Lo que importa-23 ¿Creer para bien morir?

El cristianismo mejora nuestra forma de vida

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La pregunta del título y la contundencia del subtítulo tienen su aquel si nos planteamos la cuestión con la atención debida. De plantearse en general a los cristianos, muchos responderían seguramente que cuanto es el cristianismo nos aboca a un “más allá” de plenitud y felicidad, en detrimento de un “más acá” descarnado, transitorio, fútil y vacío. Lo substancial y definitivo, según ellos, es la vida que se inicia tras una muerte simplemente transformadora como tránsito del tiempo a la eternidad. En otras palabras, lo que importa es salvarse en el más allá, aunque para ello uno tenga que pasarlas canutas en este perro mundo nuestro, acreedor a tanto desprecio por el asco de vida que nos ofrece.

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Nos han asegurado que los grandes enemigos del alma son el demonio, el mundo y la carne, a sabiendas de que el único infierno, metafórico desde luego, en que cabe pensar es la vida que nos vemos obligados a vivir y que el demonio no es más que un fantoche para explotar el miedo. El mundo, a su vez, es el escenario en el que se representa forzosamente la tragicomedia de la vida. La carne, en fin, mírese como se mire, no deja de ser el hogar confortable del espíritu. La verdad monda y lironda es que no tenemos más enemigos que los contravalores que cultivamos, creyendo que decoran el escenario de la vida y nutren las más profundas ansiedades de la carne, cuando en realdad reducen a escombros aquel y envilecen esta.

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El sentido común, que nos asegura que no hay más cera que la que arde, debería emplazarnos a valorar lo que ocurre precisamente en este mundo nuestro, anfiteatro de nuestra responsabilidad. De sentido común es creer que la religión debe ayudarnos a dilucidar las cuestiones que se nos plantean a diario en todos los ámbitos de la vida. Si la emplazamos en el más allá, aparte de su inutilidad por situarla en un escenario  que no está a nuestro alcance, facilitamos el camino a sus dirigentes al eliminar de un plumazo toda posible objeción o matización crítica a cuanto se nos impone como ley o dogma. El sentido común nos asegura que la religión, que es una dimensión enriquecedora de toda vida humana, cuando no ayuda a mejorar esa vida convierte su contenido en pura fábula por carecer de fundamento.  

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Es obvio que la salvación, entendida como plenitud de vida en el más allá, compete a Dios, es solo gracia suya. De creer en Dios al estilo de Jesús, deberíamos estar convencidos de que todos alcanzaremos su gloria, pues es un Dios que incluso se preocupa del número de nuestros cabellos. Dios nos ha dado el ser y, al hacerlo, no nos ha aherrojado a un mundo ajeno y hostil, sino que nos mantiene en sí mismo, hecho que se manifestará en toda su plenitud y esplendor cuando nuestro tiempo despliegue su potencial de eternidad. En este contexto, el mundo es solo un escenario polivalente para desarrollar valores o contravalores (vida o muerte) y el demonio y el infierno, simples mojones que delimitan un campo en el que la carne, por ser el asiento de la sexualidad, aparece siempre vestida de muerte, de pecado.

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La cuestión de la salvación cambia y adquiere profundidad y atractivo cuando se entiende que el cristianismo es cosa de este mundo, del más acá, de la forma o estilo de vida que corresponde a los auténticos hijos de Dios. En pocas palabras, la religión cristiana es cosa de Jesús, de vivir a su estilo, de revivir, en la medida de lo posible, su misma preocupación por aliviar las penalidades humanas, incluidas las derivadas de una incredulidad blasfema. El recorrido de ese camino no debe hacerse para alcanzar la vida eterna, para ganarse el cielo como transacción comercial o conquista de guerra, sino para lograr que ya la tierra sea cielo y el tiempo, eternidad.  El gran premio de un comportamiento genuinamente cristiano no está en un más allá feliz, asegurado para todos, sino en un más acá, área de nuestra responsabilidad, vivido al estilo de Jesús en la plenitud que nos aporta servir a los hermanos.

