Lo que importa – 20 Comer

Saborear

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Hago la reflexión que sigue a vuela pluma en esta mañana epifánica en que la gloria del Señor se manifiesta a toda la tierra litúrgicamente, es decir, como acontecimiento cultual real, cuando la mayoría de nuestros nietos navegan por un mar de papeles de colores rotos, aquellos con los que los Reyes Magos han tenido la gentileza de envolver los muchos regalos que han depositado esta madrugada en sus balcones y ventanas. El evento me recuerda los que seguramente fueron lo más logrados e imborrables “reyes” de mi vida, pues los recuerdo como si fuera hoy casi ochenta años después. En la profunda Sierra de Francia salmantina, cuyos numerosos habitantes en aquellos tiempos vivían pegados a la tierra para arrancarle la vida con el sudor y el dolor de riñones de cuerpos doblegados sobre ella, los Reyes Magos me trajeron una naranja y una onza de chocolate.

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¿Por qué fueron tan especiales esa naranja y esa onza de chocolate para un niño de cuatro o cinco años? Seguramente por sus sabores exóticos para el paladar de un niño serrano, acostumbrado a otros más recios y fuertes, los de la propia tierra. La verdad es que, por aquel entonces, en los primeros años cuarenta del siglo pasado, seguramente en toda España, y tal como hoy sigue ocurriendo desgraciadamente en muchas partes de este mundo, comer era la preocupación más urgente y esencial. Es difícil que en el mundo de nuestro entorno, en el que la obesidad está haciendo tantos estragos y en el que uno de los mayores propósitos al comenzar el nuevo año sea acudir a un gimnasio o hacer ejercicio para perder carnes, podamos entender lo que entonces significaba no ya disfrutar de una comida, sino simplemente comer. De ahí que, para un niño como yo, una naranja y una onza de chocolate fueran manjares exquisitos.

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Es este un pensamiento que se ha apoderado de mi mente esta mañana porque uno es consciente de lo que “comer” ha significado y sigue significando en la sociedad en la que vivimos. Y lo hace tanto como para ocupar el primer puesto de las bienaventuranzas evangélicas que condensan el mensaje de salvación predicado por Jesús de Nazaret. Si no hay comida, no hay vida. Y yendo más lejos, caminando por el terreno en que este blog se mueve, diríamos que, si no hay eucaristía, no hay cristianismo que valga, elevando entonces la cuestión a que ya no solo se trata de comer, sino también de dejarse comer, pues he repetido hasta la saciedad que en la eucaristía todos somos al mismo tiempo comida y comensales.

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Si desde la atalaya en que me he situado miro a las empresas, frente al leitmotiv que las constituye, el de sacar beneficios de la inversión y del trabajo, debe figurar siempre el no menos digno y eficiente de “dar de comer” a sus operarios y a sus familias. Algo esencial falla en la empresa que no obtiene beneficios y también en la que, obteniéndolos, no logra que puedan vivir dignamente las familias de sus operarios. Por muchas discusiones que se entablen y por muchas ideologías que entren en la lid, lo esencial e irrenunciable es que los empresarios ganen invirtiendo y dirigiendo las empresas y que los trabajadores produzcan en ellas lo suficiente para asegurar tanto esas ganancias como una vida digna para sus familias.

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Si la mirada la dirigimos a los políticos que nos gobiernan, el punto primero de todo programa que se precie es el de que ningún ciudadano pase hambre, a no ser que, por las razones que sea, lo quiera hacer voluntariamente. En una nación en la que haya ciudadanos que pasan hambre algo está yendo mal, gobiernen unos o gobiernen otros. Claro está, nadie tiene el derecho de incrustarse en la vida de otro, como si fuera un parásito que se alimente de su sangre. Todo ciudadano tiene derecho a comer, pero también, paralelamente, la obligación ineludible de contribuir con su esfuerzo, salvo causa mayor, a ganarse esa comida. De ahí que, si en un país hay solo un parado forzoso, hay un fracaso estrepitoso. No es viable un país endeudado hasta las cejas y con un montón de parados, reducidos poco menos que a la condición de parásitos adosados a las ubres del Estado, situación  que está muy lejos de lo ideal, cifrado en que "gobiernos pobres" administren "países ricos", es decir, que los políticos que gobiernan los países tienen que resultar "rentables".

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Si la mirada la dirigimos, finalmente, a la sociedad en que vivimos, en ella nos topamos afortunadamente con auténticos aluviones de solidaridad que tratan de llevar alimentos donde se necesitan para que muchos empobrecidos no pasen hambre. Alecciona ver que son muchos los ciudadanos que se preocupan de sus semejantes más allá de sus propios intereses, regalándoles tiempo y haberes. Pero, si de la sociedad en general saltamos a la propiamente cristiana, entonces todos estamos obligados a hacer lo propio por razón de las exigencias esenciales de la fe que profesamos. Sus únicos preceptos, claros e irreformables, ordenan amarse los unos a los otros y dar de comer a los hambrientos. Y no digamos si pretendemos convertirnos en una eucaristía que está formada por todos como granos de trigo y uva.

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Vuelvo hoy a mi Sierra de Francia, casi ochenta años después, para saborear mi naranja y mi onza de chocolate como majares de dioses, traídos hasta allí por mágicos “reyes” que siguen repartiendo entre adultos y niños, un día como hoy, creo yo, muchas más toneladas de ilusión que de juegos y otros regalos, por muy vituperable que pueda ser -y de hecho lo es- el despilfarro. Pero tengamos en cuenta que la sobreabundancia de hogaño no resta ninguna fuerza a la austeridad de antaño en cuanto a la ilusión y a la alegría con que el mundo cristiano celebra la manifestación divina a todos los pueblos, manifestación que se percibe claramente cuando, con ojos limpios, se contempla la riqueza enorme que conlleva el solo hecho de estar vivos y seguir viviendo. ¡Lástima que, con tantas guerras y matanzas, algunos se empeñen en bajar el telón y ponerle fin a la función! Por mi parte, me rebelo, reclamando desde estas columnas no solo mi derecho a que la función siga, sino también a que se me permita saborear, también hoy, los manjares que me trajeron los Reyes Magos hace ochenta años.

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