Promover valores

Aludo con “Promover valores” a una frase de san Pablo VI, pronunciada a raíz de haberle cambiado el nombre a la Sagrada Congregación del Santo Oficio por el de Congregación para la Doctrina de la Fe.  

Fue, sin duda, iniciativa sin precedentes la confesión de culpas en el servicio de la verdad, llevada a efecto en aquel inolvidable  12 de marzo del 2000, pleno Año Santo, por decisión de san Juan Pablo II.

«Durante la depuración a raíz de la encíclica “Humani generis”  , de 1951, [Theilhard de Chardin] es desterrado a algún lugar del estado de Nueva York, donde el domingo de resurrección de 1955 su féretro será acompañado por una sola persona» (Hans Küng acerca de Theilhard de Chardin).

Cuesta mucho hacerse a una Iglesia de represión theilhardiana donde acompañe al finado -tal y como refiere Hans Küng- sólo una persona sola por todo cortejo fúnebre. O sea, que ni el Santo Oficio estaba para tafetanes en esa hora final de remilgos funerarios, ni la Compañía de Jesús, por dar al hermano fraternal compañía.

Congregación para la Doctrina de la Fe

Estamos ante un sintagma de largo alcance y hondo contenido. Más o menos  similar a sus afines poner en valor, destacar, poner de relieve, insistir, poner en alerta, repetir y un sinfín de términos equivalentes que discurren con ese rumbo airoso y promocional. Lo traigo esta vez, sin embargo, bien a sabiendas de su vacío sintagmático, ya que se trata solamente de una parte relativa a otro encabezamiento de mayor alcance sociocultural y hasta de bibliografía especializada.

Aludo con lo dicho a una frase de san Pablo VI, pronunciada a raíz de haberle cambiado el nombre a la Sagrada Congregación del Santo Oficio por el de Congregación para la Doctrina de la Fe (Integrae servandae: 7.12.1965).

Lo de Santo Oficio, la verdad, olía a censura y a calabozos de la Inquisición que tiraba para atrás. Y se explica, porque durante el siglo XX había traído de cabeza a base de palo y tente tieso y leña al mono a no pocos teólogos sospechosos de modernismo (época de san Pío X) y luego -tiempos ya de Pío XII- de líos surgidos por la encíclica Humani géneris y el movimiento de la  Nouvelle Théologie. Problemática esta que salió a relucir durante el Concilio Vaticano II dando pie a tensos careos y hasta censurables descalificaciones.

Y menos mal que san Juan XXIII había invitado (= rehabilitado) previamente a los Rahner, Congar, De Lubac y un montón de teólogos con problemas en la progresía de entreguerras. Baste recordar el duro enfrentamiento protagonizado en el Aula, apenas abiertas las sesiones conciliares, por los cardenales Frings y Ottaviani. Nada extraño, después de todo, ya que el mismo nombre de Santo Oficio resultaba de todo punto insoportable.  

Era, en consecuencia, más que conveniente, necesario desterrarlo a los desvanes del olvido con sus represivos/corrosivos métodos inquisitoriales. Había que hacerlo, eso sí, a base de poner en su lugar algo menos tremebundo y más eclesial y evangélico: por ejemplo, Doctrina de la Fe. Una expresión, en definitiva, por donde pudiera deducirse a simple vista la intencionalidad del cambio.

San Pablo VI

San Pablo VI acertó, como en tantas ocasiones de su preciosa biografía, con el término  idóneo a tan importante dicasterio eligiendo Doctrina de la Fe, y poco después, en conversación  de circunstancias con los medios y algunos oficiales de la Curia Romana, volvió a dar en la diana explicativa de los porqués del cambio eligiendo  la frase oportuna y exacta, breve y profunda, diáfana y genial:  «Vale más promover valores que condenar errores». 

Llegados a este  punto del globalizado y posmoderno siglo XXI, se comprueba que aquella frase maestra, de inconfundible aroma montiniano, tiene hoy a cada paso sus herederas del momento en, por ejemplo, derribar muros (no levantarlos), tender puentes (no volarlos), construir humanidad (no destruirla), promover proyectos (no frenarlos), proponer y no imponer, abrir y no encerrar, avanzar y no retroceder, dialogar, en suma, y no monologar.

