Lo que importa – 22 Artificial complejidad del ecumenismo

Mensaje frente a dogma y poder

 

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En pleno desarrollo de la semana de oración por la unidad de los cristianos, del 18 al 25 de enero de cada año, aunque no sea más que por aquello de que “quien tuvo, retuvo”, el tema del ecumenismo aflora a mi cabeza como reflexión y preocupación. Quizá algunos de los seguidores de este blog recuerden que ya les he contado que seguí los cuatro primeros semestres (cursos 67-69) que el Instituto de Ecumenismo de París, recién fundado por el dominico Le Guillou, dedicó al ecumenismo y que, tras ello, seguí otro curso completo con un semestre en el Instituto Ecuménico de Bossey (Ginebra) y la estancia de cuatro meses en una pequeña comunidad interconfesional de Bristol.

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Ya en aquellos años, hoy tan lejanos, muchas barreras ideológicas y especulativas se caían solas a nuestro paso, como dinamitadas por nuestro entusiasmo juvenil, mientras íbamos sacudiéndonos de encima algunas de las lacras que habíamos heredado del pasado. La especulación intelectual y la apologética segregacionista no eran de las menores. Pero nosotros, jóvenes estudiantes venidos de todo el mundo (en Bossey fuimos aquel curso 50 estudiantes, de 35 naciones), vivíamos una fraternidad sin cortapisas ni líneas rojas y caminábamos en la misma dirección, como cogidos de la mano, la que Jesús había tendido en su tiempo al joven rico al proponerle que vendiera cuanto tenía para darlo a los pobres y seguirlo.

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Sin buscarlo, la armé gorda en Bristol debido a que un periódico local me hizo una entrevista para hablar de la experiencia ecuménica que estaba viviendo en la pequeña comunidad Christ Church Cotham (congregacionalista, baptista y metodista), sobre todo de la homilía que me invitaron a predicar y de que, en la celebración de la eucaristía, había comulgado como uno más de sus miembros. Los mandamases eclesiásticos católico y anglicano estaban enzarzados entonces en una agria disputa por no sé qué cuestión de catedrales. El obispo católico de Bristol se las ingenió para formalizar una protesta que a mí me llegó, algún tiempo después, a través del arzobispo de Madrid, Casimiro Morcillo, a la sazón presidente de la Conferencia Episcopal Española, sin ninguna consecuencia aparente al alegar que una experiencia ecuménica es “pionera”, tanto que para hacerla tuve que pedir la autorización del General de los Dominicos, el Padre Aniceto Fernández. De ella, además, me había tocado dar buena cuenta en el trabajo de cincuenta folios que el Instituto de Bossey me exigió sobre su desarrollo para planificarla y financiarla.

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Pasó el tiempo, hubo cambio de rumbo y esas cuestiones desaparecieron, aunque no del todo, de mi horizonte profesional y laboral, centrado por aquel entonces en formar una familia y sacarla adelante. Pero el ecumenismo es un tema que estos últimos años ha vuelto a aflorar a mis inquietudes como reflexión y referencia, sobre todo en este mes de enero con la celebración de la Semana u Octavario de oración por la unión de los cristianos, cuando, momentáneamente, revive en los ámbitos eclesiales a base de charlas y de encuentros cultuales interconfesionales.

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Hurgando en lo que entonces aprendí, macerado por la experiencia de la vida de varios decenios de trabajos laborales y voluntarios, mis propias vivencias apuntan en otra dirección que las de este Octavario y de hecho se dirigen hacia un horizonte distinto. Sí, sí, ya sé que el anhelo, también el de Jesús como referencia última, se cifra en el deseo de que “todos seamos uno”, lo que connota nada menos que el propósito del gran mandamiento cristiano en el que él mismo condensaba todo el quehacer de sus seguidores: “amaos los unos a los otros”. Pero, sin perder de vista esa ilusionante meta, ¿por qué no hablar sencillamente de una “semana de convivencia” o de una “experiencia ecuménica”, cuyo cometido sea caminar juntos esos ocho días y los demás del año por los vericuetos de la vida?

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En ese caso, no se trataría de “rezar por”, como si mendigáramos a Dios la unidad que nos falta, sino de “rezar juntos” para darle gracias por la unidad que en ese mismo acto se manifiesta como gracia suya, sabedores de que debemos comportarnos así no una semana sino siempre. Reunirnos, pero no para pedir la unidad, sino para mostrarla. Seguro que todavía hoy muchos católicos, tras calificar de inconsciente mi participación en la eucaristía de la pequeña parroquia de Bristol, negándose a ver en ella una gozosa manifestación de gracia que nos llenó de alegría a todos los participantes, se rasgarán las vestiduras ante el cambio de perspectiva que apunto para esta Semana de oración.

