Lo que importa – 11 Cenar

La comida es pan de vida

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Aún resuenan en mis oídos las amenazas de aquellos famosos castigos infantiles, que no recuerdo si alguna vez se cumplieron: por esto o lo otro, “esta noche te irás a la cama sin cenar”, es decir, te acostarás con las tripas vacías para que el hambre, bien apegada a ellas, te produzca pesadillas. Digamos que “cenar”, además de la trascendencia que tiene para todo lo cristiano por la densidad del contenido doctrinal, cultual y programático de “la última cena del Señor”, se ha convertido en símbolo de una vida relativamente acomodada, incluso muelle, como la de quienes pueden afortunadamente hacer tres comidas al día, frente a quienes, lamentablemente, solo pueden comer una vez o ninguna, a los millones de hambrientos que pululan en este mundo nuestro.

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Comer es sin duda el verbo clave y el más importante de todos los que componen el amplio marco de actividades humanas primarias y esenciales. De hecho, en poder comer concentran su energía la mayor parte de los seres humanos y, desde luego, absolutamente todos los animales del mar, de la tierra y del cielo. Nacer, crecer a base de alimentarse, vivir y reproducirse es el corsé panorámico, valga el oxímoron, de toda vida que se precie. Hablamos de un desarrollo vital cuya clave es alimentarse bien, tarea esencial para mantenerse vivo y perdurar, para crecer y desarrollarse, para complacerse en el hecho de vivir y para que la propia especie perdure en el tiempo mediante la reproducción pertinente. Con ello, nos referimos al esquema básico de toda vida, no solo la vegetal y animal, sino también la espiritual. De hecho, no ha sido poco acierto que el cristianismo cifre la mayor parte de su mensaje en el hecho de comer, porque a eso se refiere precisamente la eucaristía, el gran sacramento de la comida, que es la suma de las esencias del cristianismo y el componente básico de las bienaventuranzas evangélicas que predica y promueve.

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De hecho, en la llamada “última cena del Señor” confluyen muchas más cosas que las que se reflejan en la celebración de nuestra ritual misa dominical, incluso cuando de ella participa una gran multitud y el culto deviene pontifical, culto un tanto hinchado, tan pomposo como aburrido. Puestos a subrayar lo más sobresaliente de cuanto acontece en la celebración de la eucaristía, digamos que, en primer lugar, de ella forma parte el rito del lavatorio de los pies, rito insoslayable del servicio total, como metáfora de la contundencia con que los cristianos debemos atender las necesidades de quienes nos rodean: el señor que sirve a sus propios siervos, incluso en las labores y necesidades más humildes. Ninguna ideología humana se habría atrevido nunca, por sí misma, a llegar al abismo de humildad y entrega que predica el cristianismo que se sustenta en la Última Cena: que el Señor se arrodille ante sus súbditos para lavarles los pies, con la humildad e incluso la humillación que entraña el hecho de arrodillarse ante alguien objetivamente inferior y lavarle los pies.

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Además, de ella emerge con fuerza incontenible el sermón del mandato, es decir, el testamento del Señor, pues, al afrontar el sacrificio que consuma su propio ministerio, lega a los suyos su mejor tesoro: el mandamiento nuevo del amor incondicional que perdona toda ofensa y comparte todo haber, tesoro que ninguna mente humana habría logrado descubrir por sí misma y que ningún profeta se habría atrevido a imponer con tanta determinación y contundencia. Nos hallamos seguramente ante la irrupción más beneficiosa y hermosa del sentido común en la vida de los hombres, pues de todos es bien sabido que, si de cazar moscas se trata, se atrapan más con una gota de miel que con un tonel de hiel, o, si de metas hablamos, podemos asegurar que un sencillo impulso de amor nos catapulta mucho más lejos que todo un vendaval de odio. Servicio, miel y amor, tal es el contenido de la cena del Señor. ¡Cuánto cambiaría la vida humana si su motor fuera el amor en vez del odio!