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Es inútil pedirle a Dios que nos salve de llevar una vida espantosa si nosotros la asaeteamos con contravalores que la achican, deterioran e incluso eliminan. Salvarse significa librarse del sufrimiento que nos causan los contravalores, del desgarro entitativo que estos nos producen. En esa dirección debemos entender lo del Buen Pastor cuando nos asegura que “he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10-11). Más que a ningún otro ser humano, a los cristianos nos toca defender el planeta como el hogar en que han vivido nuestros antepasados, vivimos nosotros y deberán poder hacerlo nuestros descendientes. Igualmente nos toca defender (enriquecer = valores) la vida en todas sus dimensiones vitales: la salud, la riqueza, el saber, la bondad, la belleza, la diversión, la vida social y la vida religiosa. No alcanzaremos el equilibrio y el bienestar anhelados hasta que respetemos el cometido particular de cada una de esas dimensiones vitales y desarrollemos sus fabulosas potencialidades. El tiempo debería ser siempre un factor de mejora a tenor del anhelo irrenunciable del “hoy más que ayer pero menos que mañana”.

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Insisto en que la única vida que es responsabilidad nuestra no tiene más enemigo declarado que los contravalores que nosotros mismos vertemos sobre ella. Hablo de un enemigo que habita dentro de nosotros mismos, porque son nuestras relaciones tóxicas con los demás seres las que la minan y destruyen, impidiéndonos alcanzar la envergadura que nos corresponde. Todos nuestros sueños y anhelos tienen como fundamento el grito incontenible de la realidad que ya somos y que, viviendo, se manifiesta como la inquietud de un corazón que no descansará hasta poseer a un Dios (plenitud de ser) que se ha dignado jugar en nuestro tablero no solo como su dueño, sino también como fuerza que nos sostiene en el esfuerzo. Nos salen aquí, al paso, la confianza que a él mismo le debemos como padre y las bienaventuranzas cristianas como exigencia moral que nos obliga a aliviar las calamidades que minan nuestra propia vida y dificultan la de nuestros semejantes. Debería resonar siempre en nuestro interior, por muy agudo que sea su tono, lo de “niégate a ti mismo, vende cuanto tienes y dalo a los pobres”, regla de oro, autopista panorámica por la que los cristianos deberíamos correr a toda velocidad.

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El cristianismo que yo profeso es de vida, no de muerte. Su propósito no es prepararse para bien morir, sino armarse para llevar una vida humana digna. En esta agenda solo cabe un esfuerzo continuado por la mejora de la vida (valores) en todas y cada una de sus dimensiones. Entendido y vivido así, me da una gran libertad frente al cúmulo de verdades dogmáticas que pesan sobre nuestra mente y frente al sometimiento a caprichosos códigos de conducta. Alguien me ha dicho que la teología que yo defiendo, al afirmar que lo que importa, en última instancia, es confiar en un Dios que es padre y que las bienaventuranzas son el más hermoso código de conducta humana imaginable, es muy elemental y simple. Puede que la simplicidad vaya pareja con la edad, pero la verdad es que me parece que esa forma de ver las cosas produce vértigo y que la fuerza de esa norma consuma la humanidad y despliega nuestra gran envergadura humana. Digamos, cuando menos, que se trata de una idea y de una norma profundamente evangélicas.

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¿A qué nos conduce en última instancia creer en Jesús y en Dios, es decir, ser cristianos? Llana y simplemente, a emprender un camino que nos lleva indefectiblemente a la mejora substancial de nuestra propia forma de vida. Nada que ver con lo de librarse de las llamas del infierno ni ganarse a pulso la gloria celestial. Creemos para ser mejores personas poniendo nuestra vida al servicio de nuestros semejantes. Ser mejores personas, esa es la gran riqueza que nos aporta el cristianismo. Lo demás no es asunto nuestro y se nos dará por añadidura. De nada serviría nuestra ofrenda sobre el altar si nuestras relaciones con los hermanos hacen agua. Saber el camino que debemos seguir nos ayuda a entender lo que realmente somos. Creer en Dios para escapar de la quema del infierno nos sitúa realmente en las antípodas del modelo que es Jesús y nos desvía del camino que él mismo nos ha trazado con su predicación y su vida.

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