Fue, sin duda, iniciativa sin precedentes la confesión de culpas en el servicio de la verdad, llevada a efecto en aquel inolvidable  12 de marzo del 2000, pleno Año Santo, por decisión de san Juan Pablo II. Quiero recodar, de paso, que fueron cinco cardenales y dos obispos los encargados de pedir perdón en nombre de la Iglesia católica por desaciertos como la intolerancia religiosa, la injusticia hacia los judíos, la discriminación a las mujeres, pueblos indígenas, inmigrantes, pobres y no nacidos, etc.

El cardenal Ratzinger lo hizo como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, dicasterio del que venimos hablando. La petición de perdón sonó así: «Oremos para que cada uno de nosotros, reconociendo que también los hombres de Iglesia, en nombre de la fe y de la moral, han recurrido a veces a métodos no evangélicos en su justo deber de defender la verdad, imite al Señor Jesús, manso y humilde de corazón».

En las enseñanzas del propio Concilio se incluyen algunos otros episodios negativos donde los cristianos han tenido su  responsabilidad, aunque sin llegar a pedir perdón por esos hechos. Se debe, ya digo, a san Juan Pablo II haber extendido la petición de perdón a una serie de hechos históricos que suponen un testimonio contrario al Evangelio.

La Iglesia, sí, ha pedido excusas por quemar a Giordano Bruno, pero no lo rehabilita, al menos por ahora, lo que deja en el aire casos similares pendientes de avenencia. Menos mal que Francisco, con la inclusión el jueves 11 de mayo de 2023 en el Martirologio Romano de los cristianos coptos martirizados en Libia el 15 de febrero de 2015, acaba de dar, durante el reciente viaje del papa Tawadros II de Egipto al Vaticano, un paso profético de quitarse el sombrero. Eso sí que ha sido suprimir barreras, retirar trabas, promover valores (cf. Pedro Langa, «Un paso profético en el ecumenismo»: Equipo Ecuménico Sabiñánigo –  Todos juntos: martes 16 de mayo de 2023).

La Iglesia católica ha dado así, con ese oportuno gesto, en la misma performance de la elegancia,  en los típicos envites de la Mater et Magistra  (san Juan XXIII), en las excelencias propias de una Iglesia experta en humanidad, que anunció san Pablo VI a, y desde, ese gran atrio de los gentiles que es la ONU.

¿Por qué no hacer otro tanto con ejemplos similares que sobrevuelan por ahí, como palomas erráticas -Se equivocó la paloma,/ se equivocaba (Alberti)- esperando a que algún futuro papa se digne abrirles la puerta del palomar, o sea de la maternal y pía rehabilitación?

A uno le duele el cruel tratamiento de que fue víctima en el pasado siglo un jesuita ilustre, valiente y universal, leidísimo en las aulas eclesiásticas, y no digamos en las civiles y otros foros de intelectualidad cartesiana, que por algo era francés, adonde habían llegado cosas suyas que eran de oír: Theilhard de Chardin, spoiler de tanta ciencia moderna.

Echemos un vistazo valiéndonos de la descripción que hace Hans Küng, otro de los teólogos zurrados y bien tundidos por los usuarios de la carabina de Ambrosio: en cierto lugar de Cataluña, de cuyo nombre no quiero acorarme, se le cerraron las puertas de una iglesia donde se proponía dar una conferencia presentando sus Memorias...