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Y finalmente, como no podía ser de otra manera, dicha cena se concreta en “comer”. En comer, como es debido, nada menos que el cuerpo del Señor, y en “beber” su sangre. Comida y bebida obviamente “significadas”, es decir, sacramentales, porque, de otro modo, tendrían razón quienes acusan a los católicos de caníbales. Pero, lamentablemente, es un desvarío muy serio, doctrinal y cultual, que hayamos convertido la eucaristía en “soporte de presencia” o incluso en “cercanía física” de Dios, de un Dios que, según nuestra misma fe, está presente en cada cosa que nos rodea, en cada una de nuestras células y en cada uno de los acontecimientos que componen nuestra vida. Que el Dios de los judíos trabajara seis días y descansara el séptimo es solo una fórmula ingeniosa para obligar a su pueblo a celebrar el "sabbat", pues, obviamente, en Dios no hay cambios y su acción creadora es perenne.

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“Comer debidamente el cuerpo del Señor”, según nos manifiesta el apóstol Pablo, requiere que se celebre como un acto de honda fraternidad que entraña el perdón incondicional previo a todos los hermanos y el acto penitencial de transformarnos nosotros mismos en comida, siguiendo el proceso ascético de los granos de trigo y uva para convertirse ellos mismos respectivamente en pan y vino. En la eucaristía se come el cuerpo del Señor y se bebe su sangre, pero también los de todos los demás hermanos. Cena insólita en la que todos somos, al mismo tiempo, comida y comensales. Se entiende así muy bien que la eucaristía consista esencialmente en partir y compartir y que Pablo reprenda a quienes se reservan para ellos solos sus propias viandas. Se entiende igualmente muy bien que algunos cristianos piensen que no celebraremos como es debido la cena del Señor hasta que logremos que desaparezca el hambre del mundo.

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¿Cuántas toneladas de alimentos dejan de producirse hoy en el mundo por exceso de estocajes? ¿Cuántas más se destruyen para controlar los precios y asegurar, a despecho de una gran mayoría de la humanidad, los beneficios inmorales de reducidas minorías insaciables? Dios nos regala un mundo capaz de alimentarnos sobradamente a todos, mientras que nosotros, por cortedad de miras y abuso de poderes, preferimos que un tercio de la humanidad pase hambre, lo que conlleva que sus cabezas no puedan pensar y sus manos, juntarse para orar. Y, claro está, si no se piensa ni se ora, ¿dónde queda la impresionante envergadura humana? Pensar es la base de toda la dimensión epistemológica humana y orar lo es de la religiosa.

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Una forma de catalogar los seres humanos es contemplarlos como creadores y consumidores, con la diferencia de que, mientras aquellos también consumen, estos no crean. Producir algo equivale a acomodarse bien en la sociedad, mientras que parasitar acarrea un cierto desacomodo. La creatividad humana no tiene límites en ninguna de las dimensiones de la vida, por más que muchos la reduzcan al mundo de la cultura. Huelga pues mencionar siquiera sus ramificaciones, pero, sabiendo que es creativa toda acción que genere valor, creo que una de las más hermosas y útiles creaciones humanas es la que corresponde a los creadores de alimentos, a los agricultores. Desde que me he metido a horticultor, sé muy bien que arrancar patatas, recolectar tomates o recoger manzanas produce la enorme satisfacción de sentir que se está realizando algo importante. ¡Ojalá que todos los seres humanos pudieran tener tan dulce y reconfortante sensación!  La más sólida convicción cristiana viene a añadir a lo dicho que toda comida tiene mucho que ver con la última cena del Señor, maravillosa cena en la que los comensales son al mismo tiempo comida.

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Alejémonos, pues, de los viejos altares en los que se ofrecían víctimas humanas a diosecillos de pacotilla para aplacar su supuesto furor y centrémonos en el hermoso culto que tributa a la divinidad una mesa bien surtida, con cabida para todos, sin exclusiones de ningún tipo. Hoy por hoy, el mejor tributo que podemos ofrecer a nuestro Dios es que todos los hombres puedan comer lo necesario, lo cual está en perfecta consonancia con algo tan hermoso y conmovedor como que él mismo haga salir el sol para alumbrar y calentar a todos y que haga caer la lluvia que fecunda los campos sobre justos y pecadores. A fin de cuentas, si la eucaristía no convierte en comida al comensal, se queda en un acto de culto vacío, profano, sin la fuerza de un sacramento central que -insisto una vez más- no se debe a que nos haga presente a un Dios que siempre lo está, sino a que lo convierte en nuestro alimento.

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