Lo que importa – 9 Esperanza radical

La partida humana se juega en el “más acá”

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Nuestra condición esencial de humanos hace que nos veamos sometidos a un proceso que se inicia cuando nacemos como un manojo de potencialidades, con una identidad a medio construir, emplazados a vivir un tiempo de incesante desarrollo tras una plenitud que nunca se alcanza del todo. Afortunadamente, nuestro dinamismo sigue siempre vivo debido a que se nos ofrecen sin cesar nuevas o más aquilatadas mejoras hasta el momento mismo de desaparecer. Visto así, podría decirse que el ADN del ser humano nos ancla a una esperanza firme de mejora como su más sólida estructura. Aunque caigamos mil veces, el propósito irrenunciable es seguir adelante.

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Si con este bagaje, que es válido de por sí para enfocar como es debido toda vida humana, cualesquiera sean las condiciones de raza, cultura y religión del viviente, nos acercamos al mundo cristiano, se nos imponen reflexiones que abocan a conclusiones que hacen papilla los chuletones dogmáticos de una fe supuestamente incontaminada y maceran cualquier mandamiento y disposición moral de una conducta ahormada, hasta convertirlos en camino ajardinado de rosas. Lo digo porque la “esperanza” que se sitúa en el envés de la muerte o en ese otro lado del tiempo, que hemos dado en llamar eternidad, es tan radical que, sin aportar certezas y mucho menos evidencias, requiere confianza total en quien se fundamenta. El “más allá” no está de ningún modo en nuestras manos, sino en las del Dios en quien se cree. Dicho de otro modo, no depende en absoluto de lo que pensemos, de lo que nos atrevamos a imaginar o de lo que deseemos nosotros mismos. De todos modos, no deja de ser una gran fortuna que esté en las manos en que está y no en las nuestras. De ahí que debamos despreocuparnos totalmente de cómo sea o de lo que allí ocurra para centrarnos en el “más acá” que nos es dado vivir responsablemente. Nuestro afán y nuestros quebraderos de cabeza deben centrarse en el momento presente, sobre todo sabiendo como sabemos que ni siquiera somos dueños del segundo en curso.

Tal esperanza nos libra de un plumazo de lo más doloroso que ocurre en nuestro ámbito moral, de la preocupación por la muerte y de lo que venga tras ella. Supuestamente zarandeados por poderosas personalidades estrambóticas que guían nuestros pasos hacia el bien o hacia el mal (Dios y el Diablo), la verdad es que, mientras el primero se alía férreamente con nuestra irrenunciable necesidad de mejora hasta que alcancemos la consumación de lo que realmente somos, el segundo desaparece como por ensalmo de nuestro propio horizonte, llevándose consigo el supuesto pecado que se identifica con la “muerte eterna”. Entender a fondo que la muerte no es castigo de nada ni final de trayecto sino tránsito a una forma de vida que, aunque ignota, colmará las arraigadas ansias de mejora con que venimos a este mundo, nos ayuda a librarnos del peso de tener que vérnoslas con un enemigo juramentado y de la amarga escabechina que semejante mal bicho puede hacernos al menos psicológicamente.

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Que a lo largo de la vida a veces vengan mal dadas, sea por golpes de mala fortuna, por inoportunas enfermedades, por malquereres de nuestros propios allegados o por fechorías de quienes viven en nuestro entorno social, no hará mella en la firme esperanza del creyente que sabe que la vida lo someterá de vez en cuando a un duro proceso de purificación y que le exigirá el esfuerzo necesario para avanzar en la mejora permanente. El cristiano debe estar convencido de que la resurrección cristiana, aunque no sepa lo que es exactamente y aunque colme todas sus aspiraciones, viene siempre acompañada de una cruz que sí sabemos muy bien lo que es por el sufrimiento y el llanto que ocasiona cada día, sea en nosotros mismos o en nuestros seres queridos.

Nos damos ahí de bruces con la gran prueba de fuego a que muchas veces nos somete la vida: las situaciones de extremo dolor y angustia que ponen en solfa no solo la presencia, sino también la misma existencia de un ser supremo misericordioso porque nos parecen tan inmerecidas como injustas. ¿Dónde está Dios?, nos preguntamos a veces airados y doblegados por el dolor, sin darnos cuenta siquiera de que, en ese preciso momento, es él mismo quien no solo nos fuerza a cuestionarlo al tiempo que nos ayuda a aguantar el envite, sino también permanece a nuestro lado para contrarrestar los destrozos de la adversidad sufrida.

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Vivimos en una contradicción permanente por culpa de las oscuridades que con frecuencia se apoderan de nuestra mente. Empeñados en dibujar un Dios inalcanzable en los cielos para adorarlo, nos olvidamos olímpicamente de los seres humanos postrados en la tierra que sufren estando a nuestro lado. Nos cuesta horrores la identificación que propugna Jesús entre Dios (él mismo) y el hombre, sobre todo el sufriente. Así, nos preocupamos en demasía de si hay curas suficientes para mantener el culto y de si la afluencia de fieles a los templos aumenta o disminuye, sin apercibirnos siquiera de que, en los tiempos que corren, la figura del cura resulta muy obsoleta y de que los templos no ofrecen más intereses que los turísticos o folclóricos, pues ya no se fragua en ellos la vida real de los fieles con sus complejidades y problemas.

¿De qué sirve hoy bautizarse, confesarse, hacer la primera comunión y casarse por la Iglesia?, pongo por caso. No propongo que la Iglesia elimine el culto y las prácticas religiosas, sino que acompase su ritmo al de los tiempos. De celebrar la misa como una auténtica Cena del Señor, contaríamos, posiblemente, con fuerza más que suficiente para eliminar el hambre del mundo.  ¿Hay algo más absurdo que celebrar una misa multitudinaria en una plaza pública y, además, retransmitirla por televisión como un gran espectáculo? Tal vez sí lo haya, como celebrar una misa de funeral estando únicamente presentes el celebrante y el muerto o que un fraile celebre una misa él solo en una recoleta capilla porque debe decir misa todos los días y ganarse un estipendio. Me refiero a experiencias muy frustrantes que me tocó vivir en su día.

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La única recompensa a que realmente debería aspirar todo creyente no es la de hacerse digno o acreedor de una supuesta vida feliz en ultratumba, cosa que depende enteramente de las manos generosas del Dios en quien se cree y que este no podrá negar a nadie sin renunciar antes a su condición de tal, sino la satisfacción de seguir los pasos de Jesús convirtiendo su propia vida en una bendición para todos sus semejantes, es decir, compartiendo sus haberes y multiplicando los talentos que ha recibido gratuitamente. Todos aspiramos a más y mejor, pero con frecuencia no nos damos cuenta de que ambas aspiraciones pasan necesariamente por los hermanos. Nuestra más consistente felicidad radica en hacerlos felices a ellos. Todo lo demás, desde los más alambicados y aquilatados dogmas teológicos o sociales hasta los más recargados ritos y liturgias, religiosos y profanos, es pura paja, “rien de rien”. Centrémonos en la partida de la vida, que está tan abierta en los tiempos opacos y líquidos que nos toca vivir, es decir, la del día a día en que tantos valores y contravalores entran en juego, y pongamos nuestro misterioso destino en las manos del mejor de los padres que podamos imaginar y desear. A eso precisamente se lo llama “esperanza radical”, a esperar firmemente en el Dios que nos sostiene y anima incluso en el caso de no encontrar un clavo ardiendo al que agarrarse.

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