Dice Hans Küng: «Mas entonces no me enteraba o no entendía muchas cosas. Por ejemplo, que ya en 1926 el jesuita Pierre Theilhard de Chardin había perdido su cátedra en el Institut Catholique y a partir de ese momento es perseguido por la inquisición romana; que mientras viva no podrá ver impresa ninguna de sus obras teológicas; que durante la depuración a raíz de la encíclica “Humani generis”  , de 1951, es desterrado a algún lugar del estado de Nueva York, donde el domingo de resurrección de 1955 su féretro será acompañado por una sola persona. Estando de profesor invitado en Nueva York en 1968, un día seguiré el Hudson 160 kilómetros para llegar hasta su tumba, y me dará pena que el sepulcro del gran paleontólogo y teólogo no se haga notar por nada, de forma que cuesta trabajo encontrarlo. “Damnatio memoriae – borrar del recuerdo”: ¡una vieja costumbre romana!» (Hans Küng, Libertad conquistada. Memorias. Editorial Trotta. Madrid 2004, 3ª edición, p. 102).

Pierre Theilhard de Chardin

Cuesta mucho hacerse a una Iglesia de represión theilhardiana donde acompañe al finado -tal y como refiere Hans Küng- sólo una persona sola por todo cortejo fúnebre. O sea, que ni el Santo Oficio estaba para tafetanes en esa hora final de remilgos funerarios, ni la Compañía de Jesús por dar al hermano fraternal compañía.

Desterremos de una vez por todas los tenebrosos tiempos de reclusión frayluisiana (“Aquí la envidia y mentira me tuvieron encerrado…”), de giordanobrunos ardiendo como teas encendidas hasta quedar reducidos a pavesas, de hogueras y potros de tortura, en fin.

Eso bloquea la conciencia de quien quiere creer, pero creer sin cortes que valga, de esos que en vez de invitar disuaden. Una Iglesia experta en humanidad no puede consentir semejante desvergüenza, sellada luego bonitamente con la pilatada de lavarse las manos.

Curiosamente, al poner mis manos sobre el teclado para redactar este artículo, me llega por los medios que  la Compañía de Jesús ha inaugurado en estos primeros días de junio del 2023 un lugar de diálogo entre la fe y la ciencia apoyado por las diócesis circundantes en un suburbio del suroeste de París, ya denominado, para más señas, el «Silicon Valley francés», es decir, el Centro Teilhard de Chardin levantado en la ciudad de Saclay. La información agrega que será «un lugar de diálogo entre las ciencias, la filosofía y la espiritualidad» sostenido por las diócesis de París, Evry, Nanterre y Versalles. Un diálogo -¡qué pena!- negado en su día al insigne paleontólogo.

El citado Centro, ya digo, quiere «arrojar luz sobre las cuestiones contemporáneas, éticas, sociales, antropológicas y espirituales» a las que se enfrentan los científicos de hoy y ser «un lugar de vida espiritual» para los estudiantes cristianos y cualquiera que lo encuentre «un lugar de renovación y oración», según informa The Tablet. ¡Qué papelón el de la Sagrada Congregación del Santo Oficio con Theilhard de Chardin, y qué soledad la de su tumba!

La verdad, decíamos arriba, se propone, no se impone. Ahora mismo, con tanta sinodalidad por delante -¡¡y por detrás!!-, con tanta Iglesia en salida -¡¡y tan poca, por el contrario, de entrada en templos vacíos o de clausura hermética!!-, parece poco aconsejable recurrir a procedimientos inquisitoriales que nada bueno reportan y mucho malo acarrean.  Me quedo, pues, con el dicho de san Pablo VI: «Vale más promover valores que condenar errores». 

Buen ciudadano es, sobre todo, aquel que pasa por este destartalado planeta -ese que en la Salve denominamos “valle de lágrimas”- tratando de mejorarlo. A la postre, emerge a barlovento y sotavento del navío que se debate en medio de un encrespado oleaje, el mejor timón que cabe imaginar, el ideal para la maniobra y el control, el seguro para llegar a seguro puerto.

Ese timón no es otro que la palabra que nos lleva a la Palabra, o sea el  diálogo subido a las airosas cumbres de lo armonioso y teologal. Promovamos, pues, valores utilizando el diálogo, es decir, el instrumento necesario para adentrarnos, aunque sólo fuere pasito paso, por la espaciosa llanura de la sensatez. Será la mejor manera de vivir al son de la Palabra.

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