a la Orden de las Vírgenes, eremitas y miembros de “nuevos institutos”— que llegados a Roma para vivir juntos la peregrinación jubilar, para confiar nuestra vida a esa misericordia de la cual, a través de la profesión religiosa, se han comprometido a ser signo profético, porque vivir los votos es abandonarse como niños en los brazos del Padre.
“Pedir”, “buscar”, “llamar” —los verbos de la oración usados por el evangelista Lucas— son actitudes familiares para ustedes, habituados por la práctica de los consejos evangélicos a pedir sin exigir, dóciles a la acción de Dios. No es casual que el Concilio Vaticano II hable de los votos como un medio útil «para traer de la gracia bautismal fruto copioso» (Const. dogm. Lumen Gentium 44).

“Pedir”, de hecho, es reconocer, en la pobreza, que todos es don del Señor y dar gracias por todo; “buscar” es abrirse, en la obediencia, a descubrir cada día el camino que debemos seguir para alcanzar la santidad, según los designios de Dios; “llamar” es pedir y ofrecer a los hermanos los dones recibidos con corazón puro, esforzándose en amar a todos con respeto y gratuidad.
Podemos leer en este sentido, las palabras que Dios dirige al profeta Malaquías en la primera lectura. Él llama a los habitantes de Jerusalén «mi propiedad exclusiva» (Ml 3,17) y dice al profeta: «tendré compasión de ellos, como un hombre tiene compasión de su hijo» (íbid.). Son expresiones que nos recuerdan el amor con el que el Señor, al llamarnos, nos ha precedido: una ocasión, en particular para ustedes, para hacer memoria de la gratuidad de su vocación, comenzando desde los orígenes de las congregaciones a las que pertenecen hasta el momento presente, desde los primeros pasos de su itinerario personal hasta este instante. Todos nosotros estamos aquí, ante todo, porque Él nos ha querido y elegido desde siempre.

“Pedir”, “buscar”, “llamar”, entonces, quiere decir también mirar hacia atrás la propia existencia, trayendo a la mente y al corazón todo lo que el Señor ha realizado, a lo largo de los años, para multiplicar los talentos, para acrecentar y purificar la fe, para hacer más generosa y libre la caridad. A veces esto ha sucedido en circunstancias alegres, otras veces por caminos más difíciles de entender, tal vez a través del crisol misterioso del sufrimiento. Siempre, sin embargo, en el abrazo de esa bondad paternal que caracteriza su actuar en nosotros y a través de nosotros, por el bien de la Iglesia (cf. Cost. dogm. Lumen Gentium, 43).
Y esto nos lleva a una segunda reflexión, sobre Dios como plenitud y sentido de nuestra vida: para ustedes, para nosotros, el Señor es todo. Lo es en distintos modos, ya sea como Creador y fuente de la existencia, como amor que llama e interpela, como fuerza que impulsa y anima a la donación. Sin Él nada existe, nada tiene sentido, nada vale, y el “pedir”, “buscar” y “llamar” de ustedes, tanto en la oración como en la vida, hacen referencia a esta verdad. San Agustín, a este propósito, describe la presencia de Dios en su existencia con imágenes bellísimas. Habla de una luz que trasciende el espacio, de una voz que no se ve abrumada por el tiempo, de un sabor que nunca se ve empañado por la voracidad, de un hambre que nunca se apaga con la saciedad, y concluye: «Esto es lo que amo cuando amo a mi Dios» (S. AUGUSTÍN, Confesiones, 10,6.8).
Son palabras de un místico, y aun así nos resultan cercanas, pues manifiestan la necesidad de infinito que habita en el corazón de todo hombre o mujer de este mundo. Precisamente por esto la Iglesia les confía la tarea de ser, con su despojarse de todo, testigos vivos del primado de Dios en su existencia, también ayudando lo más que puedan a los demás hermanos y hermanas que encontrarán para cultivar su amistad con Él.
Por lo demás, la historia nos enseña que de una experiencia de Dios brotan siempre impulsos generosos de caridad, como ha sucedido en la vida de sus fundadores y fundadoras, hombres y mujeres enamorados del Señor y por eso dispuestos a hacerse «todo para todos» (1Co 9,22), sin hacer distinciones, en los modos y ámbitos más variados.

Es verdad que también hoy, como en tiempos de Malaquías, hay quienes dicen: «Es inútil servir a Dios» (Ml 3,14). Es un modo de pensar que lleva a una auténtica parálisis del alma, por la cual uno se contenta con una vida hecha de instantes fugaces, de relaciones superficiales e intermitentes, de modas pasajeras, todas ellas, cosas que dejan vacío el corazón. Para ser verdaderamente feliz, el hombre no necesita de eso, sino de experiencias de amor consistentes, duraderas, sólidas, y ustedes, con el ejemplo de su vida consagrada, como los árboles exuberantes de los que hemos cantado en el Salmo responsorial (cf. Sal 1,3), pueden difundir en el mundo el oxígeno de ese modo de amar.
Hay sin embargo una última dimensión de su misión sobre la que quisiera detenerme. Hemos escuchado al Señor decir a los habitantes de Jerusalén: «brillará el sol de justicia que trae la salud en sus rayos» (Ml 3,20). Es decir, les invita a esperar en la realización de su destino que va más allá del presente. Esto evoca la dimensión escatológica de la vida cristiana, que nos quiere comprometidos en el mundo, pero al mismo tiempo constantemente orientados hacia la eternidad.
Es una invitación a que ustedes extiendan el “pedir”, el “buscar” y el “llamar” de la oración y de la vida al horizonte eterno que transciende las realidades de este mundo, para orientarlas hacia el «domingo sin ocaso en el que la humanidad entrará en tu descanso» (Misal Romano, Prefacio X dominical del Tiempo Ordinario). El Concilio Vaticano II, al respecto, les confía una misión específica, cuando afirma que los consagrados están llamados en modo particular a ser testigos de los “bienes futuros” (cf. Const. dogm. Lumen Gentium 44).

Queridos hermanos y hermanas, el Señor, al que han dado todo, les ha correspondido con tanta hermosura y riqueza, y yo quisiera exhortarles a atesorarlas y a cultivarlas, evocando como conclusión algunas expresiones de san Pablo VI: «conservad —escribía a los religiosos— la sencillez de los “más pequeños” del Evangelio. Sabed encontrarla en el íntimo y más cordial trato con Cristo o en el contacto directo con vuestros hermanos. Conoceréis entonces “el rebosar de gozo por la acción del Espíritu Santo” que es de aquellos que son introducidos en los secretos del Reino. No busquéis entrar a formar parte de aquellos “sabios y prudentes”, […] para quienes tales secretos están escondidos. Sed verdaderamente pobres, mansos, hambrientos de santidad, misericordiosos, puros de corazón; sed de aquellos, gracias a los cuales el mundo conocerá la paz de Dios» (S. PABLO VI, Exhort. ap. Evangelica testificatio, 54).

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