Conmemorando a Van Gogh, el pintor-pastor La obsesión espiritual de pintar

(Lucía L. Alonso).-Todos sabemos muchas cosas sobre Vicent Van Gogh. Sabemos que nació en Holanda y vivió en París y Arles. Que era pelirrojo y pálido. Que tenía un hermano, Theo, que fue el imprescindible puerto al que volvió durante toda su vida, con quien se carteó sin tregua. Que revolucionó la pintura colocándola con los dedos sobre un lienzo al aire libre. Podemos saber, incluso, que su color favorito era el amarillo. Que poseía un poco de pigmento de girasol en el corazón. Y a nadie se le escapa, por supuesto, que se cortó el lóbulo de una oreja y que hasta el discreto Cézanne pensó de él que hacía "una pintura de loco". Y que estuvo interno en un sanatorio mental hasta suicidarse de un disparo.

Sin embargo, la vida de Van Gogh no puede diluirse en tópicos. No se puede reducir a datos de correspondencias o a un estado de salud. Ni siquiera a su pintura. Precisamente porque fue un ser que constituyó un todo indisoluble con su vida, su obra, su pensamiento y sus creencias. Un todo que no le salvó de morir incomprendido por sus semejantes, pero que le reservó un escaño entre los extraordinarios de la Historia, desde el que ahora podrá gozar, al otro lado del mar, de los homenajes que se le están empezando a dedicar en este año Van Gogh.

En pocos cursos de arte se cuenta que Vincent leía novelas de campesinos. Que le preocupaba, desde pequeño, la pobreza del prójimo, aquella que de mayor llegaría a conocer por algo más que lecturas. Atento a "los perseguidos", creyó sumirse en su mismo desengaño vital cuando la hija de su posadera, de la que se había enamorado, rechazó su propuesta matrimonial. Entonces volvió a sus libros, y el que leyó con mayor concentración parece que fue la Biblia.

Su fe aumentó, y en Amsterdam decidió estudiar para convertirse en pastor. Sin detenerse en asumir doctrinas en latín, pidió ser destinado a una misión de apostolado, y le mandaron a Bélgica, a vivir con los mineros. Dicen los estudiosos de su biografía que allí durmió sobre la paja de una choza. Que, alimentándose sólo de pan y agua, incomodó a sus superiores. Sin duda, hacía una interpretación del Evangelio demasiado drástica, demasiado incómoda. Los hombres de la Iglesia tuvieron delante a un pastor excesivamente pastor como para no sentirse intimidados con su ejemplo. Le denegaron el permiso para la predicación.

Si la Biblia le había salvado del desamor, de la Iglesia le salvó el arte: dispuso sus días, desde entonces, al servicio de una pintura que era, como ha escrito Teresa Camps, "también, apostolado". Tenía claro que sería un solitario, pero no le dio miedo. Y lo escribió: "Se trata de creer y amar, hay algo de Rembrandt en Shakespeare y de Corregio en Michelet y de Delacroix en Victor Hugo, y después hay algo de Rembrandt en el Evangelio y algo del Evangelio en Rembrandt".

Arte, literatura, filosofía, mística. Todo busca lo mismo y, al final, todo se vuelve lo mismo: trascendencia, memoria, eternidad, plenitud. Ese todo indisoluble de Van Gogh es el todo de la existencia. La de cualquiera. Pero a veces, los visionarios, los profetas -los que, primero, ven, y luego dicen, expresan lo que ven- son tomados por peligrosos chiflados. En el caso de Van Gogh, en la acusación no faltó, de nuevo, un cura católico, quien prohibió a sus feligreses que posaran para el "enajenado" artista.

La luz del queroseno que cuelga del techo en Los comedores de patatas recuerda a la lámpara que colocó Picasso en el centro de su lienzo universal. Y es que ya las primeras obras de Vincent rezaban luz, la luz de una religiosidad social: "He querido dedicarme conscientemente a expresar la idea de que esa gente que, bajo la lámpara, come sus patatas con las manos que mete en el plato, ha trabajado también la tierra, y que mi cuadro exalta, pues, el trabajo manual y el alimento que ellos mismos se han ganado tan honestamente (···) Así pues, no deseo que nadie lo encuentre bello ni bueno".

Tan sólo verdadero. Un tributo de artesano a artesano. Pues las manos del pintor y las del labriego son las mismas manos, humildes, constantes, sucias, esperanzadas. Su obsesión espiritual seguían siendo los trabajadores. Los desamparados, en general, pues sus cartas también demuestran lo que le llamó la atención la ternura de sus compañeros internos en el sanatorio de Saint-Paul-de-Mausole y cómo defendió su dignidad frente a la etiqueta de la locura.

Con su paleta creó el panteísmo de la pintura. Los colores fueron las oraciones, que mezcló hasta enriquecer la noche con su claridad. "Tengo la terrible necesidad de una religión. Entonces voy de noche afuera, a pintar las estrellas".

Y quizá acabó su vida como ese pueblo bajo la Noche estrellada: solo en el abismo del universo, solo y pequeño. Sobrecogido en su humildad, pero con la valentía en el pináculo que responde a las estrellas del más allá. Y con la luz de la casa encendida. De la vista de los cipreses provenzales a la caja de cebollas pintada en la esquina de alguno de sus cuadros, Van Gogh puso en obra a través de su oficio su sensible vivencia de una sociedad que suicida, del hombre que, en consecuencia, queda en el margen, de una naturaleza que, mientras el mundo se pierde, conserva su sacralidad, y de un arte que pretende reflejar lo material para ascender a lo invisible: "Trata de comprender la última palabra de lo que dicen en las obras de arte los grandes artistas, los maestros más serios, y verás a Dios allí dentro".

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