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La verdad palmaria es que, si nos atuviéramos en serio al mensaje de Jesús, todo cuanto nosotros hemos construido como dogma y como poder jurídico perdería por completo unas aristas hirientes que se irían diluyendo lentamente como azucarillos en un vaso de agua. Los cristianos de distintas confesiones que inician un camino juntos tratando de seguir las huellas de Jesús, pronto se dan cuenta de que las barreras de separación van desapareciendo como por ensalmo. “Perdón quiero, y no sacrificio” es la consigna que llevan grabada a fuego en el corazón. ¿De qué sirve proclamar un credo que encarcela? ¿Acaso llevan a alguna parte las inclinaciones de cabeza, las genuflexiones y las postraciones en una comunidad de hermanos en la que todos deben ser servidores de todos?

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Lejos de ser complicado, el ecumenismo consiste en algo tan sencillo como reunirse para orar y caminar. Nada impide a un católico y a un protestante, pongamos por caso, plasmar juntos las bienaventuranzas en sus propias vidas Las dificultades, las oscuridades, las complejidades y las piedras en el camino de la unidad provienen siempre de mentes ultramontanas, cuadriculadas hasta el punto de creer que, en su inconmensurable ignorancia, tienen compartimentado un mundo cuya enorme complejidad nunca llegará a desvelar la mente humana, ni siquiera en el caso de que el hombre siga sobre la tierra cientos o miles de millones de años. En este contexto, ¡qué indigente y ridículo resulta quien se atreve a pontificar que no hay más mundo que el dibujado en su cabeza! Si de la condición de sabio es saber que no se sabe nada, ¡cuántos necios se mueven a nuestro alrededor y hasta pretenden dirigirnos y gobernarnos!

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Mientras que el serio dogma excluye y el temible poder subyuga, el suave mensaje es solo dulce invitación a recorrer juntos un camino de salvación. De nosotros depende que realcemos un elenco de supuestas verdades como credo intocable y edifiquemos un trono para postrarnos ante él o que, atentos a la melodía del sabio mensaje de Jesús, recorramos sin sobresaltos el hermoso camino que su vida nos traza. Él no vino a este mundo para que llenemos una biblioteca con mamotretos de teología que nos expliquen quién es, ni para construir un imperio indestructible, sino solo y simplemente para que tengamos vida y la tengamos abundante. La unidad que él postula es la de un amor que apisona muros, borra fronteras y abre horizontes a la esperanza de ir construyendo cada día una vida mejor.

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“Semana de oración por la unidad de los cristianos”. Transformemos su mensaje de orar y trabajar juntos por esa unidad durante unos días no solo en una unidad plasmada de hecho en la vida, sino también en una forma de vivir que abarque todo el año; en una celebración que nos invita a caminar juntos sin echarnos zancadillas unos a otros, a destruir armamentos para pacificar pueblos, a trabajar para cubrir nuestras necesidades básicas sin explotación ni sometimientos, a salvaguardar la propia salud no despilfarrando cuantos bienes nos regala la tierra y a predicar, en fin, las bondades de las bienaventuranzas evangélicas. Este año, muy en particular, dada la absurda tensión que algunos pretenden desencadenar sobre el acontecer eclesial, convirtamos esta semana en una invitación muy especial a abrir nuestras manos en bendición, como inmarcesible mensaje de Jesús, para que se posen sobre la cabeza de cuantos la demandan, cualquiera que sea su condición. No deberíamos olvidar nunca que Jesús acoge amorosamente a todos los desechados y desheredados de su tiempo.

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Por lo demás, hacía falta, creo yo, que la Iglesia católica comenzara en serio a ser tal, es decir, universal, sin excluir absolutamente a nadie que, a través de ella, quiera acercarse a Dios para recibir su bendición. A propósito de la celebración de esta Semana, acabo de leer en RD que el papa ha dicho que “la meta de la unidad no está lejos”, pero, en mi infinita y radical insignificancia, me atrevo a puntualizar que, como el “reino de los cielos”, esa unidad ya está en nosotros y se manifiesta en el amor mutuo que nos profesamos y en el hecho de recorrer juntos un mismo camino. Cambia totalmente la perspectiva cuando, en vez de como un profundo anhelo y un deseo grabado en el corazón, contemplamos la “unidad de los cristianos” como la fuerza que nos mantiene ágiles y perseverantes en el camino trazado por Jesús. Si despejamos la cabeza y descargamos la mochila de las piedras que nos hemos echado a la espalda, el camino de las bienaventuranzas, en vez de exigir un esfuerzo titánico, se convierte en gozoso disfrute de una vida que es toda ella gracia. 

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